La mayoría de los jasidim de Rab Uri de Sterlisk tenían algo en común: eran sumamente pobres. Pero, aunque parezca extraño, cuando venían a visitar al Rebe para contarle sus problemas y hacer sus peticiones, nunca pedían dinero. Nunca rogaban al Rebe que pidiera por su parnasá manutención, ni por bienes materiales. Los jasidim del Saraf no se preocupaban de asuntos mundanos. Se interesaban sólo por el servicio a Dios y el cumplimiento de las mitzvot.
La gente notaba esto con asombro. Una vez, consumido por la curiosidad, un Admor que estaba de paso confrontó a Rab Uri con la pregunta siguiente: "Rab Uri, ¿por qué sus seguidores son tan desesperadamente pobres?"
Rab Uri sonrió. "Eso no es por casualidad, sino por elección. Prefieren la pobreza a la riqueza, ya que así están más libres de la vanidad de este mundo."
Mientras decía estas palabras, un jasid pasó por delante de la casa. Rab Uri lo llamó desde la ventana, y le pidió que entrara. Cuando llegó, Rab Uri le dijo: "Ve usted que hoy se encuentra aquí conmigo un huésped distinguido. Esta es la oportunidad perfecta para pedirme algo. Juntas, nuestras oraciones harán que se cumplan los deseos de su corazón. ¿Qué desea usted para usted y su familia?"
Sin vacilar, habló el jasid con una voz llena de emoción: "Mi deseo más ferviente es que yo tenga el privilegio de recitar la oración de Baruj Sheamar cada mañana con el mismo fervor y la misma concentración que el santo Rebe en persona".
Así el Admur comprobó las palabras de Rab Uri.
El asistente que no valía nada
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El asistente que no valía nada
Cuando era joven, Rab Yosef Dob Soloveitchik, que se convirtió en el Brisker Rab, quiso conocer a Rab Shelomó Kluger, el rabino de Brody y uno de los grandes de su generación.
El viaje de Lituania a Brody en Galicia era largo y costoso, más que lo que podía permitirse Rab Yosef Dob. Como no podía viajar como pasajero, decidió emplearse como asistente del conductor de carros. El conductor necesitaba alguien que lo acompañara en un viaje tan largo, y aceptó gustoso la oferta.
Todo fue bien hasta que el joven erudito tomó las riendas. Sintiendo que el nuevo conductor carecía de experiencia, los caballos salieron disparados y se pusieron a galopar a toda velocidad. El carro y los pasajeros fueron arrojados de un lado para otro. Cuando el conductor pudo controlar los caballos, se volvió hacia su asistente, furioso:
"¿Es que no sabes nada de caballos? ¡Ni siquiera pudiste agarrar las riendas!"
Y acompañó a sus palabras con unos fuertes golpes.
Por fin se terminó el viaje y llegaron a Brody. Cuando Rab Yosef Dob se despidió de su jefe, el conductor ni siquiera le dijo adiós, puesto que estaba contento de librarse de su inútil asistente.
Rab Yosef Dob se dirigió enseguida a casa de Rab Shelomó Kluger donde le esperaba otra clase de bienvenida. La reputación del joven lo había precedido. Cuanto más le hablaba Rab Shelomó Kluger, más impresionado se quedaba del joven, hasta que le rogó que honrara a la gente de Brody con un discurso ese mismo Shabat.
La noticia atravesó la ciudad. Todo Brody se reunió en la sinagoga para escuchar al genio de Lituania. También se encontraba el conductor del carro.
Cuando Rab Yosef Dob subió a la plataforma, el conductor casi se desmaya. Reconoció al asistente ineficaz que le había causado tanta ira durante el largo viaje.
Recordó cómo lo había regañado, cómo le había gritado, y hasta le había pegado. Mientras se acordaba de cómo había actuado, palidecía y se sonrojaba alternativamente.
Durante todo el discurso, tembló como una hoja. Después de una eternidad, cuando la exposición terminó, el conductor se arrastró hacia la parte frontal de la sinagoga y se echó a los pies de Rab Yosef Dob, rogando: "Rabí, ¡perdóneme!"
"Mi querido hombre", le contestó Rab Yosef Dob, tratando de consolarlo, "no tiene por qué sentirse mal".
De haberme regañado por mis conocimientos de la Torá o de haberme pegado por ser un ignorante, quizás habría mostrado falta de respeto por la Torá. Pero me regañó por ser mal conductor, y tenía usted toda la razón. Es verdad que no sé nada acerca de caballos."
El favor que no se olvidó
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El favor que no se olvidó
Hay mucha distancia entre Lelob y Lizensk, y no es un camino que se suele viajar a pie. Pero Rab David, que no se podía permitir viajar en carro, decidió una vez hacer el trayecto a pie cuando quiso visitar a su Rebe, Rab Elimélej.
En el camino, Rab David se fijó en un carro que se acercaba. Cuando estaban a la misma altura, vió que el pasajero era un jasid acaudalado de Varsovia.
"¿Adónde va usted, Reb yid?", preguntó Rab David.
"Me dirijo a Lizensk para ver a Rab Elimélej", contestó el rico.
"¿Me podría usted llevar?"
Con algo de desgano, el rico contestó: "De acuerdo, suba, pero sacúdase el polvo de su traje, por que no quiero que se ensucie mi carro".
Rab David se sacudió el polvo y subió en el carro.
Durante todo el viaje, tuvo que escuchar comentarios ofensivos, pero se quedó mudo, no queriendo contestar. Se dio cuenta que su anfitrión lo había tomado por un mendigo viajero.
Cuando llegaron, el hombre rico se quedó sorprendido de ver que su pasajero, el "mendigo" en harapos, fue admitido primero a ver al Rabí.
Mientras esperaba fuera del estudio del Rebe, se puso a pensar, y cobró conciencia por fin que el judío pobre que lo había acompañado no era un mendigo ordinario.
Mientras que los minutos se convirtieron en horas, la conciencia del rico lo atacó. Seguramente, se trataba de algún gran hombre, incluso de un tzadik nistar, un hombre justo oculto.
"Cuando salga", pensó el rico, "le ofreceré que regrese conmigo a Lelob. Y entonces trataré de compensarlo por mi vergonzosa conducta."
Después de dos horas, Rab David salió. El rico se levantó de un salto. Deseaba ofrecerle regresar con él en cuanto hubiera terminado de hablar con el Rabí.
Rab David sabía exactamente lo que deseaba decirle, y antes de que lograra abrir la boca, dijo: "Debo permanecer aquí algún tiempo y no puedo regresar con usted. Pero quisiera darle un consejo importante.
Escuche bien durante el viaje de vuelta. Cuando oiga gritos de socorro, investiguelos. Después de eso estoy seguro de que sabrá qué hacer".
Ahora, el rico estaba convencido de que su pasajero no era un hombre ordinario. Así fue que, al regresar, se quedó escuchando atentamente.
Los caballos cabalgaron más rápido que de costumbre; parecían saber exactamente adónde iban. Apenas si tenía que guiarlos, y las ruedas de la carroza rodaban como si acabaran de ser engrasadas. En poco tiempo el rico había viajado la mitad del camino, cuando oyó un grito penetrante saliendo del bosque. Alguien pedía socorro en polaco.
El judío de Varsovia tiró de las riendas y los caballos salieron de la carretera, dirigiéndose hacia los gritos. El camino se hizo más difícil. Los gritos se oían cada más fuertes y más desesperados.
De repente lo vió. Surgiendo de la sombra se veía una magnífica carroza con dos caballos que ya estaban medio hundidos en la arena movediza.
Los caballos asustados se agitaban violentamente, provocando que se hundiera el carro aún más rápidamente. Aprisionado dentro del vehículo había un aristócrata polaco, gritando socorro desesperadamente.
Sin vacilar, el judío ató un cabo de una cuerda fuerte al carro que se hundía, el otro cabo a su propio carro. Dio latigazos a sus caballos y éstos, jadeando y tirando, con gran esfuerzo, sacaron al carro de la arena movediza. Haciendo un fuerte ruido, la arena soltó su presa y la carroza del gentil quedó en tierra firme.
El judío abrió la puerta. Daba pena ver al pobre aristócrata que se encontraba adentro: estaba lleno de barro, pálido y mudo del susto, temblando de frío y de miedo.
"¿Dónde vive usted?", le preguntó el judío. Vivía en Varsovia. Limpiándolo lo mejor posible, el judío lo puso dentro de su propio carro y se marchó.
Era tarde por la noche cuando llegaron. El judío se dirigió inmediatamente a su casa y mandó a sus servidores que dieran un baño y comida al extranjero, así como una cama cómoda para dormir. Por la mañana, el aristócrata estaba hecho otra persona.
El noble agradeció profusamente a su anfitrión y salvador, y regresó a su casa. Después de algunos días, el judío recibió una tarjeta pidiéndole que fuera a las oficinas del noble polaco. Fue, y cuando el aristócrata le ofreció una recompensa, la rehusó enfáticamente y dijo: "Sólo cumplí con mi deber como hombre y judío.
¡Por eso no merezco ningún premio!" El aristócrata se quedó impresionado, pero insistió en anotar su nombre. "Es posible que me necesite por alguna razón en otro momento. Nunca me olvidaré de que me salvó usted la vida."
Transcurrió mucho tiempo, y la rueda de la fortuna dio la vuelta, haciendo empobrecer al judío de Varsovia, que anteriormente había sido muy rico. Su negocio fracasó, y tuvo que vender todos sus bienes, hasta que no le quedó más que la ropa que llevaba puesta. Fue reducido a mendigar de casa en casa. Vagaba de una ciudad a otra, pidiendo limosna para poder comer, y se sentía afortunado si lograba comer algo en el día.
Así vivió durante diez largos años. Al cabo de ese tiempo, se había acostumbrado a tal punto a esta forma de vida que llegó a olvidarse que había vivido de otra manera. Por lo menos, el tiempo le había ayudado a olvidar.
Así fue que cuando su peregrinar le hizo volver a Varsovia, no tenía ningún recuerdo especial de aquella ciudad. Tampoco se sintió avergonzado de atravesar las calles de aquella ciudad con la mano tendida para recibir limosna. Y cuando veía un rico que se acercaba, no apartaba la cabeza con vergüenza. Al contrario, se precipitaba hacia él, esperando despertar la compasión del rico y así poder ganarse su comida del día. Y de esa manera, se acercó a una carroza lujosa y pidió la limosna de su propietario.
El hombre que estaba adentro miró al mendigo. La cara le era conocida. ¡Un momento! ¿Sería posible? ¿Acaso se trataba del mismo judío rico de Varsovia en cuya magnífica casa había pasado una noche? El judío observó el interés del gentil y sintió miedo. ¿Quizá pensaba llamar a la policía? Se puso a correr.
"¡Oiga, judío! ¡Espere! ¡Vuelva aquí!"
El judío se puso a correr aún más de prisa. "¡No le quiero dañar! Sólo quiero saber cómo se llama. Me parece conocido."
El judío se encogió los hombros con asombro. Sería mejor complacerle, pensó, y le dijo su nombre.
"¡Pero sí que le conozco!", dijo el hombre dentro de la carroza. "Y usted también debería reconocerme! ¿No se acuerda de las arenas movedizas? Y un carro que se hundía, ¿no le recuerda nada?"
De repente, el mendigo se acordó. Este era el hombre ciuya vida había salvado. Hizo una señal afirmativa con la cabeza.
El aristócrata le miró de pies a cabeza y preguntó: "¿Cómo llegó a este estado? ¿Qué pasó con toda su fortuna?"
El judío movió la cabeza con tristeza y le contó sus penas. "Al principio, hice un esfuerzo por olvidarme de todo," concluyó. "Pero ahora, aunque trate de acordarme, me es dificil. Es mejor así". El noble le miró con compasión, entristecido al escuchar el relato olvidado.
"Pero no le puedo permitir permanecer así. ¡Usted me salvó la vida! Tome, he aquí dos mil rublos, rehabilítese. Encuéntrese dónde hospedarse e invierta en algún negocio. Podrá recuperar su fortuna si pone toda su voluntad."
Animado y alentado, el judío abrió una nueva página en el libro de su vida, y no tardó en recobrar la riqueza y el prestigio que había tenido.
Muchos años habían transcurrido desde aquel día fatídico en el bosque. Rab Elimélej se había marchado al mundo de la verdad y Rab David de Lelob, anteriormente un jasid poco conocido, se había convertido en un dirigente famoso. El judío de Varsovia aún no sabía quién había sido su pasajero.
Así es que cuando fue a visitar al Gadol Hador, no reconoció a su pasajero-mendigo de antaño, pero Rab David sí lo recordó.
"Hábleme de su vida", le dijo el rabino a su visitante. El judío de Varsovia le contó su historia brevemente, con los extraños acontecimientos que le habían sucedido. Terminó relatando su milagrosa restauración gracias al regalo del aristócrata polaco.
Durante todo el relato, Rab David escuchó silenciosamente. Cuando hubo terminado, le dijo al visitante: "Sí, lo sé. Lo sé. Yo soy aquel pasajero que usted recogió en las afueras de Lelob y llevó a casa de Rab Elimélej de Lizensk.
No me trató con cortesía durante ese viaje, pues se burló de mí y me avergonzó. Yo sabía que la justicia divina había decidido castigarlo con la pena de muerte, y en cuanto llegué, fui al Rebe y le pregunté lo que se podía hacer para mitigar el decreto. Entre los dos llegamos a un arreglo respecto a la decisión divina. Si usted sufriera la mayor pobreza, eso en efecto sería una forma de muerte, cómo nos lo enseñan nuestros Sabios. Diez años de sufrimiento y de miseria expiarían por su transgresión".
"¿Pero, cómo es que terminó esa época? ¿Por qué volví a la riqueza después de los diez años?" Rab David sonrió y dijo: "¡Porque me hizo un favor! Me dejó viajar en su carroza hasta Lizensk.
Yo quería devolverle el favor, y con la ayuda de Dios, lo hice".
Las mujeres al rescate
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Las mujeres al rescate
El Midrash nos dice que Nadab y Abihu, los dos hijos de Aharón, fallecieron porque no estaban casados.
Sin embargo, la Torá nos dice específicamente que no fue así. Murieron porque trajeron un fuego extraño al Altar.
¿Cómo se pueden reconciliar estas dos razones contradictorias?
El siguiente relato nos ofrece una respuesta:
En cierta ocasión, Rab David de Zebaltov, el hijo del Admor Rab Menájem Mendel de Kotob, se enfermó a tal punto que incluso los mejores médicos dijeron que no lo podían salvar.
Pero su mujer, Pesia Leá la hija del famoso Rebe de Sassob, no se podía conformar con esta sentencia. Permaneció sentada a la cabecera de su marido, y no paró de rezar y llorar. "Por favor, Dios mío", rogó entre sus lágrimas, "permite que se recupere mi piadoso marido".
La oración ferviente de la buena mujer partió hasta los Cielos, y a pesar de los pronósticos pesimistas de los médicos, el enfermo empezó a mejorar lentamente. En poco tiempo, Rab David estaba de pie, dirigiendo a su congregación como antes.
Rab David sabía a quién se debía su recuperación. Estaba al tanto de las oraciones de su dedicada esposa. Un día, cuando se encontraba con sus discípulos más íntimos, dijo: "Ahora que me he repuesto, comprendo el significado del Midrash. Nadab y Abihu fallecieron porque no tenían mujeres. Si hubieran tenido esposas como mi valiosa Rebetzín Leá, que hubieran rezado por ellos, seguramente se habrían salvado de la muerte, a pesar de haber traído un fuego extraño ante Dios".
El leproso en el palacio
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El leproso en el palacio
Un gentil dijo una vez a Rabí Elazar en tono burlón: "El Eterno amaba a Bilaam más que al maestro de ustedes, Moshé".
"¿Qué dice usted? ¿De verdad cree usted que el Eterno prefería el malvado Bilaam al santo Moshé?", contestó Rab Elazar, asombrado. "Dígame, ¿sobre qué se basa usted para afirmar semejante cosa?"
El gentil ya tenía su respuesta preparada:
"Pero si lo dice la Torá misma bien claramente. Cuando el Eterno deseaba hablar con Moshé, lo convocaba al Tabernáculo".
Pero cuando quería hablar con Bilaam, está escrito: "Y el Eterno se le apareció a Bilaam". No lo convocó para no molestarlo, sino que Él mismo vino a él. ¡Esto demuestra que Dios respetaba y amaba a Bilaam más que a Moshé! Allí está su prueba, dijo con un tono de triunfo en la voz.
"No lo comprendió bien", replicó Rab Elazar. "Escuche la siguiente parábola, y estoy seguro de que cambiará de parecer":
"Un día, vino un leproso al palacio del rey y quiso entrar. Se puso a golpear en la puerta, haciendo mucho ruido y gritando: ¡Déjenme entrar! ¡Déjenme entrar!"
Los gritos y los golpes llegaron hasta el rey. ¿Quién está armando tanto escándalo?, preguntó furioso.
-Oh, es algún leproso que desea entrar al palacio, le dijeron al rey.
-¡Un leproso desea entrar en el palacio real! exclamó el rey, atónito. Nunca se ha oído de semejante cosa. Hay que deshacerse de él.
Pero si mando a uno de mis servidores para ahuyentarlo, él aprovechará la ocasión para forzar la puerta y entrar en el palacio. Es capaz de ponernos a todos en peligro.
-¿Qué podemos hacer?, preguntó.
El rey mismo encontró la solución.
-"Yo iré en persona a la puerta para ahuyentar al leproso. Seguramente me obedecerá por temor y respeto".
El rey se levantó de su trono y acudió al portal. Podía oír al loco vociferando, exigiendo que lo admitieran al palacio. Se acercó y le dijo:
"Váyase. No se atreva a acercarse al palacio jamás. No se atreva a contagiarnos. Si no se marcha enseguida, ¡se arrepentirá de su desfachatez!"
Al oir estas palabras, el leproso se puso pálido. No esperó a que el rey cumpliera con sus amenazas, sino que enseguida se echó a correr.
"Pero", prosiguió Rabí Elazar, "cuando llega el amigo del rey al palacio y golpea en la puerta, el rey también desea saber quién está allí. Cuando el portero le anuncia que se trata de su amigo, el rey desea informarle que es bienvenido.
Le llama y le dice: 'Entra, querido amigo, entra, por favor."
Se le oye la amistad y el cariño en la voz. Esta visita le es muy querida y, por lo tanto, el rey no se contenta con que sea el portero quien le abra la puerta, sino que él mismo desea invitarlo a entrar.
"La analogía tendría que ser evidente", le dijo al gentil. "Bilaam es como el leproso que golpeaba furioso en la puerta del palacio, insistiendo que lo admitieran".
¿Cómo le contesta Dios? "Iré Yo mismo a la puerta para enfrentarme con él, no sea que golpee a alguien y entre en el palacio por la fuerza. No se le debe permitir contagiar a ninguno". Y así es que Él mismo fue a hablar con Bilaam.
"Pero Moshé Rabenu es el querido amigo que llega al palacio. Cuando el Señor del Universo oye su voz, Él lo invita a entrar a la Tienda del Encuentro, que es como el palacio real. Sólo a un amigo querido se le invita de esta forma".
"Y ahora", concluyó Rab Elazar, "¿sigue usted insistiendo que el Eterno amaba a Bilaam más que a Moshé Rabenu?"
La caridad previene penalidades
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La caridad previene penalidades
Se cuenta sobre un gran Sabio que tuvo un sueño a comienzo del año, en el cual se le reveló que los hijos de su hermana estaban destinados a perder ese año la suma exacta de setecientos dinares.
¿Qué hizo el Sabio? Durante todo el año visitó a sus sobrinos una y otra vez, y les pidió caridad con todo tipo de excusas y convencimientos, una vez para esta causa y otra vez para otra, hasta que recolectó casi toda la suma excepto diecisiete dinares que no logró llevarse.
El día de fin de año al anochecer, llegó a la casa de los sobrinos un recaudador del emperador, y en su mano una orden para cobrarles diecisiete dinares. Después que le dieron el dinero y el recaudador se fue, se quedaron los sobrinos del Sabio con el temor de que la oficina de impuestos había puesto sus ojos sobre su dinero, y volverían ahora a recolectar más y más.
Cuando contaron su pesar a su tío, este los tranquilizó y les dijo: "¡No tengan miedo! Los diecisiete dinares que pagaron son suficientes, y no tendrán que pagar más".
"¿Y cómo lo sabes?", preguntaron escépticos los sobrinos,
"¿Acaso tienes contactos con los recaudadores de impuestos, o acaso eres un profeta?".
Les contestó el Sabio: "No tengo ningún contacto con los recaudadores de impuestos del emperador, y no soy un profeta ni un hijo de profeta. Pero contactos con el Encargado Superior, el Creador del Universo, sí que tengo."
Ya en el principio del año me fue mostrado exactamente cuánto dinero perderían, y recolecté casi toda la suma para caridad.
Quedaron solamente esos diecisiete dinares que no logré recolectar, y los recaudadores de impuestos vinieron a completar el trabajo.
Deben saber bien, que si no les hubiera recolectado el dinero para caridad, tendrían que haber pagado todos lo setecientos dinares obligatoriamente, no para bien y con mucha pena por el dinero que se hubiera llevado el fisco. Pero ahora ustedes tuvieron el mérito de donar el dinero para objetivos importantes, y ganaron mucho más con los privilegios y la recompensa por la caridad que hicieron.
"Es también muy probable que se enriquecerán, porque cada uno que abre su mano para hacer caridad, está bendecido en todo lo que hace".
Se lamentaron los sobrinos por su gran esfuerzo y le dijeron: "¡Querido tío! Por qué no nos contaste desde el principio que así fue decretado desde lo Alto? Lástima que te cansaste una vez tras otra para venir y convencernos de hacer caridad. Nos hubieras advertido que nos fue decretado perder los setecientos dinares, y hubiéramos dado toda la suma de una vez al comienzo del año".
"Yo quise que lograran hacer caridad por la caridad en sí, sin ningún interés personal y no para salvarse de un Decreto Celestial", les respondió el Sabio.
Los sobrinos le agradecieron, y debido a que así eran las cosas y que aceptaron que cada año se le decreta al hombre cuánto perderá, desde aquel momento ellos buscaron todas las posibilidades y oportunidades para hacer cuanta más caridad posible, entendiendo el gran poder de este elevado precepto.
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¿No puedes o no quieres?
El Yehudi Hakadosh y su discípulo caminaban un día por una carretera en el campo. De repente llegó un campesino, suplicándoles que lo ayudaran.
Les mostró un gran carro a lo lejos y les dijo: "Mi carro de heno se ha volcado, y todo el heno se ha desparramado. ¿Me podrían ustedes ayudar a recogerlo?"
Ellos miraron las gavillas de heno y se negaron, haciendo un gesto con la cabeza.
"No le podemos ayudar. Es una tarea imposible." "Oh, pero sí pueden," contestó el agricultor.
"Si tan sólo lo desearan, ¡sí que podrían! ¡Lo que pasa es que no desean hacerlo!"
El agricultor dio la vuelta, volvió al carro y sólo, se puso a recoger el heno.
El Yehudi Hakadosh se volvió hacia su discípulo y le dijo:
"¿Escuchaste al campesino?
Dijo que si de verdad lo deseáramos, podríamos hacer el trabajo.
Si sinceramente quisiéramos servir al Eterno, entonces, nada nos lo podría impedir, nada nos parecería imposible, nada demasiado difícil. Pero, no queremos hacerlo. Es por eso que inventamos excusas y decimos que no podemos."
El perdón en el bar mitzvá
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El perdón en el bar mitzvá
Era un acontecimiento feliz para todos los presentes: los invitados, la familia y el bar mitzvá mismo. La sala de fiestas de Benei Brak zumbaba con las felicitaciones y los saludos, cuando de repente hubo un silencio total. Una pequeña silueta se encontraba en la puerta, un anciano conocido por todos los habitantes de Benei Brak, aunque casi no salía de su casa.
Todos se levantaron para mostrar su respeto al gran hombre. Se trataba del Steipler, Rab Yaacob Israel Kanievski. A los ochenta y pico de años, ni siquiera participaba en las fiestas de su propia familia. Entonces, ¿cómo es que se encontraba aquí?
Pronto se pudo resolver el misterio. El Steipler preguntó si podía hablar a solas con el niño del bar mitzvá por algunos minutos. Los dos se retiraron a un cuarto donde podían hablar sin ser molestados. Después de algunos minutos, salieron y el Steipler se marchó de la sala.
Enseguida acosaron al niño del bar mitzvá con un bombardeo de preguntas. ¿Qué le había dicho el Steipler? ¿Qué quería de él?
Vencido por la emoción, el niño apenas tuvo la fuerza de murmurar: "Me pidió perdón".
Les reveló que el padre del niño rezaba en la misma sinagoga que el Steipler, la sinagoga de Lederman. Hacía seis años, cuando el niño tenía apenas siete años, el Steipler lo había visto con un libro grande entre las manos y pensó que se trataba de un Jumash. Creyó que el niño estaba aprendiendo cuando debería estar rezando, y lo regañó. El niño se quedó desconcertado, pero se sintió demasiado avergonzado para contestar y meramente enseñó su libro al gran hombre. El Steipler constató que de hecho se trataba de un sidur [libro de rezos]. Quiso pedirle perdón enseguida, pero sabía que según la halajá, el perdón de un niño pequeño no tiene significado.
Así que el Steipler preguntó por el nombre del niño y por su edad y esperó. Después de siete años, hizo investigaciones para saber cuándo y dónde el niño celebraría su bar mitzvá. Cuando llegó ese día, esperó hasta después de anochecer; cuando el niño ya tuviera trece años y se le podía pedir perdón según la ley judía. Fue entonces que el santo Steipler acudió a la sala de fiestas y pidió un perdón oficial al niño.
La lección de la tabaquera
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La lección de la tabaquera
A Rab Jaim Yosef David Azulay, conocido como el "Jidá", le gustaba aspirar rapé, un tipo de tabaco.
En cierta ocasión viajó a Francia para recolectar dinero para la comunidad judía en Éretz Israel. Dondequiera que iba, la gente se peleaba por el privilegio de hospedarlo. Este honor fue otorgado a dos de los miembros más acaudalados y respetados de la comunidad. El Jidá dormiría en casa de uno y comería en casa del otro.
El viernes por la noche, durante la cena de Shabat, el ambiente alrededor de la mesa era tan acogedor que ninguno se daba cuenta de la lluvia y de la tormenta que había afuera.
Cuando llegó la hora para el Jidá de irse a dormir, él y su anfitrión tuvieron que desafiar vientos violentos y lluvias torrenciales antes para llegar a su destino. El Jidá agradeció a su anfitrión, quien se dio vuelta y regresó a su casa. El Jidá entró, y su segundo anfitrión le condujo a una habitación confortable. Agradecido, el Jidá se dejó caer sobre la blanda cama, y dentro de poco se quedó dormido.
En medio de la noche se despertó, y buscó su tabaquera. Pero no se encontraba en la mesa de noche. Se levantó y se puso a hurgar entre sus cosas. Fue entonces que se acordó que la había olvidado sobre la mesa, en casa del primer anfitrión. ¡Pero cómo podría aguantar sin rapé! Sintió que no lograría esperar hasta el amanecer; tenía que tomarlo enseguida.
El Jidá se vistió apresuradamente y salió de la casa. La lluvia se había convertido en nieve. Temblaba de frío mientras caminaba por las calles hasta llegar a la primera casa. Golpeó en la puerta, al principio suavemente. Pero al ver que nadie la abría, empezó a golpear con más fuerza hasta que se puso a aporrear la puerta. Frotándose los ojos de sueño, el anfitrión abrió la puerta, y se sorprendió al ver a su huésped.
"¿Qué pasa?", preguntó ansioso. "¿Por qué ha venido usted con tanta urgencia en medio de la noche?"
El Jidá se apartó y tranquilizó al hombre: "No es nada de gran importancia. Solamente que hace rato olvidé mi tabaquera".
El anfitrión dio un suspiro de alivio y se puso a buscar la tabaquera. No estaba en la mesa. Fue a su habitación para preguntarle a su mujer si ella la había visto. Dijo que la había guardado con llave en el armario de la plata, y que la sirvienta tenía la llave. Entonces el anfitrión fue a despertar a la sirvienta.
Por fin, volvió a su huésped con su trofeo. El Jidá le agradeció profusamente y se marchó. Se apresuró en volver a su cama y puso la tabaquera sobre la mesa de noche.
Pensaba dormirse enseguida, pero no paraba de dar vueltas en la cama. Algo lo molestaba. Analizó los acontecimientos de la última hora, y se quedó muy insatisfecho con su conducta.
"Fijate en lo que hiciste", se reprochó a sí mismo. "Mira toda la gente a quien molestaste, ¡sólo por que anhelabas un poco de rapé!
"Despertaste al buen anfitrión, asustándolo, y luego molestando a él, a su mujer y a su sirvienta mientras que buscaban la tabaquera. Son gente que trabajaron duro el viernes y tuvieron que perder sueño por culpa de tu mala costumbre. ¿Cómo pudiste hacer tal cosa? ¡Deberías estar avergonzado!"
El Jidá no logró tocar su tabaquera. El sueño lo eludía mientras que el remordimiento hacía presa de él. Con ansiedad esperó el amanecer, cuando podría remediar su vergonzosa conducta.
En cuanto sintió que los habitantes de la ciudad se habían levantado, pidió que anunciaran que daría un discurso en la sinagoga principal inmediatamente después de la oración matutina. Les rogaba a todos estar presentes.
Todos acudieron al Bet Hakenéset principal, anhelantes y curiosos por escuchar lo que el sabio visitante iba a decir.
Todos se quedaron asombrados al ver el Jidá en la bimá, llorando.
Con lágrimas corriéndole por las mejillas, el Jidá relató los acontecimientos de la noche anterior. Luego dijo: "Queridos amigos, en otras ocasiones me he dado cuenta de mi bajeza y de mi falta de valía. Pero ahora, cuando pienso en mi conducta de anoche, estoy convencido de que valgo aún menos que la tierra que pisan ustedes.
Fui incapaz de controlar mi deseo por un corto rato y tuve que ceder a mi capricho. Aunque era plena noche, interrumpí el sueño de gente buena y bondadosa sólo para satisfacer mi antojo. ¡No soy mejor que un animal que también se deja gobernar por sus deseos, sin dejar que nada lo contenga!" Sus palabras resonaban por la gran sala.
Estaba postrado y tuvo que componerse. Al poco rato, pudo seguir.
"Por lo tanto me veo forzado de anunciar en público que si desean mostrar su amor por la Tierra de Israel, háganlo desde luego, y contribuyan con generosidad a su comunidad de eruditos de la Torá. ¡Pero de ningún modo deben mostrarme algún respeto u honor, o contribuir por complacerme! ¡No merezco en absoluto su respeto!"
Entonces se volvió hacia el lado este de la sinagoga donde sus anfitriones ocupaban un asiento importante. "Ahora debo rogarles que ustedes me perdonen, así como sus familias y sus sirvientes, por haberles robado el sueño. Y para mostrarles mi sinceridad, les anuncio a todos los presentes en este día que de ahora en adelante, ya no tocaré al rapé!"
La gente reunida en la sinagoga escucharon boquiabiertos. ¡Un rabino y un tzadik les estaba pidiendo perdón! Todos se sintieron profundamente conmovidos. Su sinceridad penetró los corazones de los oyentes y ellos también estallaron en lágrimas, cada uno arrepintiéndose por sus propias faltas. Al poco rato, toda la congregación estaba llorando.
Durante años, los habitantes de aquella ciudad recordaron ese sermón memorable, su propio Shabat de arrepentimiento privado!
Los frutos que causaron dolor
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Los frutos que causaron dolor
Rab Zalman, como su hermano el famoso Rab Jaim de Volozhín, era un discípulo del Gaón de Vilna. Un día, mientras se encontraba en el Bet Hamidrash profundamente absorto en su estudio, se le acercó un hombre con un ejemplar del tratado talmúdico Demai en la mano, sonriendo ampliamente. "He encontrado una explicación [perush] excelente aquí."
Era un judío lituano que pronunciaba la letra "shin" como una "sin", y cuando decía perush, sonaba como perus [fruta]. Con entusiasmo, explicó a Rab Zalman lo que le parecía ser una brillante penetración lógica.
Rab Zalman se dio cuenta que el hombre no había comprendido en absoluto la mishná, y que solamente parloteaba. Rab Zalman se irritó y dijo sarcásticamente: "Perdóneme, señor, pero sus perus son perus demai [los perus demai son los frutos de una persona ignorante). El hombre era bastante astuto para comprender que Rab Zalman había rechazado su explicación. Cerró la mishná y se alejó, profundamente insultado.
Rab Zalman no se había dado cuenta que había hablado tan duramente. Su intención no había sido ofender al buen hombre, sino que había hablado impulsivamente. Y si el hombre no había comprendido la mishná,
¿quién era él, Rab Zalman, para humillarlo tan cruelmente?
Debió haber corregido su error y enseñado cómo comprender la mishná en vez de haber contestado con astucia y sarcasmo. Se levantó de un salto para buscar al hombre y pedirle perdón, pero ya no estaba. Rab Zalman se sintió muy mal. A toda costa deseaba pedirle perdón. Preguntó a todos los que se encontraban en la casa de estudios, pero nadie parecía haber notado a esa persona.
Desde aquel momento, Rab Zalman se sintió angustiado. Todos los días, se dirigía al mercado, o erraba por las calles de Vilna buscando al hombre que había insultado. Miró por todas partes sin hallar ningún indicio de su identidad. Tenía que tratarse de alguien de paso por Vilna que se había marchado inmediatamente después del incidente. Sin embargo, Rab Zalman no se dejó reconfortar. Estaba tan angustiado por la vergüenza que sintió que enfermaba.
Su familia vió su pena, y por fin su suegro, Rab Meir Peslis, decidió encontrar alguna manera de calmar a Rab Zalman.
Por fin, dió con una estrategia. Rab Meir tenía un amigo, un hombre astuto y avispado. Rab Meir le rogó que fuera a Rab Zalman, fingiendo ser el ignorante de Lituania. Diría que había oído que Rab Zalman lo buscaba. Había transcurrido tanto tiempo desde aquel acontecimiento que Rab Zalman sin duda se habría olvidado del rostro del hombre.
El amigo se presentó a Rab Zalman y le ofreció la mano. "¿No se acuerda usted de mí? Le dí una vez una explicación sobre una mishná en el tratado de Demai, y usted, bromeando, me contestó que mis perus eran 'frutos' de demai".
A Rab Zalman no se le engañaba tan fácilmente. Percibió que se trataba de una escena preparada de antemano. Volviéndose hacia el amigo de su suegro, le dijo: "¿Es usted verdaderamente el hombre que avergoncé o está usted simplemente tratando de ayudarme? Si esto es un engaño, entonces me está dañando aún más". El hombre se dio cuenta que no era conveniente seguir con la escena, y admitió que lo había enviado el suegro de Rab Zalman.
Rab Zalman se sintió peor aún. Se afligió y su salud empeoró. Hasta tal punto que incluso su maestro, el Gaón de Vilna, se enteró del asunto.
Rab Eliyahu convocó a su alumno y trató de consolarlo. "Ya has hecho todo lo posible por encontrar al hombre que ofendiste," dijo. "¿Qué más puedes hacer?
Cuando una persona se arrepiente sinceramente de una mala acción y hace lo máximo para reparar el mal, el Eterno lo ayuda y le presta auxilio divino para vencer su yétzer hará. Pero si deja de buscar por todos los rincones, Dios no interviene para ayudarlo.
"Hijo mío, seguramente el Eterno ve con cuánto empeño has buscado a este hombre para pedirle perdón y tratar de reparar el daño que le causaste. Ya no hay más que hacer; has hecho todo lo posible. Estoy seguro que Dios abrirá el corazón de ese hombre para que te perdone."
Rab Zalman oyó estas palabras de consuelo de su maestro y por fin se sintió reconfortado.
Un tiempo para ser generoso
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Un tiempo para ser generoso
Rabi Akibá y otro sabio viajaron para reunir dinero para los estudiosos de Torá que no disponían de medios de subsistencia. Visitaron muchos lugares, yendo de casa en casa para pedir donaciones.
Cierta vez llegaron a las afueras de una ciudad, desde donde podían divisar la mansión de un acaudalado judío llamado Barbujin. Se dirigieron a la puerta y estaban a punto de llamar, cuando no pudieron evitar escuchar una conversación. El dueño de la casa hablaba con su hijo. "Padre, ¿qué debo comprar hoy en el mercado para el almuerzo?", preguntó el hijo.
"Compra algunas verduras", Barbujin dijo.
"Cuáles compro, padre? ¿De la clase que dan una por una moneda, o dos por una moneda?"
"Compra vegetales secos, pues son más baratos."
Los sabios se miraron, y uno dijo: "¡Será mejor que no llamemos a esta puerta. Si el dueño no quiere comprar verduras frescas, debe ser una persona muy mezquina!"
"Visitemos las otras casas de la ciudad primero, y si tenemos tiempo al volver, pasaremos por aqui", dijo el otro.
Con estas palabras se alejaron de la casa de Barbujin, hacia la calle principal. Golpearon en cada casa, y cada uno donaba lo que consideraba que podía.
Ya de regreso, el camino les volvió a llevar a la casa de Barbujin. El dueño de casa se hallaba trabajando en el jardín del frente, y al pasar le saludaron: "¡Shalom aléjem! ¿Puede ayudarnos con una donación para los estudiosos de Torá necesitados?"
No esperaban más de unas cuantas monedas de una persona tan mezquina, pero cuál no sería su sorpresa cuando dijo: "Yo estoy ocupado, pero si pasan al interior de la casa, mi esposa les dará una caja llena de dinares de oro".
Rabí Akibá y su acompañante entraron a la casa, y dijeron a la mujer: "Su esposo dijo que nos entregue una caja llena de dinares de oro para caridad". La dueña de casa no se sorprendió en absoluto, y sólo preguntó: "¿Dijo si debía darles una caja llena hasta el tope o no?" "No dijo eso. En realidad no sabemos qué quiso decir."
"En ese caso, les daré una caja llena. Si esa no fue su intención, entonces la completaré con mis fondos personales."
Acto seguido tomó una gran caja y la llenó con dinares de oro.
Cuando los sabios salieron por la puerta delantera, Barbujin les preguntó, "¿Mi esposa les dio una caja llena?"
"Su esposa no sabía cuánto usted deseaba donar, por lo cual la llenó hasta el tope, y nos dijo que si esa no era su intención ella misma pondría la diferencia."
Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de Barbujin. "Es una buena e inteligente mujer. En realidad, yo quería que les diera la caja llena."
Se calló por unos instantes y dijo: "Deseo que me expliquen una cosa: cuando entraron a la ciudad, debieron pasar por mi casa. ¿Por qué no vinieron primero, en lugar de visitar todas las demás casas?"
Rabí Akibá le explicó: "Habíamos venido aquí primero, pero al llegar a la puerta, no pudimos evitar escuchar cuando su hijo preguntó qué verduras comprar en el mercado. Al escuchar su respuesta, pensamos que si para ustedes mismos gastaban tan poco, entonces darían mucho menos para la caridad. Pensamos que ni siquiera valdría la pena golpear a su puerta".
Una sonrisa aún más amplia se dibujó en el rostro de Barbujin, y explicó: "Es mi privilegio gastar o escatimar en mis gastos personales. No nos pasará nada si comemos las verduras más baratas. Pero cuando se trata de cumplir los mandamientos de Dios, ¡no tengo derecho de ser mezquino!"
La sugerencia del mercader
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La sugerencia del mercader
La posada desbordaba de gente. Había tanta actividad que nadie prestó atención al visitante que acababa de llegar y que nerviosamente iba y venía. Su rostro expresaba una increíble ansiedad.
El hombre era un riquísimo mercader, que miraba sin cesar una cartera de cuero, que por su peso y tamaño parecía contener una considerable suma.
Quinientas monedas de oro descansaban en la cartera y eran la causa de su tremenda ansiedad. Eran el fruto de sus viajes de negocios, y tan abultada suma seguramente atraería ladrones que podrían convertirlo en pobre rápidamente.
Los demás inquilinos parecían ocupados en sus propios asuntos, y nadie le observaba. Nadie, salvo una persona: el posadero, quien le miraba con el rabillo del ojo. Desde el momento en que el mercader había entrado, lo estaba observando.
La abultada cartera y el aire distinguido del inquilino llamaban la atención del hotelero, que sabía descubrir a los ricos. Tampoco su evidente intranquilidad pasaba desapercibida a su aguda mirada.
Mientras lo observaba, notó que la expresión del hombre cambiaba repentinamente. Una sonrisa misteriosa se dibujó en su rostro; interrumpió sus nerviosos pasos, y corrió afuera con la cartera en la mano. El posadero le siguió sigilosamente, y después de unos minutos de caminata el rico comerciante llegó al bosque. Paró y examinó el área; el posadero temió ser visto y se trepó a un árbol. Desde allí podría ver lo que sucedía sin ser visto.
Observó cómo el hombre tomaba una barra de hierro y comenzaba a cavar. Trabajó diligentemente hasta que hizo un pequeño pozo. Tomó ansiosamente su cartera y la enterró en la hendidura; después la cubrió de tierra y la alisó prolijamente. Se paró y suspiró satisfecho, y de pronto se dió cuenta qué cansado estaba. Se sentó contra un tronco para descansar un momento, y después continuó su camino.
El posadero esperó a que el hombre se alejara, ya bajando del árbol desenterró con facilidad la cartera. Con manos temblorosas se apoderó del botín y regresó a la posada.
El comerciante continuó sus viajes aliviado, seguro de que sus quinientas monedas estaban a salvo.
Pasado un tiempo, el comerciante regresó a rescatar su fortuna. Con paso seguro se acercó a su escondite y comenzó a cavar, dando una y otra palada, pero ¿dónde estaba? ¿Cómo pudo haberla enterrado tan hondo? Estaba seguro de no haberse equivocado de lugar. Una mortal palidez se apoderó de sus facciones cuando comprendió que su tesoro había desaparecido. ¡Alguien lo había descubierto! ¡Algún malvado lo había robado!
Así estuvo varios minutos, incapaz de moverse. Pero después comenzó a razonar friamente.
Su primer sospechoso fue el posadero, quien no le había causado una buena impresión. Recordaba que había algo sospechoso en su comportamiento.
El comerciante no sólo había sido bendecido con riquezas sino con inteligencia, y rápidamente tuvo un plan.
Se dirigió a la posada y se acercó al dueño. En voz baja, pidió hablar con él en privado.
"Quiero hablar unas palabras con usted", comenzó. El posadero trató de no demostrar su agitación, pero al ver la tranquila expresión del visitante, sintió que no tenia nada que temer y escuchó con atención.
"Amigo mío, escuché que es usted un hombre astuto, por eso venido a que me aconseje en un asunto muy importante".
Ante la creciente curiosidad del posadero continuó, "Debe ser un secreto, como se dará cuenta. Como verá soy un comerciante y debo llevar conmigo grandes sumas de dinero. Esta vez tengo dos bolsas llenas; una contiene quinientas monedas de oro y la otra ochocientas".
Los ojos del posadero se agrandaron codiciosamente,
El comerciante bajó la voz a un susurro: "Ya escondí una de ellas en un lugar secreto, y todavía no sé qué hacer con la otra, que contiene una suma mayor. Usteda ¿qué piensa?"
"Está pensando en confiársela a alguien?", preguntó el posadero. "Conoce a alguien en quien pueda confiar? Usted es un extraño aquí, ¿a quién conoce?"
Después de una pausa dijo: "Si quiere un consejo, lleve la segunda bolsa al mismo lugar de la primera. Es lo más seguro de todo, es lo que yo haría en su lugar".
El mercader no tenía la menor duda de que el posadero era el ladrón. Hizo como si pensara en la idea, y dijo: "Creo que tiene razón. Gracias por el consejo".
Se fue de la posada, y el dueño debía actuar rápidamente, pues pensó que si el comerciante no encontraba la bolsa en su lugar, no enterraría la segunda. El posadero corrió al bosque a enterrar la bolsa con las quinientas monedas de oro. Pensó que era una buena inversión, pues pronto se enriquecería aún más con las otras ochocientas monedas.
Poco después de que el posadero abandonó el bosque llegó el comerciante, y cavó el pozo una vez más. Pero no para enterrar la segunda bolsa, sino para recuperar la primera y única..
Cuando la tuvo en sus manos, elevó sus ojos al Cielo y dijo con gran sentimiento: "Bendito sea Aquel que devuelve la propiedad perdida a su dueño".
Nada tiene dueño
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Nada tiene dueño
Era después de medianoche. Toda la ciudad dormia, o al menos eso era lo que creía el ladrón que se introdujo en el sótano de Rab Noson Adler, el "Gran Aguila", para llevarse un poco de leña..
Rab Noson Adler, el brillante talmudista y cabalista, no dedicaba todas las horas de la noche a dormir, y se hallaba totalmente despierto. No había escuchado entrar al ladrón, pero lo vió salir cargando el puñado de palos.
"¡Hefker! ¡Hefker!", gritó en la tranquilidad de la noche, lo que significaba que no pensaba reclamar la leña; ya no era de su propiedad, y por lo tanto no la consideraba robada.
Como no estaba seguro que el ladrón había entendido el significado de sus palabras, salió de la casa para perseguirlo y darle explicaciones. Pronto lo alcanzó, y el hombre temblando de miedo por haber sido atrapado, esperaba ser insultado y arrestado. En cambio, Raba Noson le dijo: "Tiene suerte, amigo mío, que estaba ala lado de la ventana en el momento que eligió tomar la leña. Si no hubiera estado allí, o si hubiera sido otra persona, ¡sería culpable de robo! ¡Y eso está prohibido por la Torá!"
Por cierto el ladrón no esperaba palabras de esa índole, y confundido dejó caer el atado. Al caer se desató, y los palos se desparramaron en todas direcciones.
Antes de que el ladrón pudiera pronunciar palabra. Rab Noson se agachó y comenzó a juntarlos. Después entregó la leña al asombrado ladrón diciendo: "Lamento mucho haberlo ayudado a cargar este pesado bulto, pues ésa es otra mitzvá de la Torá. Todo el mundo lo sabe, pero no sé por qué se me escapó de la mente".
A la mañana siguiente, cuando Rab Noson recordó lo sucedido, decidió renunciar a todas sus posesiones, no fuera que algún otro ladrón con menos suerte que el de la noche anterior fuera culpable de robo. Por lo tanto colgó en la puerta de su casa un cartel que decía: "Todo lo que hay en esta casa es hefker, no tiene dueño".
¿De dónde vendrá mi ayuda?
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¿De dónde vendrá mi ayuda?
En Rusia había sido decretada una ley estableciendo que los destiladores y fabricantes de cerveza y whisky debían pagar un impuesto de acuerdo con sus ventas. Para determinar las ventas, el gobierno instaló un sistema para medir la cantidad de licor que fuera retirado de los barriles.
Reb Shemuel era el dueño de una gran destilería, y debido a su honradez no hizo el menor intento de falsificar las medidas. Pero uno de sus empleados gentiles no era digno de confianza. Había descubierto un pequeño agujero en la base de uno de los grandes barriles, a través del cual podía extraer whisky para su propio uso que ni el dueño ni el gobierno se dieran cuenta.
Así podía haber continuado robando, si no hubiera sido que otro empleado lo descubrió, y amenazó con delatarlo a Reb Shemuel si no lo hacía su socio. De modo que dos personas tomaban el licor sin hacer el reporte correspondiente.
Esto no les hubiera causado ningún problema si se hubieran puesto de acuerdo en la manera de distribuirlo, pero uno acusaba al otro de hacer trampa. Por fin, uno de ellos se presentó a las autoridades. La policía llegó de improviso a la destilería y arrestó al ex-socio, quien a su vez clamaba ser inocente. "El dueño del lugar es el culpable, pues nos hizo robar para desviar el sistema de medición y lograr así más ganancias", declaró el detenido. La policía le creyó, y en su lugar arrestó a Reb Shemuel culpándole de evadir los impuestos, lo que en Rusia era una seria ofensa.
El castigo era una elevada multa, el exilio y el trabajo forzado en un campamento de Siberia, y la confiscación de toda su propiedad. La familia de Reb Shemuel realizó todos los esfuerzos posibles para probar su honestidad e inocencia, y finalmente lograron que fuera puesto en libertad pagando una elevada suma hasta el juicio. Cuando fue liberado, Reb Shemuel viajó a ver al Lubavitcher Rebe para pedirle su consejo y ayuda.
Al llegar encontró una numerosa concurrencia esperando ver al Rebe, por lo que el asistente le dijo que debería esperar varios días antes de que llegara su turno.
"Varios días?", dijo titubeando y perdiendo todas sus esperanzas. Cada momento era crucial, pues debía preparar su caso para presentarlo en el juicio. Desesperado relató su triste historia asistente, quien muy conmovido prometió que le haría pasar al día siguiente. Esa noche, Reb Shemuel se dirigió al Bet Midrash, para rezar y recitar Tehilim, y llorar profundamente, llenando la habitación con ronca y quebrada voz. Cuando llegó su turno se sentía arruinado, doblegado, y casi no podía hablar. Lentamente, el Rebe le fue extrayendo el relato del juicio pendiente y de sus probables consecuencias. "Algunos de mis empleados son deshonestos, y mentirán para difamarme. ¿Cómo podré luchar contra eso, después de haber sido toda la vida honrado y derecho?". dijo suspirando profundamente. "¿De dónde vendrá mi ayuda?", dijo recordando las palabras de Tehilim tan familiares para él.
Cuando terminó, el Rebe le dijo: "Escucha mi consejo; cuando te encuentres con un judío que diga esas mismas palabras, ayúdalo todo lo posible. Al hacerlo tú mismo serás ayudado"
Reb Shemuel partió con elevados ánimos; era otro hombre, y confiaba en que Dios le ayudaría.
Cuando llegó a su pueblo, fue recibido como un héroe. No le habían visto desde antes de que fuera detenido. Después de que sus familiares y amigos le dieran la bienvenida y le desearan éxito en su próximo juicio, le contaron las últimas novedades.
Su amigo Reb Jaim, una persona derecha y honesta como el propio Reb Shemuel, acababa de sufrir una terrible desgracia. Tenía una familia numerosa, a la que mantenía trabajando en un restaurante de su propiedad ubicado cerca del río que atravesaba la ciudad. Su casa y su negocio se habían incendiado por completo, y no sabía cómo mantendría a su familia, y cómo vivirían sin un techo sobre sus cabezas.
Reb Shemuel quedó muy impresionado, y corrió a ver a su amigo para ayudarlo en lo posible. Se dirigió al lugar donde pocos días antes se hallaba la casa y el restaurante de Reb Jaim. Desde lejos se sentían en el aire los vestigios del humo, y al llegar lo encontró parado en medio de las ruinas de su hogar, su cabeza gacha, su expresión muy seria.
Apenas Reb Jaim sintió su presencia, le miró y sus ojos se iluminaron. Todos sus problemas pasaron al olvido, ante el amigo que había sido liberado aunque sea temporalmente
"Reb Shemuel, ¡cuánto me alegro de verlo! ¡Bendito sea Aquel que libera a los presos!"
Pero Reb Shemuel sintió gran dolor ante el desolador cuadro, y trató de encontrar las palabras adecuadas para consolar a su amigo.
Por fin le preguntó: "¿Cuánto dinero necesita para reconstruir su casa y su negocio?"
Reb Jaim levantó las cejas asombrado y preguntó qué quería decir. Pero Reb Jaim esperaba la respuesta a su pregunta.
Cuando escuchó la cifra, dijo sin titubear que estaba dispuesto a hacerle un préstamo aunque fuera una cifra muy elevada.
"¿Cómo podré aceptarlo?", preguntó Reb Jaim. "No sé cuándo seré capaz de devolverlo, y además tú mismo estás en problemas. Tienes un juicio pendiente, y necesitas la mejor defensa que el dinero pueda comprar. No, mi querido amigo, no puedo aceptar tu generosa oferta. Con toda seguridad, ¡Dios me ayudará! Como está escrito en Tehilim: ¿De dónde provendrá mi ayuda? Mi ayuda viene del Eterno, el Creador del Cielo y de la Tierra'. El Creador es Todopoderoso, y seguramente vendrá en mi ayuda."
Esas palabras sonaron en la mente de Reb Shemuel como una hermosa melodía, pues de pronto recordó lo que el Rebe le había dicho. "Cuando te encuentres con un judío que diga esas palabras, ayúdalo todo lo posible". Esta sería la llave de su propia salvación.
"Reb Jaim, insisto que tome el dinero", rogó a su amigo.
Pero Reb Jaim lo rechazó; a pesar de la difícil situación que atravesaba, sin casa ni medios de subsistencia, no tomaría el dinero de su amigo pues lo necesitaba para ganar el juicio.
"Tómalo como un préstamo! ¡Debes aceptar! No puedes negarte, pues significa mucho para mí ver que vuelves a tu vida normal. En cuanto a mí, ¡Dios también se hará cargo!"
Después de mucho rogar y persuadir, Reb Jaim acepto la oferta. Reb Shemuel sintió que un gran peso se le quitaba de encima, al ver a su amigo aliviado, y con excelente espíritu regresó a su casa a buscar el dinero.
Reb Jaim se conmovió hasta las lágrimas al recibir el préstamo que le permitiría rehabilitarse, y murmuró agobiado de emoción: "Deseo con todo mi corazón que tengas éxito en tu próximo juicio. Que Dios te libere del tan terribles cargos, y traiga a luz tu inocencia".
El tiempo pasó lentamente, y por fin llegó el día del juicio. Reb Shemuel fue introducido en la corte y ubicado al lado de su defensor. Del otro lado, frente al juez y al jurado, sus amigos y familiares lloraban y recitaban Tehilim, rogando que la decisión del juicio fuera buena. El juez llamó la atención con su martillo, y comenzó el juicio. Los testigos fueron llamados uno tras otro, entre ellos los dos empleados que habían acusado falsamente a su empleador. Hasta en la sombría corte persistían en sus mentiras. "Sabíamos que era deshonesto desde hace tiempo, pero amenazaba con despedirnos si osábamos decir algo", decían. Después que los testigos hubieran testificado, el abogado acusador resumió el caso en una frase llena de odio y prejuicio. "Ante nosotros", dijo dirigiéndose al juez y al jurado, "está el malvado criminal que se aprovechó de inocentes trabajadores para engañar al gobierno. Exijo justicia en la corte, exijo que el jurado dé el veredicto de culpable y le castigue con toda la severidad de la ley."
A su vez, Reb Shemuel se levantó para decir algunas palabras en defensa propia. Pero antes, observó a las dos filas del jurado, a aquellos de quienes dependía su destino. Sus rostros reflejaban el veneno que la acusación había implantado en sus corazones. Reb Shemuel podía predecir el resultado del juicio.
Se levantó abatido, y emitió unas palabras que a esta altura le parecían inútiles: "Soy inocente, honorable Jurado. No tengo la culpa de nada.
Soy la víctima de una terrible mentira, de una difamación. Nunca he tomado un centavo que no fuera mío; nunca hice trampa ni engañé a nadie. Por favor, ¡créanme!"
Cayó de un golpe en su asiento; hundió la cabeza entre sus manos, y comenzó a llorar en silencio.
Era el turno del juez de resumir el caso antes de que el jurado se retirase para discutir y llegar al veredicto. Su deber era aclarar los puntos de la ley para guiarlos en su decisión.
"Lo que resta ahora es determinar a quién creer, al judío que está delante nuestro o a sus dos empleados, quienes admitieron que eran cómplices del crimen. Pero antes de que se retiren para tomar una decisión, quiero contarles una pequeña historia."
Todos los ojos se tornaron al juez con gran curiosidad; ¿qué historia podría arrojar luz en éste caso? Y comenzó así:
Un joven de familia aristocrática, decidió cierta vez viajar en busca de fortuna. Viajaba en tren, y al llegar a su destino descubrió que la valija con sus papeles y su dinero había sido robada. Se bajó del tren sin saber qué hacer. Ni siquiera tenía su billete de regreso. Desconcertado, vagó durante todo el día por la estación sin saber a dónde recurrir. Su creciente apetito no lo ayudaba tampoco; nadie le prestaba atención en la bulliciosa terminal. Al caer la noche, se acostó en uno de los bancos y se durmió con gran inquietud.
La vida no parecía rosa tampoco a la mañana siguiente, y se preparaba a mendigar comida y un billete de tren, cuando un hombre se le acercó. Era un comerciante que acababa de bajar del tren, y que había visto al desdichado joven.
Con aguda observación, notó que no era un vagabundo, sino un aristocrático joven en apuros. Le palmeó el hombro y le preguntó: "¿Quiere compartir conmigo una taza de café? Me parece que le vendría muy bien". El joven estaba demasiado emocionado para hablar.
Apenas asintió con la cabeza, y se dejó llevar a un restaurante cercano. El bondadoso comerciante le ofreció una comida reconfortante, y las cosas parecían mejorar. El joven le relató lo sucedido el día anterior, y le explicó que no tenía el dinero para comprar el billete de regreso. Sin dudarlo, el buen hombre fue a comprarlo y le dio algún dinero para sus gastos.
El joven le agradeció de todo corazón, y le rogó que le diera su nombre y dirección para devolverle el dinero cuando estuviera de regreso en su casa. El hombre se negó y le dijo, despidiéndose: "Que tengas buena suerte!"
"Desde entonces pasaron muchos años", continuó el juez. "El joven se hizo adulto, y se convirtió en juez. No es otro que quien tienen delante suyo. Se deben estar preguntando quién fue el ángel bondadoso que me ayudó sin siquiera conocerme. Permítanme decirles que era el mismo hombre que hoy está sentado en esta corte, el acusado, ¡Reb Shemuel!"
El juez hizo una pausa, en espera de lograr una mayor impresión, y continuó: "He buscado en vano a mi benefactor durante muchos años, pues quería pagarle mi deuda. Estando en la estación de tren, rodeado de cientos de personas, sólo el comerciante judío se interesó por mí y me ayudó en un momento de necesidad. Cuando llegó hoy a la corte, le reconocí inmediatamente, y ahora les pregunto: ¿Creen que un hombre de carácter tan noble es capaz de mentir? Sin insiste que es inocente de todo crimen, ¿no debemos creer en sus palabras? Por cierto no es un mentiroso. ¡Por cierto no es un ladrón! Antes de que lleguen a su veredicto, miembros del jurado, espero que tomen en cuenta mi propia referencia. Sepan quién es Reb Shemuel antes de tomar una decisión"
El juez inclinó su cabeza al secretario de la corte quien dirigió al jurado a sus habitaciones. Sus deliberaciones fueron cortas; cuando regresaron, su representante anunció el veredicto: "El acusado es inocente de los cargos".
Reb Shemuel estaba atónito. Casi no podía creer lo que había escuchado; pero una voz interior repetía algo que había escuchado hacía poco: "Cuando desees ayudar a otro judío, Dios vendrá en tu ayuda".
Dos horas menos
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Dos horas menos
Un discípulo de Rab Israel Salanter que vivía en una ciudad distante, escuchó que su Rebe pasaría por allí en un próximo viaje y pensó convencerle de que pasase el Shabat en su casa. Sabiendo cuán cuidadoso era en todo lo que hacía, describió al Rebe sus propias prácticas de la kasherut y su observancia de las mitzvot. La carne la compraba a un carnicero conocido por su impecable nivel de kasherut y su yirat shamayim, su devoción.
Su cocinera era la viuda de un conocido estudioso de Torá quien revisaba meticulosamente todo lo que cocinaba, y las comidas del Shabat poseían gran santidad. A través de la comida se expresaban pensamientos relacionados a la Torá, y se cantaban zemirot (cánticos religiosos) con gran fervor.
La mesa brillaba con una atmósfera de santidad. "No es raro", comentaba orgulloso el discípulo, "que la comida del Shabat se haya prolongado hasta después de la medianoche."
Si pensaba impresionar al Rebe estaba equivocado. Rab Israel aceptó la invitación, pero con la condición que su anfitrión acortase en dos horas la comida.
Emocionado ante la afirmativa de su Rebe, el joven aceptó la extraña condición del honorable invitado. No le importaba ser restringido, pues lo más importante era que había aceptado. El venturoso día llegó, y Rab Israel llegó a pasar el Shabat. En la comida de la noche, el joven anfitrión hizo servir un plato tras otro sin siquiera hacer una pausa entre ellos.
Apenas terminaron de comer, se trajeron el mayim ajaronim (el agua para lavarse después de la comida) para el recitado del birkat hamazón. El discípulo se dirigió a su Rebe sin poder contener sus sentimientos, y con lágrimas en los ojos preguntó: "Por favor, dígame ¿qué falta ha encontrado en mí o en mi mesa de Shabat, para obligarnos a apurarnos de esta manera y acortar la comida en dos horas?"
En lugar de responder, Rab Israel pidió hablar con la cocinera. Al entrar a la habitación le dijo: "Por favor perdóneme por haberla incomodado tanto esta noche. Por mi culpa, se vió obligada a apurarse al servir la comida, trayendo un plato tras otro. Espero que no se haya enojado".
Ante la sorpresa la cocinera replicó: "¡Bendito sea usted, honorable rabino! ¡Ojalá pudiera venir todas las semanas! Por lo general la comida del Shabat se prolonga mucho, hasta tarde en la noche, y casi no puedo mantenerme en pie después de un arduo día de trabajo. Sin embargo esta noche podré ir a descansar más temprano a mi casa. ¡Qué felicidad!"
Cuando terminó de hablar, Rab Israel se volvió a su anfitrión y le dijo: "Las palabras de la cocinera son la respuesta a su pregunta. Su mesa de Shabat, con preciosos cantos y pensamientos de Torá por cierto le dan gran crédito, pero cuando son a costa de una cansada viuda, no son tan loables como piensa"
¿Qué significaban las noticias?
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¿Qué significaban las noticias?
Antes de convertirse en Rebe, Rab Zusha era un santo oculto, un judío errante. Nadie conocía su grandeza interior.
Cierta vez, Rab Zusha se hallaba en un Bet Hamidrash de una lejana ciudad, y de pronto irrumpió una mujer gritando y preguntando si alguien había visto a su esposo.
Después de hacerle varias preguntas, los presentes se informaron que el esposo había desaparecido desde hacía mucho tiempo, y que no le dejó un centavo. Tampoco podía volver a casarse pues no le había dado el divorcio, La mujer recorría pueblo tras pueblo en su busca, con la esperanza de que algún día le encontraría. Dondequiera que iba preguntaba si habían visto a su esposo, y daba las señas correspondientes.
Cuando Rab Zusha escuchó a la pobre mujer, se levantó y le dijo que se dirigiera al albergue del pueblo, pues lo encontraría allí.
Sin siquiera preguntar cómo lo sabía, se dírigió al hogar de hospitalidad del lugar, lo encontró. ¡Había encontrado a su esposo perdido!
Toda la ciudad estaba convulsionada. ¿Cómo supo éste desconocido, un hombre tan simple, dónde estaba el esposo de la mujer, si ni siquiera había entrado al albergue? ¿Acaso era un hacedor de milagros, un santo desconocido?
Cuando la gente corrió a preguntar a Rab Zusha, éste dijo sencillamente: "Se equivocan al pensar que hubo un milagro o que tengo intuición divina. Lo que sucedió fue que hoy en la mañana escuché la conversación de dos hombres, y uno decía que un extraño había llegado al albergue de la ciudad. Me pregunté por qué fui elegido para escuchar tal conversación, y qué importancia tenía para mí. Por cierto había una razón. Todavía estaba intrigado por la innecesaria información recibida, cuando de pronto entró esa mujer preguntando por el esposo desaparecido. Entonces llegué a la conclusión que debía ser el recién llegado, y le dije que fuera para allí".
Ahora habían comprendido los presentes, que no se trataba de un milagro sino de una señal de la grandeza del rabino. Él, que siempre había sido cuidadoso en cumplir el precepto de "no pronunciarás un falso informe", que se había mantenido siempre alejado de las habladurías, sólo él podía tener el mérito de escuchar cosas que fueran de utilidad.
La amistad restablecida
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La amistad restablecida
Rab Alexander, un sabio que vivió hace muchos años, relató la siguiente historia:
Cierta vez había dos hombres que se ganaban el sustento transportando bienes con sus dos asnos. Reubén y Shimón eran buenos amigos desde su niñez, y aunque trabajaban en lo mismo, se ayudaban entre sí, enviándose clientes uno al otro cuando no podían recibirlos ellos mismos.
Pero, como sucede a menudo, los dos amigos discutieron y comenzaron a odiarse. Con el tiempo olvidaron la causa de su enemistad, pero el odio persistía. Se negaban el saludo, y si se veían por la calle trataban de evitarse cruzando al otro lado.
Una mañana Reubén salió a trabajar. Debía transportar dos grandes bolsas de trigo a otra ciudad. Las bolsas no estaban bien balanceadas, y hacía mucho calor. El pobre asno estaba muy incómodo pues las bolsas no estaban bien atadas en su lomo, y lo empujaban con cada paso que daba. Caminaba cada vez más lentamente, hasta que paró y cayó bajo el peso de su carga, siendo incapaz de levantarse.
Reubén hizo lo imposible para convencerlo de que se levantase, pero sin resultado. El animal no quería ni podía moverse.
Comenzó a buscar las riendas, tratando de desatar las bolsas, pero se habían enredado, y el pobre Reubén no podía hacer nada. Estaba desvalido al lado del animal caído, con el ardiente sol de verano sobre su cabeza y el sudor rodando por la cara y la espalda. Miraba el camino con la esperanza de que alguien le ayudase, pero estaba totalmente desierto.
Así transcurrió un largo tiempo, sin saber qué hacer. De pronto vió un punto en el horizonte, que se movial con rapidez. Era un hombre con un asno, y seguramente le ayudaría. Reubén esperó unos minutos, y de pronto su corazón decayó; era Shimón, su enemigo.
Shimón avanzaba por la ruta, caminando al lado de su cargado animal y se acercó a Reubén, quien tenía la esperanza de que su amigo de antaño se apiadara de él y de su asno. Quién mejor que él, el dueño de otro asno sabría cuán indefenso estaba. Pero Shimón siguió su camino. Desesperado, Reubén no sabía cuánto debería esperar a otro viajero. Y de pronto, Shimón paró a su asno: parecía estar pensando. Recordaba lo que estaba escrito en la Torá: "Si ves al asno de tu enemigo agobiado pora su carga, ¿te abstendrás de ayudarlo? Ciertamente deberás ayudarle". Shimón comprendió que el versículo se refería a la presente situación, y mientras tanto Reubén esperaba lleno de esperanzas....
Shimón regresó al lugar en que se hallaba Reubén, y sin decir palabra comenzó a desatar los nudos de la cuerda con sus ágiles dedos. El asno pudo volver a pararse, pero ahora venía la parte más difícil: cargar otra vez las bolsas. Uno de ellos debía levantar la pesada carga, mientras el otro sostenía las cuerdas y las ataba con fuerza. Debían trabajar juntos, poniéndose de acuerdo. "¡Levanta!", decía uno. "Sostén la cuerda!" decía el otro. ¡Bájala un poco! ¡Balancéala con cuidado!"
Cuando por fin terminaron, Shimón se felicitó y dijo: "¡Un trabajo bien hecho!" "Es cierto! ¿Cómo podre agradecerte? Sin tu ayuda estaba perdido. ¿Cuánto tiempo se puede soportar este sol ardiente? Estoy verdaderamente agradecido."
De pronto, los dos hombres se dieron cuenta de que no sólo se hablaban, ¡sino que sonreían como viejos amigos! ¡La barrera que los separaba había desaparecido!
Reubén pensaba cómo pudo creer que una persona tan buena, que había trabajado tanto por él fuera un malvado. ¡Qué bondadoso había sido al detenerse, sin siquiera esperar su agradecimiento!
Por fin dijo: "Veo que caminas en la misma dirección que yo. ¿Por qué no vamos a la misma posada? Deseo invitarte un bien merecido trago. Es lo menos que puedo hacer para retribuir tu bondad".
Shimón aceptó, y cuando comían y bebían juntos, borraron el último sentimiento de enemistad había entre ellos, y desde entonces volvieron a ser grandes amigos.
Abre los ojos a los ciegos
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Abre los ojos a los ciegos
A una edad muy avanzada, la vista de Rab Jaim Kapusia comenzó a decrecer, hasta quedar ciego.
Cuando esto se supo, ciertas personas malignas comenzaron a hablar mal del rabino. Le acusaban de haber aceptado un soborno cuando actuaba como juez, pues la Torá dice que el soborno ciega al sabio. "Por eso hoy está hundido en la oscuridad", decían.
Rab Jaim no dejó de defenderse ante tales insultos, y contestó con las palabras del Rey David: "A pesar de que camino por el Valle de la Oscuridad no temeré al mal..." En cuanto a sus palabras de que él estaba hundido en la oscuridad, citó lo siguiente: "A pesar de que estoy en tinieblas, el Eterno es mi luz".
Sus certeras palabras no fueron suficientes para silenciar las malas lenguas, y la gente continuaba calumniándolo al preguntarse por qué otra razón se habría vuelto ciego a su avanzada edad.
Cuando Rab Jaim comprendió que debía poner fin a la maliciosa charla, convocó a toda la congregación a la sinagoga.
Comenzó su discurso placenteramente, pero al finalizar dijo:
"Yo sé, honorable audiencia, que hay personas que están arruinando mi buen nombre. Dios es testigo de que soy inocente del pecado del que me acusan. Mi ceguera no es el castigo por haber aceptado sobornos".
"Si hay entre los presentes alguien que me haya sobornado o a quien favorecí con la ley, que se enfrente a mí, y ante Dios y ante esta honorable asamblea. Ustedes serán mis testigos; pido a Dios, el Dios de la justicia, que si lo que se dice de mí es cierto, que mis huesos se sequen y caiga delante de ustedes. Pero si soy inocente, que sea la Voluntad Divina que mis ojos se vuelvan a abrir para poder ver el sol otra vez. ¡Que toda esta congregación vea que existe un Juez de la verdad y de la justicia!"
Apenas Rab Jaim dejó de hablar se realizó el milagro. ¡Podía volver a ver! Miró a su alrededor con pavor y asombro, señalando a los distintos miembros de la congregación y llamándolos por su nombre y título.
Todos presenciaron el milagro, y comprendieron la grandeza y honestidad de su santo rabino.
Desde ese momento firmó su nombre como "Hashem Nisi Jaim Kapusi". En recuerdo del milagro que Hashem hizo con él.
La nube de humo
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La nube de humo
El Zar Nicolás de Rusia odiaba a los judíos. Se enorgullecía de ser un furioso antisemita, y utilizaba todo su poder para oprimir a sus súbditos judíos con severos decretos y leyes insoportables. Sin embargo, cada tanto frustraban sus intentos, pues los judíos descubrían sus planes de antemano, lo que les permitía anularlos a través de su vasta influencia en todos los campos.
Ello enfurecía al Zar, y lo lanzaba en busca de nuevas maneras de hostigar y destruir a los judíos. Deseaba con todo su corazón verlos desaparecer de la faz de la Tierra.
Por fin creyó tener la solución, un método probado para liberar al país de judíos. El Zar llamó a sus ministros más importantes a una reunión de emergencia. Cuando llegaron, encontraron a su monarca excitado y nervioso. Mirando a cada uno, comenzó a hablar: "Les he invitado hoy para informarles que encontré la solución al problema que nos molesta a todos. Probablemente saben que me refiero a los judíos. Debemos deshacernos de esa raza de una vez por todas, y si no, obligarlos a convertirse.
Como se darán cuenta, el plan debe permanecer en secreto. Nadie debe tener la mínima idea de ello, pues puede arruinarse antes de ser llevado a cabo. A pesar de que nos gustaría mucho que se convirtieran, no debemos confiar en ello pues los judíos son terriblemente obstinados. Su religión es lo que los une y los mantiene vivos.
Nuestro primer golpe debe ser contra sus hijos. Debemos destruir su educación cerrando los jederim y las yeshibot, así como sus lugares de reunión, las sinagogas. Y por fin, debemos prohibirles que cumplan dos mandamientos en especial: el Shabat y la circuncisión.
"Hoy fueron invitados para escuchar las líneas generales de mi plan. Depende de ustedes, mis valiosos ministros, preparar un plan de trabajo para llevarlo a cabo. Pero hasta que el programa esté listo en todos sus detalles para ser puesto en acción, deben mantenerlo en secreto. Porque si los judíos llegan a sospechar algo, van a dar vuelta el mundo para evitar que se proclame la ley."
Los ministros aceptaron el plan de todo corazón. El Zar continuó: "Estas leyes van a ser promulgadas dentro de cinco meses. La fecha exacta es el primer día de la festividad de Pésaj. El trabajo de ustedes consiste en discutir los detalles del plan y mandar una copia del decreto en un sobre sellado a cada ciudad y pueblo de Rusia. En él estará escrito: 'Para ser abierto en tal y tal fecha para actuar de inmediato'. De esta manera los judíos, que tienen espías en cada departamento del gobierno, no tendrán la posibilidad de enterarse de la nueva ley.
Sólo por seguridad, ustedes permanecerán en el palacio hasta haber completado su tarea. Ahora están completamente aislados del mundo; nadie puede acercárseles, ni ustedes pueden irse de aquí. Estarán bajo una fuerte custodia mientras preparan los detalles. Espero que para la medianoche hayan completado el proyecto.'
Los ministros intercambiaron miradas en estado de estupor. Tal cosa no tenía precedentes; estaban acostumbrados a las locas ideas del rey, pero esto era distinto de todo lo que había ordenado anteriormente.
Incapaces de protestar, los ministros se sentaron a trabajar en un plan que movilizaría a toda Rusia.
Después de pocas horas de concentrada labor, mucho antes de la hora fijada por el Zar, el plan definitivo había sido trazado y estaba listo para ser llevado a cabo. La copia fue colocada sobre el escritorio del Ministro del Interior. De pronto se abrió la puerta, y el Zar en persona entró; sin decir palabra se dirigió directamente al escritorio, revisó el contenido del programa, dijo una maldición y arrojó los papeles al fuego de la chimenea. Dando la vuelta se retiró del cuarto.
Los ministros se miraron alarmados. ¿Cuál era el significado de tan súbito comportamiento? Habían empleado tanto tiempo y esfuerzo en el plan que el Zar arrojó al fuego, sin dar siquiera una palabra de explicación. ¿Y ahora qué harían?
Las opiniones se dividieron; algunos querían regresar a sus hogares, y otros, temerosos de la furia del Zar, sugirieron permanecer hasta la hora límite, la medianoche. Por fin, uno de ellos recordó a los demás que en el cuarto contiguo les esperaba un refrigerio. Parecía muy oportuno ir a descansar, y comer y beber. Todos aceptaron la sugerencia.
Se sentaron alrededor de la mesa y comenzaron a comer. De pronto escucharon pesados pasos. El Zar Nicolás entró al cuarto acompañado de dos guardias. Les miró con satisfacción y dijo: "Después de un trabajo tan pesado, por cierto que se merecen descansar. Pero sólo entréguenme el programa completo que prepararon para mi.
¿A qué se refería el Zar? ¿Estaba esperando otro plan? Con toda seguridad no podía pretender que prepararan otro tan rápido, sobre todo sin haberles dicho qué lea disgustaba del primero. Un ministro reunió todo su coraje y dijo: "Cómo puede su majestad esperar que hayamos formulado otro plan en un plazo tan corto?"
El Zar se puso lívido de rabia. Cerrando sus amenazadores puños dijo: "¿Qué quieren decir? ¡Me prometieron terminar el trabajo para la medianoche! ¿No es suficiente tiempo para hombres tan inteligentes? ¿Qué derecho tienen de estar aquí sentados, tragando comida como cerdos, si no realizaron su trabajo?" "Cuando su majestad arrojó el nuestro plan al fuego, pensamos que había abandonado su proyecto", respondió el hombre.
"Que yo quemé su plan?! ¿Qué estupidez está diciendo?", el Zar gritó como un trueno. "¿Qué es esto, una traición? ¿Un complot en mi contra?" Rápidamente se volvió a sus guardias, y les ordenó arrestar a todo ela grupo de ministros. En pocos segundos, seis fornidos cosacos irrumpieron en la habitación, a la espera de instrucciones.
Uno de los dos guardias murmuró al oído del Zar: "Acaban de decir que su majestad estuvo aquí hace pocas horas. Ello es una mentira completa, pues no ha dejado su oficina en todo este tiempo. ¿Por qué no interroga a los guardias cosacos? Pregúnteles si le han visto". El Zar se volvió a los rudos soldados y les preguntó: "Han dejado pasar a alguien a este cuarto desde que fueron puestos en custodia de los ministros?"
"Aparte de su majestad, a nadie".
"Qué quieren decir? ¡No anteriormente!", gritó el Zar. "Pero si su majestad estuvo aquí hace dos horas!", insistieron los guardias cosacos. "Estamos seguros, ¡todos le vimos!"
Ahora era el Zar quien palideció. "Pero he estado sentado en mi habitación todo el tiempo, desde el mediodía. Nunca salí de allí; ¿qué significa esto?" Pensó un momento, y dijo suspirando: "Ya sé, debe haber sido un ángel enviado por el Dios judío para. proteger a Su pueblo elegido, para quemar el decreto en su contra. Ahora veo que el Cielo no desea que los judíos sean destruidos, y an pesar de todas mis precauciones, Él siempre les protegerá".
El peligro sin la Torá
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El peligro sin la Torá
Cuando en la época del imperio romano se prohibió a los judíos el estudio de la Torá, Rabí Akibá se burlaba de la ley y reunía gran cantidad de gente para enseñarla públicamente.
Cuando Papus ben Yehudá vió lo que sucedía, preguntó a Rabí Akibá: "No tienes miedo de las consecuencias, que los romanos te castiguen?"
Rabí Akibá respondió: "Me asombra mucho que una persona como tú, que tiene reputación de sabio, haga tal pregunta. ¡Pareces un tonto!"
Papus no comprendía por qué se le consideraba un tonto, y entonces Rabí Akibá le contó una parábola:
"Un zorro que paseaba por la orilla de un río, observó que los peces estaban en la superficie. "De qué se escapan? ¿De qué tienen miedo?", les preguntó. "Tenemos miedo de las redes de los pescadores, que fueron lanzadas al agua para atraparnos", le contestaron.
El zorro sugirió, "por qué no salen del agua, y así viviremos juntos?" Se rieron de la tonta idea y le dijeron: "Si corremos peligro en el agua, que es nuestra fuente de vida y nuestro sostén, cuánto más seremos amenazados en la tierra, donde seguramente moriremos".
"La moraleja debe ser evidente, Papus", dijo Rabí Akibá. "Si nosotros los judíos arriesgamos nuestras vidas al estudiar Torá, al dejar de estudiar la Torá, que es la vida misma, como el agua para los peces, ¡el peligro será mucho mayor!"
Un tiempo para ser generoso
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Un tiempo para ser generoso
Rabi Akibá y otro sabio viajaron para reunir dinero para los estudiosos de Torá que no disponían de medios de subsistencia. Visitaron muchos lugares, yendo de casa en casa para pedir donaciones.
Cierta vez llegaron a las afueras de una ciudad, desde donde podían divisar la mansión de un acaudalado judío llamado Barbujin. Se dirigieron a la puerta y estaban a punto de llamar, cuando no pudieron evitar escuchar una conversación. El dueño de la casa hablaba con su hijo. "Padre, ¿qué debo comprar hoy en el mercado para el almuerzo?", preguntó el hijo.
"Compra algunas verduras", Barbujin dijo.
"Cuáles compro, padre? ¿De la clase que dan una por una moneda, o dos por una moneda?"
"Compra vegetales secos, pues son más baratos."
Los sabios se miraron, y uno dijo: "¡Será mejor que no llamemos a esta puerta. Si el dueño no quiere comprar verduras frescas, debe ser una persona muy mezquina!"
"Visitemos las otras casas de la ciudad primero, y si tenemos tiempo al volver, pasaremos por aqui", dijo el otro.
Con estas palabras se alejaron de la casa de Barbujin, hacia la calle principal. Golpearon en cada casa, y cada uno donaba lo que consideraba que podía.
Ya de regreso, el camino les volvió a llevar a la casa de Barbujin. El dueño de casa se hallaba trabajando en el jardín del frente, y al pasar le saludaron: "¡Shalom aléjem! ¿Puede ayudarnos con una donación para los estudiosos de Torá necesitados?"
No esperaban más de unas cuantas monedas de una persona tan mezquina, pero cuál no sería su sorpresa cuando dijo: "Yo estoy ocupado, pero si pasan al interior de la casa, mi esposa les dará una caja llena de dinares de oro".
Rabí Akibá y su acompañante entraron a la casa, y dijeron a la mujer: "Su esposo dijo que nos entregue una caja llena de dinares de oro para caridad". La dueña de casa no se sorprendió en absoluto, y sólo preguntó: "¿Dijo si debía darles una caja llena hasta el tope o no?" "No dijo eso. En realidad no sabemos qué quiso decir."
"En ese caso, les daré una caja llena. Si esa no fue su intención, entonces la completaré con mis fondos personales."
Acto seguido tomó una gran caja y la llenó con dinares de oro.
Cuando los sabios salieron por la puerta delantera, Barbujin les preguntó, "¿Mi esposa les dio una caja llena?"
"Su esposa no sabía cuánto usted deseaba donar, por lo cual la llenó hasta el tope, y nos dijo que si esa no era su intención ella misma pondría la diferencia."
Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de Barbujin. "Es una buena e inteligente mujer. En realidad, yo quería que les diera la caja llena."
Se calló por unos instantes y dijo: "Deseo que me expliquen una cosa: cuando entraron a la ciudad, debieron pasar por mi casa. ¿Por qué no vinieron primero, en lugar de visitar todas las demás casas?"
Rabí Akibá le explicó: "Habíamos venido aquí primero, pero al llegar a la puerta, no pudimos evitar escuchar cuando su hijo preguntó qué verduras comprar en el mercado. Al escuchar su respuesta, pensamos que si para ustedes mismos gastaban tan poco, entonces darían mucho menos para la caridad. Pensamos que ni siquiera valdría la pena golpear a su puerta".
Una sonrisa aún más amplia se dibujó en el rostro de Barbujin, y explicó: "Es mi privilegio gastar o escatimar en mis gastos personales. No nos pasará nada si comemos las verduras más baratas. Pero cuando se trata de cumplir los mandamientos de Dios, ¡no tengo derecho de ser mezquino!"
Aceptar el maltrato
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Aceptar el maltrato
Una vez un gran Rebe oyó cómo insultaban y maltrataban a un hombre. En su rostro se advertía lo herido que se sentía. Con la esperanza de calmarlo, el Rebe fue hacia él y le dijo cálidamente:
"Sabías que cuando el Cielo emite un decreto duro contra una persona, a veces Dios lo envía en forma de maltrato? Si bien esto es muy doloroso y hiere en lo profundo del corazón, al fin de cuentas es mucho más fácil que el verdadero castigo. Así es como debes considerar este sufrimiento."
"Debes aprender a aceptar toda la humillación y la mortificación con verdadera alegría, no únicamente con resignación. Debes comprender que al aceptar esto como castigo, te estás ahorrando un sufrimiento mucho mayor. Jamás debes guardar rencor o planear venganza. Al ser humilde y considerarte a ti mismo como un montón de polvo, te puedes salvar de los duros decretos y hasta de la muerte. ¡La humildad y la aceptación hasta puede aumentar los años de vida! Déjame contarte una historia que ilustra muy bien este concepto:
"Ocurrió en la época de Napoleón, el gran conquistador del mundo. El emperador de Francia conquistó muchos países, sin que ninguno pudiera resistir a su poderosísimo ejército. Llegó hasta muy dentro de Rusia. Por fin arribó a una cierta ciudad fortificada que resistió su fuego. Las murallas se erigían firmes, contra el sitio francés. Napoleón, en su empecinamiento, decidió mantener el sitio y esperar a que la ciudad cayera por hambre o por sed."
"Los soldados franceses acamparon alrededor de la ciudad, sin dejar que nadie entrara o saliera. Mas la ciudad no daba señales de debilitamiento. Las fuerzas de Napoleón, por otro lado, no veían el momento de comenzar a pelear. No soportaban el ocio de la espera. Y si no podían luchar, preferían regresar a su país. "Algunos de los oficiales fueron a ver al emperador a informarle de la inquietud de los soldados. Le advirtieron que podría ser peligroso. Napoleón se vió en un dilema. Su orgullo no le permitía dejar la ciudad intacta. Necesitaba saber si estaban a punto de rendirse o si, por el contrario, tenían almacenadas grandes cantidades de comida y municiones. Se disfrazó de hombre de pueblo y, junto con otro oficial disfrazado, entró a la ciudad y fue a ver cuál era la situación. Recién entonces decidiría si continuar el sitio o emprender la retirada."
"Era medianoche cuando ambos fueron por la ciudad, vestidos de campesinos rusos. Sin que nadie sospechara nada, se dirigieron a una taberna."
Esa taberna en particular era justamente una de las favoritas de los soldados rusos. Allí se reunían y se emborrachaban, olvidando sus penas. Los dos franceses no tuvieron ningún problema para escuchar su conversación. Así se enteraron de que la situación era en verdad crítica. La ciudad se estaba muriendo de hambre."
"¿A que no sabes? Ya se está hablando de rendición."
Napoleón y su compañero apenas si pudieron disimular su alegría. Y entonces ocurrió algo. Uno de los soldados miró directamente al espía y dijo: "Hey! Miren a ese campesino". "¿No es la misma cara de Napoleón? ¡Juraría que es él!"
"No seas tonto!", le respondió su oficial. "Acaso piensas que el emperador francés arriesgaría su propia vida actuando de espía? ¡Por favor! Únicamente un idiota se metería en la cueva del lobo."
Solamente para mostrarles a sus soldados, el oficial se dirigió al campesino ruso y le ordenó que le alcanzara un vaso de cerveza. Napoleón se levantó, fue al bar y le pidió al mozo un vaso de cerveza. Cuando estaba por poner el vaso en la mesa del oficial, a propósito dejó caer el vaso. Éste cayó sobre el suelo, desparramando la cerveza en todas direcciones. En ese momento, su compañero, el oficial francés, se levantó y comenzó a insultarlo por su torpeza. Lo pateó y lo tiró al suelo, y cuando Napoleón logró ponerse en pie, el oficial le dio una bofetada, castigandolo por su torpeza.
"Los soldados rusos se burlaron a carcajadas. Y dirigiéndose a su compañero, dijeron: "¡Y tú que creías que este tonto era Napoleón!"
"¡Jajaja!", se rió otro soldado. ¿Quién se hubiera atrevido a tratar a Napoleón de ese modo?
"Mientras tanto, el oficial francés fue a pagar su cuenta, incluyendo el daño por el vaso roto. Entonces los dos salieron de la caverna, habiendo cumplido satisfactoriamente con su misión. Lograron escaparse de la ciudad y regresar al campamento francés.
"Cuando se encontraron a salvo, el oficial cayó a los pies del emperador y sollozó: ¡Por favor, su majestad, perdóneme por haberle golpeado! Usted se habrá dado cuenta de que lo hice únicamente para salvarle la vida, para que nadie se imaginara siquiera que usted era Napoleón."
Napoleón lo abrazó fervientemente, y le dijo: "Los golpes y el maltrato que me dispensaste me salvaron la vida. Por eso he de promoverte a un cargo de honor y de recompensarte con muchos regalos valiosos".
"Muy pronto la ciudad fue conquistada. Las fuerzas de Napoleón entraron y casi sin dificultades vencieron al enemigo."
La solución del camello
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La solución del camello
El Rambam nunca estuvo feliz de vivir en Egipto. la tierra maldita que esclavizó a nuestro pueblo. Por eso antes de morir, reunió a su familia y a sus amigos más cercanos y, al igual que Yosef, les hizo prometer que trasladarían sus restos a Eretz Israel para ser enterrados alli.
Una vez que le aseguraron que así lo harían, el Rambam respiró tranquilo. A los pocos días murió, y su alma se elevó al Cielo. Todo Egipto lo lloró, no sólo los judíos. Todos lo habían respetado muchísimo en vida. Pero, obviamente, los judíos sintieron la pérdida más hondamente. Toda la semana guardaron luto. Y cuando culminó la semana, se mandó hacer un cajón especial de madera muy fuerte. Allí lo colocaron y luego cargaron el cajón sobre un camello.
Los judíos de todo el mundo lloraron por su deceso. Y en Éretz Israel fueron a recibir el cajón. Cuando la procesión funeral hizo su arribo, los judíos de la Tierra Santa preguntaron a los judíos de Egipto dónde debían enterrar al Rambam.
"Él no lo especificó", respondieron. "El Rambam no mencionó ninguna preferencia. Por eso lo dejamos a su criterio".
Los judíos de las distintas ciudades de Éretz Israel querían que el Rambam fuera enterrado en su ciudad.¡Qué gran honor sería tener cerca la tumba del Rambam!
Los de Jerusalén argüían que su ciudad era la entrada al Cielo,sitio del Bet HaMikdash y de su remanente, el Muro de los Lamentos. No había mejor lugar para enterrar a un hombre tan santo, ya que en el Monte de los Olivos también habían sido enterrados muchos otros grandes líderes. Los habitantes de Jebrón afirmaban que un hombre tan grande debía ser enterrado junto a los Patriarcas: Abraham, Itzjak y Yaacob, y sus mujeres, las imaot, cuya tumba se encuentra en la Cueva de Majpelá. ¡Qué mejor lugar que ése! Los judíos de Merón querían que el Rambam fuera enterrado junto a Rabí Shimón Bar Yojay, autor del sagrado Zóhar. Cada una de las ciudades tenía un excelente motivo para quedarse con el privilegio.
Y así reinó la controversia, en la que cada grupo empujaba en otra dirección. En todo Éretz Israel cundía la disensión.
Mientras tanto, la procesión funeral se había detenido. No sabía qué dirección tomar. El camello esperó pacientemente, con su santa carga al hombro. ¡Qué situación! El cuerpo debía ser enterrado lo antes posible.
Por fin, la gente decidió en forma unánime que camello tomaría la iniciativa. La bestia iría donde quisiera, y así el lugar quedaría librado a su elección.
El camello comenzó a caminar. Caminó y caminó con cabeza alta y el cuello arqueado, en pose majestuosa mientras iba caminando, muchísima gente se unió a la caravana. Así fue como se dirigieron al norte, hasta que por fin llegaron a la ciudad de Tiberias. Allí el camello se recostó a descansar.
El Rambam fue enterrado en aquel mismo lugar. Y su tumba permanece allí hasta nuestros días.
El ministro y el cura
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El ministro y el cura
El ponzoñoso poder de las malas lenguas. ¡Cuánto odio, puede sembrar la lashón hará en el corazón de las personas! Fue únicamente el veneno de la infamia el causante de las malas relaciones entre Rabí Tzví el Admor de Stertin, y Rabí Meir de Premiszlav.
Un joven, ardiente seguidor de ambos, se encontraba terriblemente perturbado por la controversia que reinaba entre ambos, y decidió hacer algo para mejorar la situación.
Cuando su mujer dio a luz a un varón, el jasid invitó a ambos admorim al berit, uno como mohel y al otro como sandak, sin decirle a uno que había invitado al otro.
La mañana del berit, muy temprano, el padre alquiló un carruaje muy elegante y fue a buscar a Rabí Tzví, el mohel. De camino a casa, dijo que debía bajar a buscar al sandak. Fue a la casa de Rabí Meir y se bajó del coche para ir a buscarlo. Al verlo regresar junto con Rabí Meir, Rabí Tzví giró la cabeza a un lado, negándose a saludarlo o siquiera a mirarlo. Rabí Meir, famoso por su corazón generoso y compasivo, no se sintió insultado. Por el contrario, esto fue lo que dijo:ocurrió durante
"Déjenme contarles una historia. Esto ocurrió durante la época de la Inquisición Española, cuando los judíos se vieron forzados a irse del país o abandonar su religión. Muchos de ellos, los marranos, renunciaron públicamente a su religión, mas siguieron siendo judíos en secreto.
"Una vez, un ministro de gobierno yacía en su lecho de muerte. Siendo judío 'convertido', sabía perfectamente que si no convocaba a un cura para que escuchara su última confesión, pondría en peligro a toda su familia. Por eso dejó que viniera a verlo un cura, mas cuando éste llegó, simuló estar demasiado débil como para hablar.
El cura preguntó al médico si el paciente realmente estaba tan enfermo. 'No', respondió el médico, 'es verdad que ha de morir de un momento a otro, pero no está tan débil que no pueda realizar los últimos rituales'". Cuando el cura vió que el ministro había girado el rostro en dirección a la pared, se dio cuenta de que el ministro no quería morir como cristiano. El cura, que también era en secreto un judío marrano, ordenó a todos que salieran del cuarto, pues debía escuchar la confesión del ministro. Una vez que todos salieron del cuarto, el "cura" se inclinó sobre el paciente y le susurró el Shemá al oído. Con una sonrisa de alivio, el ministro miró al cura y juntos pronunciaron el viduy, antes que su alma partiera"
Rabí Meir concluyó el relato y extendió la mano en gesto amistoso. "Shalom aléjem, Rabí Tzví! ¡Acaso no somos dos judíos que sirven a un mismo Dios? Tenemos.un objetivo común en la vida. ¿Por qué no esforzarnos para alcanzarlo juntos?"
Rabí Tzví sonrió, y tomó la mano de Rabí Meir en la suya. Y una vez más reinó la paz entre ambos.
El tzadik dispone
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El tzadik dispone
Que gran desilusión! Rabí Bunim se había pasado el día viajando desde Pshisja hasta Strikov, para terminar enterándose de que el Rebe no recibía a nadie. La familia no dejaba entrar a nadie. Esas eran las órdenes estrictas de Rabí Fishele.
"Por qué? ¿Qué ocurre que el Rebe se comporta de esa manera?", preguntó Rabí Bunim.
Los discípulos más cercanos del Rebe suspiraron tristemente, y explicaron a Rabí Bunim:
"El Rebe ya no confía en sus poderes. No hace mucho, vino llorando a verlo un pobre. Había tratado de obtener dinero de mil maneras, mas sin éxito. Ahora que se había quedado sin un solo centavo, rogó al Rebe que le diera su bendición y su consejo. El Rebe le dijo que comprara un billete de lotería, y así lo hizo. Pero no ganó nada. Terriblemente decepcionado, fue a ver nuevamente al Rebe. Había seguido su consejo y había perdido todo lo que tenía. El Rebe se lo tomó muy a pecho. Si el Cielo le negaba el poder de ayudar a otras personas, entonces ya no servía de nada escuchar sus lamentaciones. Y desde aquel amargo día, el Rebe se ha negado a recibir gente. Ésta es la situación. Ahora comprenderá lo que ocurre."
Rabí Bunim escuchó el relato, mas no se desalentó.
"No me importa, entraré al estudio del Rebe, pues deseo hacerle cambiar de parecer, para que vea la situación desde otro punto de vista."
Sin siquiera esperar a su consentimiento, Rabí Bunim quitó el cerrojo y entró al cuarto. Al principio los ojos de Rabí Fishele se iluminaron ante la imagen del visitante, pero enseguida volvió a bajar la vista. Él no podría ayudar a Rabí Bunim, por más que quisiera.
Rabí Bunim se sentó frente al Rebe y habló así:
"E] poder de un tzadik es algo muy sorprendente. Nuestros Sabios dijeron que 'el tzadik dispone y Dios garantiza'. Pero, por otro lado, en nuestros rezos admitimos que 'quién, de todas Tus criaturas, puede decirte a Ti qué hacer'. Esto es una contradicción. ¿Cómo podemos reconciliar ambos conceptos? ¿Dios cumple con los deseos de los tzadikim o Él actúa según le parece? La verdad es la combinación de ambos. Dios sí toma en cuenta lo que le pide el tzadik. Pero no le gusta que le ordenen qué hacer. Dios no necesita que le digan cómo cumplir con el decreto del tzadik, puesto que El tiene muchísimos mensajeros, muchas maneras diferentes de ayudar a la persona por la que reza el tzadik. Sólo Dios decide de qué modo ayudar a los pobres y afligidos.
"Estoy seguro de que el judío por el que usted rezó eventualmente recibirá su ayuda. Porque el rezo de Rabí Fishele no ha sido en vano. Pero, ¿quién puede ordenarle a Dios que ayude a este hombre precisamente por medio de un billete de lotería? Pero como usted lo ha dispuesto, es seguro que ese hombre recibirá ayuda".
Estas palabras fueron como un bálsamo para el preocupado Rabí Fishele. Entonces aceptó abrir las puertas una vez más a aquellos que necesitaban de su ayuda y aceptó rezar por ellos. Y la predicción de Rabí Bunim no tardó en cumplirse. El pobre judío que no había ganado ni un centavo con su billete de lotería recibió ayuda por otro medio milagroso y ya no tuvo que vivir en la pobreza. El decreto del tzadik se había cumplido.
Lo que puede una buena noticia
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Lo que puede una buena noticia
El nieto del Rebe de Zidítchov estaba muy enfermo. Todos rezaban por él, todos los hijos y nietos del Rebe.
No obstante, su estado empeoraba día a día. Rabí Sender Lipa, primogénito del Rebe y padre del niño, estaba desesperado.
La situación se hizo tan crítica que una noche el médico temió lo peor.
El Rebe acostumbraba dedicarse al estudio y al rezo en las altas horas de la noche. Nadie jamás lo molestaba cuando él se recluía en el ático. Pero si el Rebe no se enteraba de lo que ocurría en ese mismo momento, tal vez luego fuera demasiado tarde.
Los hijos del Rebe, los tíos del niño, pensaron y pensaron. ¿A quién enviarían a interrumpir al Rebe sin que éste se enojara?
Por fin decidieron enviar a Yehudá Tzví, quien luego se transformaría en el famoso Rebe de Dolin, y que era el nieto preferido del Rebe.
Con una pequeña antorcha en la mano, el niño subió por la angosta escalera que conducía al ático donde se recluía su abuelo. Al llegar a la puerta, dudó un momento y luego tosió.
El Rebe lo oyó; se levantó y fue a abrir la puerta:
-"¿Si?", le preguntó.
El pequeño Yehudá Tzví miró a su santo abuelo. su rostro de ángel lleno de luz. "He venido a darte una buena noticia, abuelo. Tu nieto se siente mejor. Pero de todos modos debes rezar por su completa recuperación."
El Rebe, lleno de gozo, le indicó al niño que entrara al cuarto. Luego se dirigió hasta un armario y sacó unas hierbas. Las puso en una bolsa de papel y se la dio a su nieto. "Dile a tu tío que prepare un té con estas plantas y que el enfermo lo beba caliente. Esto lo hará sudar y entonces se recuperará".
El pequeño le agradeció y salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras y fue corriendo a ver a su tío, Rabí Sender Lipa, a transmitirle el mensaje.
Prepararon el té y se lo dieron al enfermo, en cucharadas. ¡A las pocas horas había superado la crisis y se había recuperado por completo!
A la mañana siguiente Rabí Sender Lipa fue a ver a su padre para contarle que su hijo ya estaba bien.
El tzadik miró a su hijo y le dijo: "Puedes aprender una gran lección de jasidut de tu sobrino, Yehudá Tzví! Tú, con tu cara larga y tu mirada preocupada, no hiciste más que aumentar mi preocupación y mi sufrimiento. Pero ese pequeño supo exactamente qué hacer para cambiarme el humor y hacerme sentir mucho mejor. Una vez que me sentí mejor, sentí que me volvía la intuición divina y enseguida supe qué hacer para que el enfermo se recuperara.
Pan negro con papas
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Pan negro con papas
Cierta vez entró corriendo un judío al Bet Midrash de Ropshitz. ¡Ya era de tarde y todavía no había rezado shajarit! Con rapidez se puso el talit, sacó los tefilin y ató las tiras al brazo.
Meciéndose de atrás para adelante, decía los rezos con una velocidad increíble. Todo el servicio no le llevó más que media hora. Ya se estaba quitando los tefilín y colocándolos de nuevo en su bolsa de terciopelo, cuando de pronto se le acercó alguien. Era el Rebe, Rabí Naftalí de Ropshitz.
-"Tiene un momento?", le preguntó.
El hombre asintió, lleno de curiosidad. Entonces Rabí Naftalí habló:
-"Había una vez un hombre pobre a quien el dinero sólo le alcanzaba para comprar pan negro y papas".
El comía lo mismo todos los días y siempre tenía la comida lista cuando volvía a casa, luego de los rezos. Una vez llegó a la casa y vió que la mesa estaba vacía.
-¿Ah... ya llegaste?', le preguntó su mujer.
-'En seguida te preparo la comida'. El hombre se sentó a esperar. Pasó una hora, pasaron dos. ¿Por qué tardará tanto?', se preguntaba. Después de todo, cocinar unas cuantas papas no es gran trabajo. O tal vez su mujer le había preparado un plato especial en aquella ocasión...? Tal vez pescado... o incluso pollo!
El hombre esperaba ansioso, hambriento. Pasó otro rato más, pero aún sin señales de comida.
Por fin llamó impaciente, reclamando su comida.
Su mujer salió corriendo de la cocina, puso la mesa y le sirvió el mismo pan negro y las mismas papas cocidas de siempre. Su esposo se puso furioso. ¿Para esto esperé todo el día? ¿Acaso no podías haberme servido esta comida a la mañana, como siempre?
Rabí Naftalí miró al hombre que tenía enfrente. "Seguramente podrás aplicar la enseñanza en ti mismo.
Si, hay algunos sabios de Torá que están acostumbrados a rezar tarde, es porque pasan todo el tiempo preparándose para rezar. Se van a purificar a la mikvé y se concentran en lo que van a decir en sus plegarias.
Los rezos de estos jasidim y estos sabios son rezos especiales. Y vale la pena esperarlos, por así decirlo.
Pero tú llegas corriendo, después de que todos ya se fueron, y ¿para qué? Para rezar un rezo corto, rápido,sin importancia. ¿Acaso no podías haber rezado lo mismo en la mañana?"
Aspiración
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Aspiración
La siguiente historia fue relatada por la Rabanit Jana, madre del último Rebe de Jabad Lubavitch.
Uno de los cálidos días de verano, los niños del barrio se reunieron alrededor del árbol y observaron lo alto que era, casi no alcanzaban a ver su copa.
Comentaban qué emocionante sería trepar hasta arriba. La conversación fue profundizando hasta que decidieron jugar a ver quién podía trepar más alto sin caerse.
Entre los niños participantes se encontraba el pequeño Menajem Mendel de cinco años. Su madre, la Rabanit Jana, observaba a los niños mientras jugaban.
Todos los niños lograron trepar, a duras penas, unos más, otros menos.
El niño más grande del grupo logró llegar hasta la mitad del árbol antes de caerse, mientras que el pequeño Menajem Mendel alcanzó la parte más alta del árbol.
Más tarde, su madre le preguntó:
-“Mendel, ¿cómo lograste llegar tan alto, y en cambio tus amigos cayeron?”
-“Fue muy fácil”, contestó el pequeño
“los otros niños veían sólo hacia abajo, y al advertir qué tan alto habían subido se mareaban y caían. En cambio, yo, mantenía mi mirada fija en lo alto, y cuando me percataba de lo bajo que me encontraba, seguía subiendo más y más hasta alcanzar la parte más alta”.
Rezar para el olvido
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Rezar para el olvido
Rabi Israel de Jortkov solía contar la siguiente historia acerca de su abuelo, Rabí Aharón de Titob, nieto del Baal Shem Tob:
De joven, Rabi Aharón vivía en Konstantin. Su estrella no brillaba aún sobre el horizonte, y nadie sabía quién era en realidad aquel pobre muchacho. Al parecer a nadie le importaba si tenía algo para comer o para alimentar a su familia, porque él jamás hablaba con nadie.
Cuando ya no pudo soportar la pobreza de su hogar. Rabí Aharón se puso de pie y exclamó conmovido enfrente de toda la gente del Bet Midrash:
-"Cuánto tiempo más deberé pasar entre ustedes hasta que se den cuenta de que soy el nieto del Baal Shem Tob y que me estoy muriendo de hambre?
¿Acaso a nadie le importa?"
La gente se quedó conmocionada ante semejante revelación. No, no habían prestado atención al joven estudioso.
Bien, esto debía remediarse de inmediato. Los gabaim se reunieron y decidieron entregarle una suma semanal de dinero a Rabí Aharón.
Más tarde, cuando ya no quedaba nadie adentro del Bet Midrash, Rabí Aharón estalló en lágrimas de autorreproche:
-"¿Por qué tuve que abrir la boca?
¿Para qué pedí ayuda?
¿Acaso hasta ahora no sobrevivi, confiando en la bondad y la compasión de Dios?
¡Qué tontería hice, empezar a depender de los seres humanos!"
Rabí Aharón lloró amargamente. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Podía acaso retractarse de todo lo dicho?
No, eso era imposible. ¡Pero sí le podía rezar a Dios para que hiciera que la gente se olvidara de lo que había oído!
Reb Aharón rezó toda la noche. Se quedó junto a la mezuzá, implorando a Dios que hiciera que la gente se olvidara de todo.
A la mañana siguiente volvió a ocupar su lugar habitual. Nadie le prestó atención; ni siquiera le dijeron "buenos días". Como si no lo estuvieran viendo. En cuanto a la conmoción del día anterior, cuando todos habían prometido ayudarlo, quedó borrada por completo. ¡Su plegaria había sido aceptada!
"Fue de mi abuelo", dijo Rabí Israel, "que aprendí la explicación simple del Midrash que afirma que Yosef fue afortunado por no confiar en los seres de carne hueso.
Sin embargo, la Torá afirma en forma específica que Yosef le pidió al mayordomo que le hablara de él al Faraón.
Es verdad que por un momento Yosef se olvidó de confiar en Dios y recurrió al mayordomo. Pero se dio cuenta de su pecado en el acto y entonces rezó para que Dios hiciera que el mayordomo se olvidara de su pedido. Ese es el significado de: "se olvidó de él". ¿Por qué? Porque Yosef hizo que se olvidara de él rezándole a Dios para que borrara el pedido de su memoria".
Un cuento de Lag Baomer
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Un cuento de Lag Baomer
Un Lag Baomer, hace cientos de años, el Rabino Itzhak Luria Askenazi (uno de los más grandes cabalistas, conocido como Arizal) llegó a Merón con sus discípulos.
Mientras bailaban, otro grupo de peregrinos bailaban encabezados por un anciano alto y majestuoso vestido de blanco.
De repente, el Arizal se unió al otro grupo y empezó a bailar solo con el anciano. Bailaron juntos durante mucho tiempo, extasiados, mientras sus discípulos miraban con alegría en sus corazones.
Luego el anciano invitó a unirse al baile a un judío común, que venía de Tzefat.
Bailaron largo rato los tres en una atmósfera de alegría y santidad, hasta que el anciano que vestía de blanco abandonó al grupo y se quedó bailando el Arizal con el judío común. Bailaron juntos durante mucho tiempo, el rostro de Arizal estaba lleno de alegría.
Más tarde, sus discípulos pidieron cortésmente a su mentor una explicación de quién era el misterioso anciano de blanco, a lo que el Arizal respondió sorprendido: "¿No fueron capaces de reconocer a Rabi Shimon bar Yojai?"
Sin salir del asombro ahora los discípulos preguntaban entonces quien era el judío simple de Tzefat que el propio Rashbi había invitado a bailar.
El Arizal se rió. "Si ese anciano vestido de blanco, que no era otro que el Rashbi, eligió bailar con ese 'simple judío', entonces ¿quién soy yo para decir que no es digno bailar con él".
Ese "simple judío" era el rabino Elazar Ezkari, el autor de Sefer Jaredim. En aquella época su grandeza estaba oculta a las masas y se pensaba que era un hombre sencillo, el celador de una de las sinagogas de Tzefat.
La cama del Rabino
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La cama del Rabino
Era una situación muy rara. Había decenas de excelentes carpinteros en Ostila. Rabí Yósele había ido a ver a todos y cada uno de ellos, pero cuando éstos oían su pedido, rechazaban el trabajo. Lo único que quería Rabí Yósele era una cama nueva, una cama para el Jozé de Lublín, quien pronto vendría a visitarlo.
Conociendo a Rabí Yósele, podríamos preguntarnos por qué necesitaba una cama nueva, cuando su casa estaba perfectamente amueblada, puesto que no era la primera vez que alguien se hospedaba en su hogar. ¿Acaso el Jozé no dormía en cualquier cama?
Era en verdad algo muy extraño, pero cada vez que el Jozé dormía en una cama que no había sido construida expresamente para él, sufría terriblemente. Sentía agujas que le pinchaban la carne. Se quejaba y gemía de verdadero dolor, si bien no había en realidad ninguna aguja, nada que pudiera perturbar su sueño. Había algo muy significativo en relación a ese sufrimiento, algo muy profundo, algo sorprendente.
Rabí Yósele fue de un carpintero a otro, seguro de que cada uno de ellos se sentiría honrado en ser el elegido. Pero todos lo rechazaban...
Todos, excepto un carpintero muy pobre. Este artesano no era pobre debido a que no trabajara tan bien como los otros.
Todo lo que salía de su taller era una obra maestra. Pero no trabajaba mucho, ya que prefería pasar casi todo el día estudiando y rezando. Solamente trabajaba para cubrir sus gastos. Rabí Yósele fue a verlo como su último recurso. Con un resto de esperanza, Rabí Yósele hizo su pedido: "Necesito una cama especial. Espara el Jozé de Lublín. Usted deberá ir a la mikvé antes de comenzar el trabajo, y cuando la esté haciendo, sólo deberá albergar pensamientos puros".
Para su gran sorpresa, el carpintero aceptó. Pasó muchos días purificándose. Durante esos días, rezaba con fervor para que su trabajo recibiera el favor de su cliente, para que fuera bendecido con éxito. Y cuando hacía la cama, pensaba únicamente en temas sagrados.
Por fin el trabajo estuvo listo. Rabí Yósele no cabía en sí de alegría ante la obra finalizada, enseguida mandó llevar la cama a su casa. Una vez allí la cubrió con un colchón nuevo, con sábanas blancas como la nieve, almohadas confortables, y una manta liviana. Luego Rabí Yósele cerró la puerta con llave y guardó ésta en un lugar al que sólo él tenía acceso. ¡No fuera cosa de que alguien tocara la cama!
Lo único que le quedaba por hacer era aguardar la llegada del Jozé. Rabí Yósele estaba muy nervioso. Por fin el Jozé llegó a Ostila. Rabí Yósele fue el primero en salir a recibirlo.
"Rebe!", exclamó temblando de emoción, "me haría el gran honor de hospedarse en mi casa mientras permanece en nuestra ciudad? Le he preparado un cuarto especial ¡y hasta he mandado a construir una cama para el Rebe! La hizo un carpintero muy piadoso."
Para su gran alegría, el Jozé accedió. Rabí Yósele llevó a su casa a su distinguido huésped y lo condujo a su cuarto. Abrió la puerta y le rogó que descansara un rato tras el viaje tan agotador.
Confiado de que la cama sería de su satisfacción, Rabí Yósele salió de la habitación, para que su huésped pudiera descansar. Pero para su desdicha, enseguida oyó gemidos de dolor provenientes del cuarto del Jozé.
"¡Ay! ¡Me duele! ¡Tengo agujas en todo el cuerpo!"
El tzadik lloraba del dolor.
¿Quién puede describir la alarma y la consternación de Rabí Yósele ante aquellos gritos terribles? ¿Cómo era posible? ¡Con todas las precauciones que había tomado! ¿Acaso el alma del tzadik era sensible que ni siquiera esta cama especial era digna de proporcionarle descanso? Rabí Yósele no supo qué hacer.
No podía soportar oír los quejidos del Jozé. Fue y golpeó suavemente a su puerta, y le preguntó si tal vez prefería dormir en su propia cama. El Jozé aceptó.
El Jozé se quedó dormido en la cama de Rabí Yósele, sin un solo quejido. Rabí Yósele salió del cuarto, sin atreverse siquiera a respirar. Se quedó parado durante unos minutos, y no oyó sonido alguno.
El Jozé durmió un buen rato y cuando se levantó, le agradeció muy calurosamente a su anfitrión: "¡Ahora sí que me siento como nuevo! Usted les ha proporcionado descanso a mis cansados huesos!"
Rabí Yósele estaba muy contento. Pero también muy confundido. Juntando coraje, preguntó: "Tal vez pueda usted explicarme por qué la cama que fue hecha por un judío tan recto, en especial para usted, una cama en la que jamás durmió nadie, no le sirvió, mientras que propia cama le permitió dormir con gran comodidad?"
El José explicó: "La cama que fue hecha para mí fue construida con verdadera santidad. Pero fue hecha durante las Tres Semanas de Duelo por el Templo. Y el artesano que la hizo estaba tan dolorido por la destrucción y por el exilio de nuestro pueblo, que su dolor penetró en cada centímetro de la cama. Es una cama de dolor, de pena. ¿Cómo no iba a sentirlo? ¿Cómo semejante emoción me iba a permitir descansar y dormir en paz?"
El castigo por usar las mitzvot en vano
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El castigo por usar las mitzvot en vano
Viernes por la tarde, a un par de horas de la entrada de Shabat un judío piadoso llega a la ciudad. Está preocupado, necesita encontrar un lugar donde guardar su billetera donde tiene el dinero necesario para continuar su viaje y regresar a casa. Lleno de esperanza se dirige a la sinagoga del pueblo.
-Seguro que aquí encontraré a un Talmid jajam dispuesto a guardar mi billetera durante shabat.
Le preguntaré a ese hombre de la esquina, se ve una persona correcta con su Talit y su bolso de tefilin en el brazo, seguro que tiene temor al cielo y será digno de confianza.
-Buenas tardes señor, perdón la molestia. Estoy de paso en la ciudad y me preguntaba si usted podría guardar mi billetera durante shabat.
-Por supuesto, mi casa está a poca distancia de aquí, no tengo problema en guardarla y usted podrá recogerla terminando el Shabat.
Comenzó Shabat y el visitante se sentía contento de haber encontrado donde guardar sus pertenencias durante El Santo Shabat.
Luego de hacer havdala, el viajero se acercó a la casa del judío que se la guardó, pero este desconoció la deuda, diciendo que él no había recibido nada y no había ningún documento de respaldo.
El viajero salió de la casa muy confundido, le habían robado, pero que podría hacer? Totalmente desesperado comenzó a llorar y en su llanto se dirigió al Santo Bendito Sea:
-"Amo del universo, no es justo lo que me pasó aquí, yo solo confíe en ese hombre, porque vi que cumplía mitzvot, tome tu Torá como garantía! Como puede ser que me haya defraudado?"
Estaba en medio de su llanto, cuando apareció Eliahu Hanavi.
-"Tu ruego ha sido escuchado y la verdad es que tienes razón, está persona usa las mitzvot en vano. Te diré lo que tienes que hacer"
-Mañana volverás a la casa de este nombre, pero él no va a estar, entonces hablaras con su esposa, dile que vienes a buscar la billetera, ella te la va a negar, entonces le dirás que su esposo la pidió y que te dió dos secretos como señal, que ellos comieron jametz la noche de Pesaj y cerdo la noche de Yom Kipur.
El hombre hizo como el profeta Eliahu le ordenó. La esposa del ladrón le devolvió su billetera inmediatamente.
Al regresar el marido a la casa, ella le contó todo lo sucedido y ambos se sorprendieron. "Este hombre seguramente esparcirá la historia" "Ya no tienen sentido seguir fingiendo que somos respetuosos de las mitzvot" "Todos sabrán quienes somos en realidad!!" Gritaban desesperados.
El castigo de aquellos que "emplean mal" el nombre de Hashem es la vergüenza pública.
El hacedor de milagros
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El hacedor de milagros
El rabino Janina ben Teradion era el suegro de Rabi Meir. Cuando los romanos lo encontraron practicando la Torá, lo ejecutaron junto a su esposa y encarcelaron a su hija en un burdel romano.
Cuando Bruria, la esposa de Rabi Meir se enteró de esto, le rogó al Rab que la rescatara.
Entonces idearon un plan, consiguieron ropas y Rab Meir se disfrazó de caballero romano, mientras Bruria vendió todo lo que encontró de valor.
Viajó hasta el burdel donde estaba prisionera la joven y le pidió al guardia que la custodiaba que la liberara.
-La joven que tienes ahí adentro es inocente y no representa un peligro para nadie, solo la estás haciendo sufrir, sin conseguir nada a cambio.
El guardia le respondió:
-"Tengo miedo del reino, si se enteran que la liberé estoy perdido".
El rabino Meir sacó una bolsa de monedas de oro y le dijo:
-"Usarás la mitad de este dinero para sobornar a tus superiores y puedes tomar la otra mitad para ti".
El guardia le preguntó:
-"¿Y qué haré cuando se acabe el dinero y no tenga nada para sobornar?".
Rabí Meir le respondió: "Si te encuentras en tal situación, di las palabras 'Eloha de Meir aneni' y serás salvo".
El guardia dudó del poder de esta frase, entonces el rabino Meir le ofreció una demostración.
En las cercanías del lugar se encontraba un grupo de perros salvajes, Rabi Mejor se acercó y se burló de los perros llamando su atención, cuando estuvieron a punto de devorarlo dijo "Eloha de Meir aneni" y milagrosamente los perros se calmaron, sentándose a su alrededor como tiernos cachorros. Después de ver esto, el guardia quedó convencido del poder de esta frase y estuvo dispuesto a liberar a la hija de Rab Janina.
El guardia usó el dinero para sobornar a sus superiores, esto duró unos meses, pero cuando el dinero se terminó, el rey se enteró de que el guardia había liberado a la joven y el guardia fue condenado a muerte en la horca.
Mientras estaba en la horca, el guardia dijo: "Eloha de Meir aneni!" Y milagrosamente la ejecución fue cancelada. Los verdugos lo bajaron de la horca y le pidieron comprender el significado del hechizo milagroso que lo salvó.
Desde ahí que Rabi Meir es conocido como el Hacedor de milagros y la frase Eloha de Meir Aneni continúa hasta el día de hoy en la boca de las personas que necesitan un milagro.
Una mala esposa
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Una mala esposa
Cuenta la historia que hace muchos años, en la época de Rab Isaac Luria, conocido como el Ari. Un hombre sufría irremediablemente al tener una esposa mala.
Todo lo que el hombre le pedía, por más simple que fuera, la mujer hacía completamente lo contrario. Cuando el hombre estudiaba, la mujer decidía mover los muebles de la casa haciendo mucho ruido. Cuando el hombre le pedía un plato de comida, ella se iba de compras. Y así, poco a poco su vida se convirtió en una tortura.
El pobre hombre no sabía que más hacer, viajó a Tzefat donde el Santo Rabino y le explicó su aflicción:
-Rab, no sé que hice para merecer esto, que gran pecado pude haber cometido en la otra vida para que mi amada esposa, mi compañera de vida, terminara siendo mi peor pesadilla.
El Arizal escuchó atentamente las palabras del hombre y le respondió:
-Fuiste tu quien pidió esto; en otra vida también fueron marido y mujer, al morir te dijeron que no habías honrado suficiente a tu esposa, no es que la hayas tratado mal, fuiste un buen esposo, pero no la elevaste con el honor que debías. Entonces fuiste condenado al guehínom para reparar está falta, pero tú rogaste volver al mundo y volver para darle el honor que tu esposa no había recibido.
El hombre quedó sin palabras. Entendió que lo único que tenía que hacer era tratar con honor a su esposa, independiente de como ella se comportara. Y así lo hizo.
Al día siguiente cuando volvió a casa después de un largo día de trabajo, llegó con flores para su esposa.
-Esto es para ti, luz de mi vida.
La mujer lo miró sorprendida, pero disimulando le respondió duramente.
-Sobre la mesa hay comida que sobró del almuerzo. Calientala tu, porque estoy muy cansada, me voy a dormir.
-Muchas gracias mi amor, eres una madre muy dedicada, anda a descansar. Dulces sueños. Dijo el hombre con tono muy sincero.
Así se sucedieron los días, la mujer continuaba con su actitud fría y contraria a los deseos de su esposo, pero él seguía siendo cariñoso y respetuoso hacia ella.
Un día ella no aguantó más la curiosidad y le preguntó a su esposo.
-Que es eso de andar hablándome tan cariñoso todo el tiempo, incluso que yo soy mala y fría contigo, tú me traes regalos y me agradeces por todo. ¿Que te está pasando? ¿Porque actúas así?
Y el hombre le contó la verdad.
-El Santo Ari me dijo que en mi anterior vida no te honre lo suficiente y por eso no accedí al mundo venidero, pero yo rogué por una segunda oportunidad y aquí estamos. Solo tengo que tratarte con honor en esta vida, a pesar de que tú me trates mal y podré tener mi recompensa eterna.
La mujer se enojó ante las palabras de su esposo y le dijo:
-Asi que si yo te trato mal y tú me tratas bien vas a ganar el mundo venidero? ¿Pero que pasará conmigo? No señor, yo no voy a sacrificarme por ti, desde ahora seré una esposa sumisa y cariñosa, no te regalaré tu pase al mundo venidero.
El hombre entró en desesperación, ¿Se había equivocado al contarle a su esposa la verdad?
Volvió a visitar al Arizal, para saber si quizás ahora nunca podría ganar el mundo venidero.
El Arizal lo tranquilizó:
-Ya que recibiste sobre ti con amor la decisión de honrar a tu esposa, eso fue suficiente para terminar con la reparación que necesitabas hacer. Como ya no es necesaria esa prueba, tampoco es necesario que tu esposa sea mala contigo y por eso ella también cambió. Todo es parte de la justicia del Creador, ahora pueden ser felices amando y respetándose mutuamente.
Junto a los pobres
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Junto a los pobres
Una vez Rabí Akibá fue al mercado a vender una perla. En el camino se encontró con una persona muy pobre vestida de harapos que siempre se sentaba en el Bet Hakneset junto a los pobres.
Qué sorprendido se quedó Rabí Akibá cuando aquel pobre se le acercó, observó la piedra preciosa y dijo:
"Quiero comprarla!" Al advertir la inquisitiva mirada de Rabí Akibá, agregó: "Venga a mi casa. Allí le pagaré la piedra."
Rabí Akibá estaba seguro de que el hombre le estaba haciendo una broma. ¿Cómo una persona tan andrajosa iba a comprar una piedra tan cara?
No obstante, lo siguió. Resultó que su casa era una enorme mansión. Al acercarse, los sirvientes salieron a recibir a su amo. Llevaban una silla de oro; allí lo sentaron y le lavaron los pies.
El hombre les dijo: "Denle a Rabí Akibá el dinero que pida por su piedra; después prepárenos la mesa."
Ahora Rabí Akibá comprendió que el hombre no era en absoluto pobre. Por el contrario, ¡era millonario!
Después de comer, Rabí Akibá preguntó a su anfitrión: "Por qué se degrada usted, yendo por la calle en harapos y sentándose siempre junto a los pobres?"
El hombre contestó: "Rabí Akibá, está dicho que 'el hombre es como el vapor; sus días son como una sombra pasajera'. Yo estoy perfectamente consciente de que el dinero no vale para siempre y no puede acompañar a la persona a la tumba. Por eso sé que es bueno estar con los pobres y destituidos. De ese modo evito hacer alarde de la riqueza que Dios me ha brindado. Así me siento hermano de todos, igual a los demás.
Porque, ¿acaso no tenemos un mismo Padre? ¿No es cierto acaso que Dios creó a cada uno de nosotros? ¿No es mejor que me siente junto a los pobres, y no jactarme de mi riqueza, que pecando y terminando en el guehinom? Dios desprecia a los altivos."
Los ojos de Rabí Akibá se iluminaron con estas palabras. Antes de irse de la magnífica mansión, alabó y bendijo a su anfitrión
Al horno ardiente
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Al horno ardiente
Mar Ukvá, uno de los grandes sabios de Israel, tenía un vecino muy pobre a quien le daba cuatro zuzim todos los días. Consciente de que su vecino se sentiría avergonzado, colocaba los cuatro zuzim en su bolso y en cuanto llegaba a la casa del pobre, se acercaba sigilosamente, para evitar que lo oyeran, y arrojaba el dinero por una ranura que había en la puerta. Luego se alejaba corriendo.
El hombre pobre hallaba el dinero y no tenía idea de quién se lo había dejado. Por eso, no sentía vergüenza de quedárselo.
Una vez, Mar Ukvá permaneció en el Bet Midrash más tarde que de costumbre. No se dio cuenta de la hora que era de lo concentrado que estaba en sus estudios. Pero su mujer se preocupó, porque ya era muy tarde. Por fin decidió ir al Bet Midrash a ver si había pasado algo.
Cuando Mar Ukvá vió a su mujer, dejó de estudiar y la siguió hasta la casa. Quería dejar el dinero en la casa del vecino, como todos los días.
Justamente en este día, el vecino había decidido esconderse para ver quién le daba el dinero. Y así fue como decidió quedarse junto a la ventana, vigilando quién pasaba por su casa.
De repente vió a Mar Ukvá y a su mujer que iban por la calle y se dirigían a su choza.
"Estas deben ser las personas tan generosas que me ayudan", pensó.
Se levantó para ir a la puerta, pues deseaba agradecerles. Cuando Mar Ukvá y su mujer vieron que la puerta se abría, echaron a correr. No querían que los alcanzara y se sintiera avergonzado.
Buscaron un lugar donde esconderse. Hallaron un horno enorme que pertenecía a una panadería.
Entraron y cerraron la puerta tras ellos. El piso del horno todavía ardía, porque ese día habían horneado pan. Los pies de Mar Ukvá se quemaron, pero los de su mujer no. Dios causó tal milagro. Él quiso demostrar la diferencia entre las distintas formas de caridad.
La mujer de Mar Ukvá daba comida a los pobres. Y ellos la podían comer enseguida, en su casa, y así calmar su hambre. Mar Ukvá, por el contrario, les daba dinero a los pobres, y éstos debían ir y comprar comida y cocinarla.
También aprendemos de este milagro que Mar Ukvá y su mujer prefirieron entrar a un horno caliente antes que avergonzar a un judio y como Hashem valora este tipo de comportamiento.
Esforzarse por lo mejor
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Esforzarse por lo mejor
Rabi Guedaliá Halperin de Skoli era un hombre muy próspero. Reb Guedaliá había obtenido permiso del gobierno para instalar una fábrica de cigarros y cigarrillos en la ciudad de Viniki. Los inspectores gubernamentales debían aprobar el tabaco que él compraba y procesaba.
Pero Guedaliá no sólo compraba tabaco aprobado por el gobierno. Él también contrabandeaba tabaco de calidad inferior y sobornaba a los inspectores para que no prestaran mucha atención al rincón de la fábrica donde se hallaba el tabaco barato. Este sistema funcionó durante mucho tiempo, y así fue como se hizo rico Reb Guedaliá.
Una vez recibió la visita de un grupo de inspectores nuevos de la capital, que fueron a la fábrica de sorpresa. Estos inspectores revisaron las instalaciones con sumo cuidado y descubrieron el tabaco ilegal. Como corresponde en estos casos, elaboraron un informe. Reb Guedaliá debía comparecer ante un tribunal.
Rápidamente, Reb Guedaliá fue a ver a su Rebe, Rabí Meir de Premislán.
Para cuando llegó a Premislán, ya era el anochecer del viernes, demasiado tarde para ir a ver al Rebe. Por eso decidió posponer la charla hasta después del Shabat. Mientras tanto, trató de olvidarse de sus preocupaciones y de absorber la atmósfera de santidad que había en la casa del Rebe.
Esa semana se leía la parashat Vayesheb. Como de costumbre, el Rebe leía de la Torá. El Rebe indicó que quería que Reb Guedaliá fuera honrado con la aliá shishit.
Reb Guedaliá recitó las bendiciones correspondientes y entonces el Rebe comenzó a leer del rollo de pergamino. Leyó hasta el versículo que dice: "Y Yosef estaba en la cárcel", si bien el corte era tres versículos después.
Entonces hizo una señal de que Reb Guedaliá debía decir la bendición final. Reb Guedaliá comprendió que el versículo se refería a él, que debería ir a la cárcel. Se puso pálido y comenzó a temblar en forma violenta. Aún no le había dicho nada al Rebe. Pero el Rebe le había expresado que estaba destinado a ir a la cárcel. ¡Qué miedo!.
Reb Guedaliá miró la Torá y se dio cuenta de que la lectura no había finalizado aún. Faltaban todavía tres versículos para terminar la shishí de acuerdo con la tradición. Obviamente no quería que el Rebe interrumpiera la lectura en un versículo tan poco favorable. Sus ojos rogaron a Rabí Meir que continuara hasta el corte tradicional de shevií. El Rebe consintió y concluyó con las palabras "lo hacía prosperar en todo lo que hacía".
¡Ahora sí que estaba mejor! Reb Guedaliá exhaló un suspiro de alivio. Por lo menos había un aire de esperanza.
El Shabat transcurrió sin novedades. Luego de habdalá, Reb Guedaliá entró al estudio del Rebe. Deseaba volcar su corazón apesadumbrado.
Rabí Meir, con su intuición divina, sabía del problema. Le dijo:
"Fue muy inteligente de tu parte hacerme continuar hasta shebií. Pero dime la verdad,¿acaso no crees que te mereces un castigo?"
"¡Todo este tiempo has estado engañando al público! Ya que tus productos son de menor calidad."
Reb Guedaliá bajó la cabeza, avergonzado. Sí, siempre supo eso y sintió remordimiento. Rabí Mejor penetró hondamente en su corazón y comprobó que su arrepentimiento era sincero.
"Veo que dices la verdad. Muy bien, te doy mi bendición de que no tengas que sufrir, con la condición de que en el futuro te corrijas".
Cuando Reb Guedaliá regresó a su casa en Skuli, se enteró de que todos los cargos contra él habían sido depuestos. Ya no habría juicio.
Una balanza defectuosa
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Una balanza defectuosa
Rabí Moshé solía viajar a distintas ciudades. Una vez llegó a una ciudad donde todos los hombres de negocios compartían un mismo defecto: no eran cuidadosos en lo referente a pesos y medidas. Por eso reunió a toda la gente del lugar y habló así:
Seguramente conocen ustedes lo que enseñaron nuestros Sabios en el tratado de Sotá:
"A la persona se la mide con la misma vara que él emplea".
Si se trata de un comerciante que emplea una balanza defectuosa, luego, después de que muere, sus buenas acciones también son pesadas sobre una balanza defectuosa. Y así pierde en la misma medida.
En otra ocasión, Rabí Moshé llegó a Cracovia. Allí se enteró de que los hombres ricos de la sinagoga tenían un truco: los Shabat prometían sumas enormes para donar, pero cuando los gabaim iban a recolectar el dinero, no recibían más que unos pocas monedas.
Ese Shabat, en la comida de seudat shelishit, cuando todos los hombres ricos se habían reunido en la sinagoga, Rabí Moshé les habló:
"Ustedes han de saber que cada vez que un judío realiza una acción, crea un ángel. Cuando hace una mitzvá, crea un ángel bueno. Mas cuando peca, crea un ángel malo.
Al prometer dinero para caridad y no cumplir con lo prometido, se crean ángeles, pero ángeles falsos. Luego de que la persona muere, se convoca a todos sus ángeles para que atestigüen. Los ángeles falsos atestiguan en falso. ¡Mienten! Y una vez que mienten, ¡quién sabe las mentiras que inventan! ¡Pueden llegar a acusar a una persona de los peores pecados! Por eso, queridos amigos, ¡tengan cuidado!"
El constructor del barrio
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El constructor del barrio
EI grupo de jóvenes alumnos de yeshibá iba caminando por las silenciosas calles de la ciudad. Ya era de noche: las calles estaban totalmente a oscuras y completamente desiertas. Por fin, uno de los jóvenes se detuvo frente a una casa muy grande que estaba rodeada por un bello jardín.
"Ésta es la casa. Vamos, golpeemos", dijo uno ellos." Pero es tardísimo, casi medianoche. No hay ni una sola luz prendida. ¡Vamos a despertar a la familia!", dijo otro.
"¿Qué haremos?", preguntó un tercero.
"Debemos despertarlos de cualquier modo. Eso fue lo que dijo Reb Moshé. Sin Reb Berel presente, la boda no puede celebrarse."
El joven tocó el timbre. Este resonó por toda la casa, pero no se oyeron pasos. Volvió a tocar, de modo insistente. No hubo ninguna reacción desde adentro.
"Esto es muy sospechoso! Yo opino que debemos forzar la puerta. Tal vez le haya ocurrido algo a Reb Berel y a su familia...", sugirió alguien.
Intentaron abrir la puerta. Pero para su asombro, estaba abierta. Entraron. Temerosamente, caminaron por el corredor. De pronto uno de ellos exclamó:
"Esperen! Miren... Hay un bulto en el suelo. ¡Oh! ¡Es una persona!"
Alguien encendió un fósforo. La luz descubrió el cuerpo de Reb Berel, quien yacía en el suelo inconsciente, y junto a él, yacía su esposa. Ambos estaban atados e inconscientes.
Los jóvenes rápidamente los desataron y les hicieron recobrar el conocimiento. Entonces, Reb Berel dijo:
"Gracias a Dios que estoy vivo! ¡Es un verdadero milagro! Pero, ¿quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?"
"Nos envió Reb Moshé. Nos dijo que lo viniéramos a buscar para llevarlo al casamiento de su hija. Él insistió en que usted debía venir."
Reb Berel dio un suspiro de alivio.
"Fue la mitzvá de hajnasat kalá la que me salvó!"
Se puso de pie y caminó por la casa. Todo estaba en el más completo desorden.
"Entraron ladrones y nos ataron. Nos golpearon hasta que perdimos el conocimiento, y hubieran dejado la casa vacía si no fuera porque llegaron ustedes. Gracias, queridos jóvenes. ¡Me han salvado!"
"Piensa que todavía puede ir a la boda? Reb Moshé insistió en que viniera. Ya es muy tarde, pero sé que lo está esperando. Es decir... si usted puede.
"¡Por supuesto que puedo!", respondió Reb Berel."Claro que voy a ir. Es gracias a él que me salvé." Y fue tras el grupo de jóvenes. Halló a Reb Moshé en el salón de fiestas, si bien los demás invitados ya se habían ido.
"Debo contarles lo que ocurrió", dijo Reb Berel, "es un verdadero milagro".
"La historia comienza hace unos meses. Era el día después de Pésaj. Encontré a Reb Moshé, que iba caminando por la calle. Parecía muy perturbado. Le dije los buenos días y le pregunté si tenía algún problema. Él, tras un leve suspiro, me explicó que su hija debía casarse luego de Shabuot pero que no tenía ni un solo centavo para darle.
"¿Cuánto necesita?", le pregunté.
Otra vez suspiró. "Doscientas monedas de oro", respondió.
Era una suma considerable, pero le dije que no debía preocuparse. En el acto saqué la billetera y le entregué trescientos.
"Es mi placer ayudarlo. ¡Pero no olvide invitarme a la boda!
Quiero estar presente y desearle personalmente mazal tob".
"Yo sabía que la boda ya tenía fecha y que se habían enviado las invitaciones. Pero yo no había recibido invitación. Eso me sorprendió. Pero Reb Moshé se acordó de mí antes de que fuera demasiado tarde, la misma noche de la boda. Envió a este grupo de jóvenes a buscarme, para cumplir su promesa. Y fue esta misma noche que los ladrones habían planeado robar mi casa. Quién sabe qué hubiera pasado si los ladrones no hubieran oído que venía gente...
"Es exactamente como dijo el más sabio de los hombres, el rey Shelomó: "Arroja tu pan al agua, porque en la plenitud de los días lo hallarás". Gracias al dinero que le di a Reb Moshé, dinero del que me puedo desprender, gracias a Dios, ¡mi vida, mi familia y mi fortuna se salvaron!
Reb Berel tenía un anuncio por hacer: "Hace mucho que pienso ir a radicar a Éretz Israel. Ahora me he decidido. Iré a Jerusalén y allí construiré hogares para los pobres, hogares para los que estudian Torá. ¡Y espero que este gesto, esta buena acción, traiga al Mesías más pronto, en nuestros días!"
"¡Amén!", respondieron todos al unísono.
Reb Berel cumplió con su palabra. Radicó en Jerusalén, cerca de la gran plaza que se llama "Kikar Hashabat". Y allí construyó un complejo de casas que hasta el día de hoy lleva su nombre, "Baté Orenstein". Su fundador? Berel Orenstein, quien salvó su vida y quiso expresar su agradecimiento a Dios de esta manera especial.
Mi vida por la suya
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Mi vida por la suya
En Berditchev se acostumbraba que, antes de Yom Kipur la gente iba con una pequeña nota y dos monedas, a pedirle al Rebe, Leví Itzjak, que rezara por ellos en el día más sagrado del año.
¿Quién no quería un buen año? ¿Quién no quería que el gran tzadik rezara por él? Todos iban con sus notas. Todos conseguían dinero para poner en la mesa del Rebe.
Una cierta víspera de Yom Kipur, el Rebe estuvo sentado a su mesa hora tras hora. La pila de notas se amontonaba en un costado, y la pila de monedas en el otro. Y el Rebe seguía esperando. ¿Qué esperaba? ¡Había tantos preparativos que hacer para Yom Kipur!
Poco antes de Kol Nidré llegó corriendo una mujer; colocó la nota en la mesa y a su lado, dos monedas.
El Rebe estudió la nota y luego observó las dos monedas.
"Usted escribió aquí dos nombres, pero me trajo sólo dos monedas. O bien me entrega dos monedas más, o deberá borrar uno de los nombres”, dijo con firmeza.
La mujer exhaló un suspiró y explicó: "Yo soy viuda. Lo único que me queda en este mundo es mi querido hijo. Los dos nombres son el de él y el mío. Pero, ¿qué podía hacer? Me pasé todo el día corriendo, tratando de reunir estas dos monedas. Rogué y tuve que pedir prestado, pero no conseguí más que esto.
¿Qué puedo hacer, Rebe?" La mujer estaba al borde de las lágrimas.
"Mi regla es firme. No puedo hacer ninguna excepción. Debe decidirse. ¿Por quién quiere que rece?¿Por usted o por su hijo?"
La mujer suspiró, mas no dudó. "¡Por mi hijo, por supuesto! El es mi mayor tesoro. ¡Con gusto sacrificaría mi vida por la suya!" La mujer había tomado una decisión. El Rebe asintió y la mujer se fue.
Ni bien ella se fue, el Rebe se levantó y fue alegremente a la sinagoga, donde la gente ya lo estaba esperando para comenzar Kol Nidré. Mientras caminaba por las calles de Berditchev, el Rebe murmuró una y otra vez:
"Voy a rezar por mi pueblo, el pueblo judío, en el mérito de esta pobre viuda. ¡Ella está dispuesta a sacrificar su propia vida por amor a su hijo, Ribonó shem Olam! ¡Tú también, Dios, debes tener compasión por Tus hijos, Tu pueblo elegido!"
Con estas palabras, el Rebe de Berditchev entro confiado a la sinagoga y comenzó los rezos de Yom Kipur.
La piedra preciosa
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La piedra preciosa
Rabí Itzjak no había sido bendecido con hijos. Rezó y rogó por un hijo, pero todo fue en vano. La profesión de Rabí Itzjak era ser comerciante de piedras preciosas. Compraba y vendía joyas que se utilizaban para los adornos de los ricos nobles y de sus mujeres. El mismo poseía una joya en particular, un zafiro. Se trataba de una gema enorme y perfecta, una verdadera rareza. Existían otras dos piedras exactamente iguales a ésta. Pero se hallaban en poder del rey. Y servían de ojos para un ídolo del palacio del rey.
Una vez, una de estas piedras se cayó y nadie la pudo encontrar. Cuando el rey se enteró de que existía una piedra igual a ésta, envió rápidamente un mensajero a Rabí Itzjak, ofreciéndole cualquier precio que el judío pidiera.
"El rey te dará mil ducados", dijo el mensajero. Cuando Rabí Itzjak se enteró de que el rey quería la piedra para uno de sus ídolos, se negó a venderla.
"Mi piedra no está en venta, ¡ni siquiera por un millón de ducados!", dijo.
El mensajero no podía creer lo que acababa de oir. "El rey me dio órdenes explícitas de regresar con la gema. Si te niegas a venderla, la tomará por la fuerza. El rey te matará"
"Bien, en ese caso", dijo Rabí Itzjak dudoso, se la venderé. Pero deseo llevársela yo mismo.
Rabí Itzjak no sabía qué hacer. ¿Le estaba permitido sacrificar su vida? ¿Acaso estaba obligado a hacerlo? Viajó junto al representante del rey y durante todo el viaje rezó para que Dios lo guiara. ¡Por supuesto que no quería entregar su preciosa gema para el ídolo del rey! ¿Había alguna salida? De repente se le ocurrió una idea.
Rabí Itzjak comenzó a alabar la belleza de su gema ante el enviado del rey. Una y otra vez le repitió que era de una magnificencia enceguecedora. ¡Era la gema más espléndida que el ojo humano jamás había contemplado!¡Resplandecía como mil soles!
El mensajero tuvo curiosidad por ver la gema. Rogó a Rabí Itzjak que se la mostrara. Al principio, Rabí Itzjak se negó, aduciendo que era tan cara, no fuera que le pasara algo...
"Tendré muchísimo cuidado, quédese tranquilo", dijo el hombre, lleno de curiosidad.
Por fin, Rabí Itzjak, con un poco de mala gana,consintió. Sacó la caja que contenía la piedra y la abriócon cuidado. De pronto se formó un refulgor brillante; el zafiro había salido a la luz y la reflejaba; era algo increíble."Jamás creí que pudiera existir algo tan bello!", exclamó el mensajero. "Déjeme sostenerla tan sólo unmomento. ¡No olvidaré este instante en toda mi vida!" negó, pero luego aceptó.
Al principio Rabí Itzjak se negó, pero luego aceptó dársela por un momento. Cuando el mensajero estaba por devolverla, la mano de Rabí Itzjak tembló a propósito... ¡y la piedra cayó al mar!
Rabí Itzjak dio un grito histérico. "Mi joya! ¡Mi piedra preciosa! ¡Toda mi fortuna perdida! ¿Qué haré?"gritando: "Perdí toda mi fortuna en un minuto!".
Se arrojó sobre cubierta ¡Ay! ¿Por qué tuve que aceptar darle mi piedra? ¡Qué tonto que soy! ¡Ojalá me muriera! El rey me había prometido mil ducados y privilegios especiales para mí y mi familia, ¡y ahora, todo perdido!"
Todos los pasajeros se amontonaron a su alrededor. Al enterarse de su tragedia, trataron de consolarlo, pero él simuló estar completamente deprimido por su pérdida. Cuando el barco por fin echó anclas, algunos amables pasajeros acompañaron a Rabí Itzjak a ver al rey, para explicarle lo sucedido.
"De verdad le hubiera pagado mil ducados por esa piedra. Pero ahora no se merece ni un solo centavo. Sin embargo, al ver lo mucho que sufría Rabí Itzjak por la pérdida, el rey dispuso que se le pagara el viaje de vuelta. Rabí Itzjak regresó a su casa, mucho más pobre pero mucho más aliviado que antes.
Al bajar del barco, se encontró con Eliyahu Hanabí, quien le dijo: "Como estuviste dispuesto a sacrificar toda tu fortuna para evitar que una piedra adornara un ídolo, Dios te ha tenido piedad y te compensará con una piedra preciosa, ¡un hijo que iluminará los ojos de todo Israel hasta el finde las generaciones! "Al año siguiente, para la misma época, la mujer de Rabí Itzjak dio a luz un hijo. Lo llamaron Shelomó. Se trata del famosísimo Rabí Shelomó Itzjakí, o Rashí. ¡Y en verdad, sus comentarios iluminan los ojos de todos los judíos hasta el día de hoy y seguirán haciéndolo para siempre.
Lágrimas en los tefilin
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Lágrimas en los tefilin
El pequeño Zevi era un niño como cualquier otro. Estudiaba, jugaba, y a veces se comportaba bien y a veces mal. Nadie se quejaba de su comportamiento, porque era más o menos igual que todos. De todos modos, la gente estaba algo decepcionada, ya que todos estaban seguros de que el hijo de Rabí Yejiel Mijel de Zolotjov debería ser algo especial.
Sin embargo, él no mostraba señales de sobresalir en nada. El pequeño Zev creció. Y se acercaba su bar mitzvá. El Rebe mandó hacer los tefilin de su hijo con un sofer experto, pero pidió que éste se los llevara a él antes de colocar el pergamino dentro de las batim, las cajas de cuero donde se guardan los pergaminos del tefilin.
Una vez que el pergamino y los estuches estuvieron listos, el escriba fue a ver a Rabí Yejiel Mijel para que pudiera inspeccionar el trabajo. El Rebe tomó los tefilin en la mano y no pudo contener su emoción. Comenzó a llorar, y las lágrimas inundaron las cajas vacías. El Rebe lloró y lloró, rezando fervientemente por el futuro de su querido hijo. Y cuando las lágrimas rebasaban ya la caja negra, la vació y dejó de llorar.
Una vez que los tefilin se secaron por completo, el Rebe colocó las parashiot adentro. Ya todo estaba listo para el bar mitzvá.
Cuando Zev se puso los tefilin por primera vez, sintió que un aire de santidad lo envolvía. De pronto, se sintió un hombre, lleno de reverencia y amor a Dios. Y a partir de aquel momento, Zev se transformó. Comenzó a destacarse en sus estudios, ya que ahora lo dominaba el deseo de aprender más y más. Y, con el tiempo se convirtió en uno de los tzadikim de su generación.
Esto fue lo que hizo Rabí Yejiel Mijel, un tzadik de su época, pero nos queda de ejemplo a nosotros de cómo debemos esforzarnos e invertir nuestras lágrimas en la tefila por el futuro de nuestros hijos.
El avaro paga
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El avaro paga
Rabí Meir de Premislán era un hombre tan santo que muchos otros grandes de su generación iban a pedirle consejo. Una vez fue a verlo cierto tzadik para pedirle su bendición, ya que deseaba radicar en Éretz Israel. Rabi Meir escuchó con atención y dijo:
"Y cómo piensas reunir el dinero para el viaje?"
"Pienso ir a visitar unos parientes. Cuando les cuente de mis planes, estoy seguro que me ayudarán a reunir el dinero que necesito."
Rabí Meir se sumergió en sus pensamientos. Parecía perturbado. "Esta idea no me gusta nada. Perderás meses enteros de tiempo precioso en el que te podrías haber dedicado a la Torá. Pero como veo que estás decidido a viajar, déjame hacerte una proposición: quédate conmigo aquí por un tiempo. Yo te garantizo que juntaré el dinero para los gastos de tu viaje."
El visitante lo pensó detenidamente. Y decidió aceptar la oferta. El Rebe no lo despidió, sino que le indicó al shamash que hiciera entrar a otra persona que estaba esperando.
La puerta abrió y apareció un hombre rico, que al ver que había otra persona en el cuarto, se detuvo. No supo qué hacer. Pero el shamash le había indicado que entrara. ¿Acaso se trataba de un error? Parado en el umbral, no sabía si entrar o retirarse. Aquellos momentos le parecieron una eternidad. Por fin, Rabí Meir habló, indicándole que entrara.
"Tengo una historia que contarte", dijo, dirigiéndose al tzadik que lo visitaba, "pero me gustaría que tú también la oyeras", continuó, hablándole ahora al hombre rico. Tiene una moraleja que les servirá a ambos.
"Hace muchos años, había un judío muy rico que tenía muchas propiedades. Pero Reb Moshé era una persona muy avara. Jamás invitaba a nadie a su casa. Y si llegaba algún pobre, pidiendo algo que comer, le decía que fuera a ver a su vecino, Reb Matitiahu, un judío recto y temeroso de Dios. 'Allí se sentirá más cómodo', Reb Moshé pensaba para sí.
"Y así era. Si bien Reb Matitiahu no era un hombre de medios como su rico vecino, en su casa nunca faltó la comida sobre la mesa. Y siempre había lugar para alguien más, por más descuidado o sucio que fuera el visitante. La casa y el corazón de Reb Matitiahu estaban abiertos para quien quisiera entrar.
"Toda la gente del lugar sentía gran respeto por Reb Matitiahu. ¡Es que era tan bueno! ¡Tan amable! Pero si piensan que lo estimaban más que a Reb Moshé, pues están muy equivocados. La naturaleza humana es respetar al hombre con dinero, y por eso trataban a Reb Moshé con una reverencia especial, aunque conocían su avaricia.
"Esta gran injusticia causó un revuelo en el Cielo. Los ángeles se presentaron ante el tribunal celestial exigiendo que Reb Moshé fuera privado de su riqueza, y que todo su dinero fuera destinado en cambio a Reb Matitiahu, quien jamás le había negado a nadie su ayuda ni su hospitalidad. Pero antes de que la sentencia fuera ejecutada, hizo su aparición Eliyahu Hanabí y dijo: "No se debe juzgar una persona solamente por rumores. Yo descenderé a la tierra y daré a Reb Moshé una última oportunidad. Debo comprobar si realmente es tan avaro"
"Eliyahu se disfrazó de mendigo y descendió a la tierra. Fue y golpeó a la puerta de Reb Moshé. Le abrió un sirviente. Pero al ver a aquel hombre pobre en harapos y temblando de frío, lo quiso echar: 'Rápido, váyase, antes de que lo vea mi amo. El es una persona muy cruel, y si lo encuentra aquí nos echará a los dos juntos de la casa'. El sirviente trató de cerrar la puerta pero el mendigo había colocado el pie en el medio. 'No me llevaré nada. Tan sólo querría quedarme junto a la estufa un rato, para calentarme. ¿No ve el frío que hace afuera?'
"Y así siguieron discutiendo, cuando de pronto apareció el propio Reb Moshé. "Qué sucede aquí? ¿Qué es lo que busca?", le preguntó al mendigo.
"Quería solamente calentarme un poco, tal vez beber un vasito de licor para revivir mis pobres y congelados huesos."
"Usted debe estar loco! ¿Qué se cree? ¿Que esto es un hotel?"
"Enseguida ordenó al sirviente que echara al intruso. Y aunque el sirviente no quería ofenderlo, tuvo que tomarlo de la solapa y echarlo afuera. Luego cerró la puerta de golpe. "Eliyahu Hanabí se quedó parado afuera en el frío congelante, llorando y rogando que lo dejaran entrar aunque fueran sólo unos minutos. Pero al ver que no había reacción alguna, que Reb Moshé había endurecido su corazón, entonces realmente lloró. Pero esta vez lloró por el alma de Reb Moshé.
"Eliyahu regresó al tribunal celestial. No traía buenas noticias. No tenía nada que decir en defensa de Reb Moshé. El caso quedó sellado. Reb Moshé perdería toda su fortuna, tal como se había dispuesto".
Rabí Meir de Premislan prosiguió el relato, luego de una breve pausa. Su voz recobró nuevo énfasis.
"Cuando yo, Meir, oí esta sentencia, fui corriendo a defender a Reb Moshé. Porque, ¿cómo va a recibir una persona un castigo tan duro sin previo aviso? Yo le pedí al tribunal celestial: Permítanme advertirle a Reb Moshé. No lo dejaría quedar atrapado como una pobre mosca en una telaraña. ¡Todo judío merece una segunda oportunidad! Yo sería el mensajero del tribunal. Y si Reb Moshé accedía a darme cuatrocientos rublos para que este judío aquí presente pudiera pagar los gastos de su viaje a Éretz Israel, y si resolvía enmendarse, se le daría una nueva oportunidad. Pero si...", y aquí Rabí Meir bajó la voz, "Dios no lo permita, ignoraba esta advertencia e insistía en su avaricia, perdería toda su fortuna y tendría que depender de la bondad de los otros por el resto de sus días."
Rabí Meir se quedó callado. Luego, dirigiéndose al hombre rico que todavía estaba parado en la puerta, continuó: "Reb Moshé está aquí junto a nosotros. Veamos lo que dice."
Pero Reb Moshé no podía hablar, sino que estalló en llanto, y se cayó al suelo, desvanecido. El Rebe y el visitante intentaron devolverle el conocimiento. Entonces, Reb Moshé se dirigió al Rebe, diciendo: "Tiene usted tanta razón, Rebe! ¡He pecado! ¡He sido un malvado! Pero prometo comenzar una nueva etapa. Por favor, ¡tenga piedad de mí!"
Puso la mano en el bolsillo v sacó la billetera. Conto cuatrocientos rublos y se los dio al otro visitante. Por favor", le imploró, cuando llegue a Jerusalén, rece por mí.
Con los cuatrocientos rublos el tzadik y su familia pudieron viajar directamente a Israel, sin ningún retraso.
Y en cuanto a Reb Moshé, su casa se transformó en una casa abierta para todos los viajeros, mendigos, hombres con problemas. Su fama de baal tzedaká se difundió por todas partes y utilizó su gran fortuna para ayudar a sus hermanos menos afortunados.
En cuerpo y alma
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En cuerpo y alma
El Baal Shem Tob hubiera preferido permanecer en el anonimato y vivir una vida de aislamiento, de adoración sagrada. Pero llegó el momento de revelarse al mundo ya que había mucho por hacer. Una vez hecho esto, el Baal Shem Tob mantuvo contacto muy cercano con otros nistarim, tzadikim con apariencia de simples obreros o artesanos, que aún se mantenían ocultos para el mundo, y que sólo él conocía.
Rabí Nisán era uno de esos nistarim. El Rebe lo enviaba a realizar misiones especiales en rescate de sus hermanos judíos, tanto en cuerpo como en alma, y a difundir la Torá en los pueblos más alejados, especialmente entre la gente simple, los judíos sin educación.
Una vez, cuando Rabí Nisán llegó a ver al Baal Shem Tob, éste le encomendó una misión muy dificil. Le dijo que había un alma judía en especial que debía salvar.
"Como bien sabes, el Conde Radziwil es el dueño del pueblo de Harkey, donde vives. Él tiene un amigo, Pierre Louis, un noble francés, que en realidad es un judío que fue arrebatado de su pueblo durante la infancia. Ahora ha llegado el momento de que lo devuelvas a su verdadera fe; esa es tu tarea."
Todos los años el Conde Radziwil invitaba a Pierre a ir de cacería. El Baal Shem Tob le entregó a Rabí Nisán un sobre, diciéndole: "Aguarda a que llegue Pierre. Luego abre este sobre. Contiene instrucciones."
Ni bien Rabí Nisán llegó a Harkey, advirtió una gran actividad en las calles. Todos se aprestaban a darle la bienvenida al conde, quien retornaba de su primera cacería.
El grupo regresó entre ruidos y gritos, y enseguida se dirigió al lugar donde se hospedaba, en la casa del cura del lugar. Pero cuando el conde puso pie en el primer escalón, se resbaló sobre la piedra helada y cayó. Al caer, su arma, que aún estaba cargada, se disparó sola, hiriéndolo en el estómago. De inmediato el médico privado del conde corrió a su lado y trató de detener el enorme flujo de sangre. Llevó al conde dentro de la casa,lo puso sobre una cama y examinó la herida, mas se dio cuenta de que se trataba de algo demasiado complicado para curar él solo. Debía conseguir a un especialista de inmediato.
Mientras tanto, el conde yacía en la cama, completamente inconsciente, y perdiendo cada vez más sangre. Se debatía entre la vida y la muerte.
Cuando los judíos de Harkey se enteraron del terrible accidente, quedaron profundamente consternados, ya que el conde era un excelente amo, una persona benevolente que siempre los había tratado con amabilidad. Por eso se reunieron en las sinagogas a rezar por su pronta recuperación. Entre ellos se encontraba Rabí Nisán, quien, en medio de la confusión, casi se había olvidado de la misión del Baal Shem Tob.
Afortunadamente lo recordó a tiempo. Entonces fue y abrió la carta con las instrucciones.
¡Oué increíble! La carta describía una cura especial para el mismo tipo de herida que había sufrido el conde! Rabí Nisán regresó a casa, preparó las medicinas de acuerdo con las instrucciones y fue corriendo a la casa del cura, donde yacía el conde en agonía.
Era el día después del accidente. El conde seguía aún inconsciente, rodeado de varios médicos, que no tenía muchas esperanzas en cuanto a su recuperación. Rabí Nisán entró a la casa, con el anuncio de que había traído una cura especial para el conde. Allí fue recibido por Pierre, el amigo francés del conde. Este dirigió una mirada a Rabí Nisán, a la barba y a los peyot, y se rió.
"De veras cree que puede salvar la vida del conde, cuando todos los especialistas no lograron ayudarlo?"
"¿Y qué se pierde con probar?", contestó Rabí Nisán.
"Yo tengo aquí un preparado que estoy seguro que le hará mucho bien." Desesperados por cualquier cosa que pudiera mejorar su condición, los médicos dejaron que Rabí Nisán se acercara al enfermo. Todos se quedaron parados, mientras el judío atendía al conde.
Primero colocó sobre la herida una pomada especial. Luego dejó caer varias gotas de una potente medicina en la boca semiabierta del conde.
A los pocos minutos se advirtió una marcada mejoria. La herida dejó de sangrar y el rostro blanco volvió a tomar color. A la hora, el conde abrió los ojos y miró a su alrededor. Los médicos no podían creer lo que veian. ¿Cómo era posible? ¡Era un verdadero milagro! Y el mas sorprendido de todos era Pierre.
"¿Con qué drogas milagrosas curaste al conde?" quisieron saber. Él les narró acerca del Baal Shem Tob y de su increible carta. Y les dijo cómo este gran santo sabía curar cuerpos y también almas, y cómo ayudaba a la gente de modos milagrosos.
Los médicos escucharon extasiados. Pero el más cautivado de todos era Pierre, el amigo del conde. Al notar su gran interés, Rabí Nisán le pidió hablar en privado.
Los dos hombres ingresaron a un cuarto contiguo. Entonces Rabí Nisán dijo a Pierre: "Tu verdadero nombre es Pésaj Tzví. Te llamas igual que el abuelo de tu madre, y eres judío. Cuando eras muy pequeño te secuestraron y te forzaron a adoptar la religión cristiana. El Baal Shem Tob, por medio de su intuición divina, sabe todo lo referente a ti y me ha enviado a decirte que ha llegado el momento de que te reúnas con tu pueblo. Todos tus pecados podrán ser perdonados. Siempre hay lugar para el arrepentimiento. Sin embargo, la decisión es tuya."
Rabí Nisán había cumplido con su misión. Cuando se fue, Pierre Louis estaba sentado, visiblemente conmovido, y sumergido en sus pensamientos.
El estado del conde mejoró día a día. Y muy pronto pudo levantarse y salir. Con el tiempo el grupo de cacería se fue del lugar. Y Pierre Louis se fue con ellos.
Unos días más tarde regresó a Harkey. Se dirigió al humilde hogar de Rabí Nisán y le confió que, desde la charla entre ambos, no había hallado descanso para su alma.
Siento que ya no puedo comer cerdo y otras comidas prohibidas para los iudíos. La caza ya no me atrae como antes. Mi corazón ansía retornar con mi pueblo. Me siento atraído a ellos. Todo lo que antes me interesaba ahora me parece vacío y sin sentido. Le confesé todo esto al conde y debo decir que su reacción fue muy interesante. Me dijo que aunque lamentaría perderme como amigo, me aconsejaba seguir los dictados de mi corazón, y que hiciera lo de mi consciencia me indicara, porque ese era el único modo de hallar la felicidad y de cumplir con mi objetivo en la vida. Por eso aqui estoy. He venido a estudiar judaísmo. Deseo regresar con mi pueblo y transformarme en un judío piadoso."
Pierre Louis desapareció. Se convirtió en Pésaj Tzví, el judio. Permaneció en Harkey y empezó a estudiar con Rabí Nisán. Lentamente comenzó a practicar todas las mitzvot. Al poco tiempo había absorbido tanta Torá que se transformó en un sabio de renombre.
Recoger los frutos
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Recoger los frutos
Cierta vez, el emperador romano Adriano declaró la guerra a un país lejano. En ruta a aquel lugar, pasó por Eretz Israel, por un pueblito cercano a Tiberias. Allí vió a un anciano que trabajaba en su jardín. El hombre cavaba pozos con la pala y plantaba higueras.
El emperador se detuvo a observarlo. El hombre trabajaba sin descanso, ajeno a las gotas de sudor que le corrían por la cara y la espalda. El emperador advirtió las manos de aquel anciano: manos curtidas por el trabajo, llenas de callos. Y aún así, el hombre continuaba trabajando.
"Abuelo!", dijo el emperador. "¿No le parece que ya trabajó bastante toda su vida? Dígame, ¿qué edad tiene?"
El viejo se irguió y respondió con orgullo: "Tengo cien años, bendito sea Dios."
"Cien años de edad y sigue plantando árboles!" se maravilló el emperador. "¿Para qué trabaja tanto? ¿Acaso piensa recoger los frutos de su labor? ¿Acaso cree que llegará a comer los higos de estas plantas? ¡Por cierto que morirá antes, y serán otros los que recojan los frutos!" "No me importa", respondió el viejo con una sonrisa.
"Si es la voluntad de Dios que yo muera, entonces me alegraré de que sean otros quienes coman de estos frutos. Mis hijos y mis nietos los cosecharán, así como yo coseché los frutos que plantaron mis padres y mis abuelos. Así es la vida."
El emperador y su ejército prosiguieron la marcha y llegaron al frente. La guerra fue muy larga y muy dificil. Por fin, luego de tres años, Adriano derrotó al enemigo y emprendió el camino de regreso. Y otra vez pasó por Eretz Israel y por el huerto cerca de Tiberias. Y alli encontró al mismo anciano, cuidando de sus plantas.
¡Pero las pequeñas plantas de higo se habían transformado en árboles erguidos que ya daban frutos! Las grandes hojas verdes ofrecían protección a los jugosísimos y verdes frutos.
El anciano vió que se acercaban el emperador y sus soldados. Rápidamente tomo una canasta y la llenó con los frutos más grandes y jugosos que encontró. Luego lo fue corriendo al camino, y le entregó al emperador los frutos de su labor. "Su majestad", dijo, "no sé si se acordará. Yo soy el mismo anciano que encontró hace tres años cuando iba a la guerra. Entonces yo estaba plantando los árboles. Y hoy aquí me ve, todavía en vida,y disfrutando del fruto de mis esfuerzos. Tome, su majestad. Buen provecho."
El emperador se quedó muy impresionado. "Es evidente que su Dios verdaderamente lo ama. Y si Él tanto lo respeta, entonces yo también lo respetaré. Y entonces se dirigió a sus sirvientes y les ordenó que sacaran la fruta y llenarán los canastos con monedas de oro.
Los sirvientes así lo hicieron. En recompensa a su regalo de higos, el anciano recibió una canasta llena de monedas de oro.
Todo por un rublo
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Todo por un rublo
Rebe ¡Tiene que ayudarme!", Reb Motel entró corriendo al Bet Midrash del tzadik de Apta. Con las lágrimas rodándole por las mejillas, el pobre hombre le narró al Rebe acerca de su buena hija, quien ya era bastante grande y no podría casarse hasta que su padre reuniera una dote decente. "¿Cuánto necesita?", le preguntó el Rebe amablemente.
Al pobre hombre se le escapó una carcajada.
"¡Ja! Tengo un rublo en el bolsillo. ¡Aquí está! Y necesito mil rublos."
Y, extrayendo la moneda del bolsillo, la sostuvo en alto.
"Mmmm... un rublo... muy bien. Es un comienzo.
Toma tu rublo y compra la primera mercadería que encuentres. Que Dios te bendiga y que tu fortuna aumente para que puedas cubrir tus necesidades" le dijo el Rebe.
El hombre comprendió que debía partir.
"¡Un rublo! ¿Qué puedo comprar con un rublo?" pensó Reb Motel.
Él había llegado al Rebe al escuchar los prodigios que éste había obrado. Y tenía plena confianza en la bendición del Rebe, pero aún así le parecía raro que un rublo se pudiera convertir en mil.
El hombre emprendió el regreso a casa. Había viajado mucho hasta llegar a Apta, y estaba muy cansado.
Luego de varias hojas de viaje, decidió hacer un alto y descansar en una posada. Allí se sentó a una mesa y con la mirada recorrió todo el cuarto, estudiando el escenario. Tal vez hallara algún tipo de mercadería, tal como le había aconsejado el Rebe.
De repente sus ojos se toparon con un grupo de comerciantes de diamantes, que se habían amontonado en un rincón de la posada. Tenían su mercancía desparramada sobre un papel de arroz especial y discutían acaloradamente.
Dominado por la curiosidad, el pobre hombre se acercó y se asomó por entre los demás. El mercader de diamantes lo miró y le preguntó: "¿Busca comprar algo?"
Reb Motel estaba a punto de decir que no, cuando se detuvo y dijo que sí. Había recordado las palabras del Rebe.
"Cuánto dinero tiene?", le preguntó el mercader.
Reb Motel se sonrojó y respondió: "Un rublo."
Todos estallaron en estruendosas carcajadas. ¡Que idea más ridícula: ir a comprar diamantes con un rublo! Cuando las risas se aplacaron, el mercader dijo:
"Tengo algo que ofrecerle a cambio de un rublo."
"En serio? ¿Qué?"
Con la carcajada a punto de estallar, le respondió: "Por un rublo le vendo mi parte en olam habá."
"Trato hecho!", exclamó Reb Motel. "Pero que la venta sea legal. Debemos redactar un contrato de compra venta.
Los hombres de negocios que se hallaban presentes jamás habían escuchado algo tan cómico. ¡Qué divertido! Uno fue corriendo a buscar papel, otro un lapicero. Un tercero, experto en terminología legal, redactó el texto del documento.
Muy pronto el contrato estuvo listo para ser firmado. Tanto el vendedor como el comprador firmaron. Luego firmaron dos testigos, quienes atestiguaron la compra venta. Por fin, Reb Motel entregó su último rublo y tomó el documento y lo guardó. Se había formalizado la transacción.
Reb Motel regresó a su mesa, ante las carcajadas de los mercaderes de diamantes. Pero a él no le importaba.
Justo en ese momento entró una mujer a la posada. Era la esposa del mercader. Al ver que su esposo se desternillaba de la risa, le preguntó qué ocurría. El le señaló a Reb Motel y le dijo:
"Ves a ese hombre? Recién le saqué el último rublo que tenía a cambio de algo que no vale absolutamente nada. ¡Qué tonto! ¡Jajaja!"
"Y qué fue lo que le vendiste?", preguntó la mujer, llena de curiosidad.
"Le vendí mi parte en olam habá.".
El hombre estalló nuevamente en carcajadas, pero quedó duro cuando vió la expresión de su mujer.
"Lo único de valor que todavía tienes, tu pequeña parte en olam habá, i¿la vendiste?! ¿Acaso para ti no hay nada sagrado? ¿No hay nada en este mundo fuera del dinero?
¿No ves que ahora eres lo mismo que un gentil cualquiera? ¡Me niego a vivir con un hombre para quien nada es sagrado, ni siquiera su pequeña porción de inmortalidad!"
El hombre comprendió que su mujer hablaba totalmente en serio. El quiso minimizar el asunto: "Pero fue solamente una broma."
"No fue ninguna broma! Fue una venta con todas las de la ley. Con firmas y con testigos. ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo pudiste?
Esto ya se estaba poniendo demasiado serio. El hombre no había soñado siquiera que surgirían complicaciones.
Fue donde Reb Motel y se paró delante de él.
"Qué broma, ¿eh?", le dijo el mercader en tono muy amigable. "Estarás de acuerdo que fue sólo una farsa, ¿verdad? Vamos, disolvamos el convenio como adultos. Yo te devolveré el rublo y tú devuélveme el documento. Seguramente el rublo te servirá más que ese pedazo de papel."
Reb Motel meneó la cabeza. "Yo hice una compra seria. Y no me arrepiento. Por mi parte, es una transacción completamente válida.'
"¿Sabes qué?", le dijo el mercader en tono confidencial. "Te daré unos cuantos rublos extras si me devuelves el papel."
"No. Lo siento. La transacción es un hecho."
"Vamos. No seas tonto. ¿Cuánto quieres por ese pedazo de papel insignificante?"
"Mil rublos."
"Mil rublos? ¿Acaso te volviste loco? ¿Por un pedazo de papel que no vale nada?"
"Usted hizo la oferta, no yo. Yo estoy muy satisfecho con la compra que hice."
"Pues bien... quédate con ese estúpido papel; yo ¿para que lo quiero?"
"Cómo que para qué lo quiero?", gritó su mujer. "Si no recuperas ese documento, date por divorciado. ¡Exijo que vayamos a ver a un rabino en este mismo momento!"
"Pero, querida... ¿No ves que es un precio ridículo? ¿Mil rublos por un papel sin ningún valor?"
"Ni aunque tuvieras que pagar cinco mil rublos! ¡Me niego a vivir con un gentil, con un hombre que rechaza su porción en olam habá! ¡Y es mi última palabra!"
El mercader se dirigió entonces a Reb Motel, para tratar de rebajar el precio. Pero Reb Motel no se inmutó.
Mil rublos, ni un centavo menos. Por fin, el mercader puso la mano en el bolsillo, sacó la billetera y contó mil rublos. Se los entregó a Reb Motel, quien, a su vez, le dio el documento. En un arrebato de furia, el mercader rompió el papel en mil pedazos.
Reb Motel contó a la mujer todo lo que el Rebe le había dicho, para explicarle por qué pedía justamente mil rublos. Al oír la historia, ella quedó muy impresionada y decidió viajar a Apta de inmediato.
La mujer entró en el estudio del Rebe y le dijo: "Estoy muy contenta de que el dinero de mi esposo haya sido destinado a una causa tan noble. Pero tengo una pregunta:
¿De verdad la parte de mi esposo en el olam habá vale un rublo?
"El Rebe sonrió. "Cuando la vendió, no valía ni siquiera eso. Pero cuando la redimió por los mil rublos, subió muchísimo de valor. Y después de realizar una mitzva tan importante como la de ayudar a una novia, ¡Su parte en el plan habá ya no se puede medir, ni siquiera en oro!"
Coser para el Cielo
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Coser para el Cielo
"Tenemos que hacer algo con Eleazar", solía susurrar la gente con evidentes signos de preocupación. "Es tan, pero tan travieso que no parece que fuera hijo de un rabino como Rabí Elimélej". El pueblo de Lizensk estaba preocupado, ya que el hijo del Rebe no daba señales de la grandeza que poseía su padre. ¿Qué sería de él? ¿Tal vez el Rebe no estaba consciente del comportamiento de su hijo? Por fin, unas cuantas personas tomaron coraje Y fueron a ver al Rebe para hablarle de Eleazar.
El Rebe no parecía preocuparse demasiado por el asunto. El los calmó, diciéndoles: "Aguardemos a que llegue su bar mitzvá."
El niño se aproximaba a la edad de trece años. Ya se ultimaban los preparativos para el bar mitzvá, entre ellos el nuevo traje. El Rebe quería que el traje se cosiera en su propia casa, ya que él mismo quería supervisar el trabajo.
Llegó el sastre y le tomó las medidas a Eleazar. Luego puso la tela sobre la mesa. Antes de que realizara los primeros cortes, el Rebe dijo:
"Quiero un traje muy especial. Quiero que lo haga con profunda concentración desde la primera hasta la última puntada; debe ser un traje cosido para la gloria de Dios. Y cuando corte la tela, quiero que diga:
'Esto es leshem shamáim, esto es para el cielo'".
Cuando el sastre llegó a los hombros, el Rebe lo detuvo y le dijo: "Ahora quiero que diga: 'Estos hombros deben cargar el yugo del Cielo'. Y cuando llegue a las mangas, quiero que diga: 'Estas manos deben trabajar para Dios únicamente'. Y cuando haga los pantalones, diga con todo el corazón: 'Los pies de Eleazar sólo correrán para hacer mitzvot y para servir a Su Creador', etc."
El sastre trabajó con esmero, siguiendo las instrucciones de Rabí Elimélej.
Cuando llegó el momento de que Eleazar estrenara el traje, en el día de su bar mitzvá, todos advirtieron la sorprendente transformación. El niño que momentos antes había estado jugando en el patio con sus amigos de pronto se había puesto serio. Y en su rostro se dibujaba un aire de santidad. Se mostraba alto y erguido, no el niño inquieto que había sido momentos antes. Parecía como si hubiera madurado repentinamente.
Ahora era un hombre.
Y a partir de aquel día Eleazar se dedicó a sus estudios con una seriedad y una devoción nuevas, hasta que se convirtió en un gran rabino sabio como su padre.
El objeto valioso
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El objeto valioso
Había una vez una mujer que, transcurridos diez años de casada, aún no tenía hijos. Su esposo fue a ver a Rabí Shimón Bar Yojay a pedirle si podía divorciarla, para así poder casarse con otra mujer que le diera hijos.
Rabí Shimón dijo: "Así como se casaron con alegría y felicidad, e hicieron una fiesta, así también deberán separarse, con una fiesta."
El hombre dispuso un gran banquete. Y allí se sentó junto a su mujer, y comió y bebió a gusto. En el curso de la comida, el hombre se emborrachó y dijo a su esposa: "Mi querida mujer, puedes tomar cualquier objeto de esta casa cuando te vayas y regreses a casa de tu padre. Elige lo que consideres más valioso."
La mujer no era nada ingenua. No bien el esposo se quedó dormido, ordenó a sus sirvientes que lo llevaran a la casa de su padre.
El hombre se despertó siendo medianoche. Al mirar a su alrededor, no comprendió lo ocurrido y preguntó:
"¿Dónde estoy?"
A su lado se hallaba la mujer, quien le respondió "Estás en la casa de mi padre. Anoche me dijiste que podía tomar cualquier objeto que quisiera para quedarmelo. ¡Pero no hallé nada más valioso que tú, querido esposo!"
A la mañana siguiente los dos fueron a ver de nuevo a Rabí Shimón. El tzadik rezó para que Dios los bendijera con un hijo. Y Dios, que cumple las plegarias de los tzadikim, accedió a su ruego y bendijo a la pareja con un niño.
Un miembro de la familia
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Un miembro de la familia
Rabí Baruj Mordejay de Varsovia tenía la casa abierta para todo el que quisiera entrar. La gente entraba y salía todo el tiempo, sin pedir permiso a nadie. Allí todos se sentían como en su propia casa. Y a Rabí Baruj Mordejay no le molestaba para nada. ¡Al contrario! Así era como le gustaba vivir..
Rabí Shabtay Yagel de Slonim lo describió con precisión: "Cuando Rabí Baruj Mordejay se recuesta a dormir la siesta en un sofá de su casa, es como si no fuera su sofá. Se acuesta allí simplemente porque ninguna otra persona lo ocupó antes"
El propio Rabí Baruj Mordejay entraba y salía como los demás. Ni siquiera tenía un lugar especial al sentarse a la mesa. Le servían la comida igual que al resto. Y él no quería que nadie le brindara honores.
No debe sorprendernos, entonces, que cuando una vez un hombre pobre estuvo en su casa durante varios días,ni siquiera se dio cuenta de que Rabí Baruj Mordejay era el dueño de casa. El pensó que se trataba de otro invitado más. El hombre se dirigió a Reb Baruj Mordejay y le preguntó inocentemente: "Veo que es usted huésped constante de la casa. Tal vez me pueda dar un consejo. Dígame, ¿usted cree que a los dueños les molestará que me quede un par de semanas más?"
Rabí Baruj Mordejay se encogió de hombros y lo calmó: "No... Estoy convencido de que usted es bienvenido. Yo mismo vivo aquí desde hace mucho tiempo, y jamás nadie me dijo una palabra...
La condición del rabino
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La condición del rabino
Había sido un día tormentoso, y el viaje extremadamente dificil. Pero Reb Baruj no había tenido alternativa. Los caminos estaban embarrados, y el chofer había conducido muy despacio, por lo que llegaron a Guestinin muy tarde a la noche. Las calles ya estaban a oscuras. No había una sola luz en toda la ciudad. ¿Qué haría Reb Baruj?
Anduvo dando vueltas buscando esperanzado alguna señal de vida. Pero no quería que nadie se despertara por su culpa. De pronto advirtió una única vela al lado de una ventana. De inmediato se dirigió hacia allí y, una vez que llegó a la casa golpeó suavemente a la puerta. Enseguida le abrió un judío de aspecto amable, quien lo invitó a pasar, lo invitó a sentarse frente a la chimenea y le trajo comida caliente y té. El viajero se sintió lleno de gratitud.
El solícito anfitrión era Rabí Yejiel Meir, rabino de Guestinin, que solía pasar las noches estudiando. Como no había nadie más despierto en la casa, él mismo fue a calentarle comida y a prepararle la cama a su inesperado huésped.
A la mañana siguiente, el rabino advirtió a todos los miembros de la familia que no hicieran ruido, para que el fatigado viajero pudiera descansar todo el tiempo necesario. Luego aguardó a que se despertara solo, y entonces fue con el a la sinagoga. Fue allí donde el visitante se enteró de que lo había hospedado nada menos que el distinguido rabino de Guestinin. Avergonzado por haber causado tantas molestias a esta noble persona, Reb Baruj le pidió mil disculpas,
"No, no lo voy a perdonar!", contestó el rabino. El viajero no sabía qué hacer. Una vez más le pidió a su anfitrión que lo perdonara por todo, y finalmente el rabino asintió: "Pero solamente con una condición..."
"¿Cuál condición?", preguntó el viajero, lleno de curiosidad.
"Que cada vez que pase por Guestinin, venga a hospedarse a mi casa."
Una Mitzvá de cuatro zuzim
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Una mitzvá de cuatro zuzim
Una vez llegó un grupo de personas a casa de Rabí Yeshayá Zojowitz, un viernes a la tarde, poco antes del Shabat.
Rabí Yeshayá salió a recibirlos. Los condujo a un cuarto limpio con toallas recién lavadas y camas recién hechas. Les dijo que desempacaran y que se sintieran como en casa.
Unos minutos antes del Shabat Rabí Yeshayá fue a decirles: "Sé que les dijeron que podían pasar Shabat aquí. Yo cobro cuatro zuzim por persona en Shabat. Puede ser que les parezca caro, pero por ese precio pueden comer cuanto deseen, beber los mejores vinos y sentirse realmente a gusto.
Los hombres se sorprendieron un poco, pero ya era demasiado tarde para cambiar de planes. Bien pensaron, si pagaban, podrían aprovechar bien todo lo que les ofrecían.
En efecto, el Shabat fue muy agradable. La comida era excelente y muy abundante. El vino era soberbio y ela anfitrión muy amable y cálido. No se arrepentían de su decisión, si bien debían pagar. Además, después del Shabat recibieron una suntuosa comida de melavé malká, que también disfrutaron a gusto.
Y llegó la mañana del domingo. Era el momento de partir. Una vez que recogieron todos sus bultos, los huéspedes fueron a ver a Rabí Yeshayá para pagarle los cuatro zuzim. Pero para su gran sorpresa, ¡Se negó a aceptar un solo centavo!
"¿Acaso piensan que iba a aceptar dinero a cambio de tan grande mitzvá? ¿Qué vendería yo tal privilegio?"
"Pero el viernes usted dijo que..."
"No importa lo que dije el viernes", los interrumpió Rabí Yeshayá.
"Lo dije para que ustedes se sintieran como en casa, y no tuvieran vergüenza de comer a gusto o de pedir lo que desearan. ¡Jamás se me ocurriría aceptar dinero a cambio!"
Rabí Yeshayá de Zojowitz fue famoso por su hajnasat orjim. Su hospitalidad era legendaria. Siempre que tenía invitados quería que verdaderamente disfrutaran la velada y comieran a gusto, como si estuvieran en su propia casa.
Ante Quién te encuentras
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Ante Quién te encuentras
Al lado del camino estaba parado un judío, rezando. Tenía los ojos puestos en el sidur, mas su corazón se dirigía al cielo. Pronunciaba cada palabra con dulzura y fervor, concentrándose en cada idea. ¡Con sólo mirarlo era evidente que aquel hombre sabía ante Quién se encontraba! No era un hombre cualquiera. Era un santo.
De pronto, se oyeron pasos. Se acercaba un extraño. Pero el buen hombre no prestó atención a los pasos. Ni un solo instante distrajo su atención de su sidur.
Pasaron unos minutos y el desconocido estaba ahora parado al lado del judío. Lo miraba desconcertado.¿Cómo podía ser tan indiferente a lo que ocurría a su alrededor? ¿Acaso no tenía curiosidad por saber a quién tenía al lado? ¿O tal vez era sordomudo?
¿Y quién era este desconocido, que observaba atónito al judío?
Era un oficial romano de alto rango, hombre de poder, a quien todos temían.
El oficial saludó al judío. Estaba seguro de que éste le devolvería el saludo. Pero no fue así. El judío ni siquiera reaccionó, sino que continuó meciéndose de atrás para adelante, susurrando unas palabras, sin prestar la más mínima atención al oficial, que ya hacía varios minutos que se encontraba a su lado.
El oficial tomó esto como un agravio personal. Se sentía terriblemente ofendido. Su rostro se tornó rojo de furia. Comenzó a dar pasos de un lado al otro, mascullando palabras de enojo.
Pero el judío siguió sin reaccionar. Se comportó como sí nada hubiera ocurrido y continuó rezando como antes, con el mismo fervor.
El oficial aguardó con ira reprimida. El tzadik concluyó su rezo, dio tres pasos para atrás, murmuró unas palabras, luego dio tres pasos hacia adelante. Recién entonces, cuando terminó de rezar, se dirigió al oficial que estaba parado frente a él.
La mirada tranquila y serena del tzadik chocó con los ojos encendidos de furia del oficial.
"Tonto!", bramó el oficial. "¿Por qué no me saludaste? ¿Acaso no temes a un oficial romano? ¡Si quisiera, te cortaría la cabeza aquí mismo, sin que nadie viniera a salvarte!"
El oficial gritaba con todas sus fuerzas mas el judío seguía allí parado, tranquilo, en paz, sin dejarse intimidar por las amenazas del romano. Una vez que este terminó de gritar, el judío dijo suavemente: "Por favor, no se enoje, honorable oficial. Aguarde un minuto a que le explique."
El oficial se quedó en silencio, lleno de curiosidad ante la actitud del judío.
El judío le hizo una pregunta: "Si usted estuviera parado frente al emperador y viniera un amigo y lo saludara, ¿le devolvería el saludo?"
El oficial se mostró sorprendido ante tan inusual interrogante. No entendía qué tenía que ver con el tema del que hablaban. No obstante, respondió de inmediato: "Qué pregunta! ¡Por supuesto que no le respondería!"
"Y digamos que sí le devolvió el saludo. En ese caso, ¿qué le ocurriría?"
"Me cortarían la cabeza."
"Exacto! Piense entonces en lo que usted mismo acaba de decir", dijo el judío, elevando su voz con confianza. "El emperador ante quien usted se encuentra, hipotéticamente, es un rey de carne y hueso, un mortal que ha de reinar por un tiempo y luego morirá, como todos. ¿De qué servirá entonces todo su poder? Sin embargo, usted tiembla ante su presencia. Pero yo estaba parado frente al Rey de Reyes, Quien vive y reina por siempre. ¿Acaso no debía temblar ante Su presencia?¿Acaso hubiera sido justificado si interrumpía mi plegaria con Él para hablar con usted?"
Las palabras del judío causaron honda impresión en el oficial romano. Lo perdonó y le dejó que continuara su camino.
El burro del Tzadik
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El burro del Tzadik
Rabí Janiná ben Dosá tenía un burro que lo transportaba sobre el lomo. Un día una banda de ladrones pasó justo por la casa del tzadik y los malvivientes notaron que se trataba de un excelente animal.Como no había nadie mirando, tomaron la soga que el burro llevaba atada al cuello y lo llevaron a su guarida, que estaba en una caverna, en medio de las montañas.
Le llevaron cebada y agua, pero el burro agachó la cabeza y se negó a comer. Se quedó dentro de la caverna durante tres días y tres noches, rehusándose a probar un solo grano de cebada. El burro presentía que la comida de los ladrones había sido robada o que, en el mejor delos casos, no se le había separado el diezmo.
Al cabo de tres días, uno de los ladrones dijo: "Qué haremos con este burro que se niega a comer y a beber?Seguro que está enfermo. No falta mucho para que muera. Que se vaya.
Los ladrones le quitaron la soga del cuello al animal lo condujeron fuera de la cueva. El burro se fue paso a paso hasta que llegó a la casa de su amo. Y allí se paró, dando fuertes rebuznos.
Rabí Janiná oyó el familiar llamado y dijo: "Me parece que es el burro. Nos lo robaron hace tres días. Vayan a abrirle el portón de entrada. Seguramente debe tener muchísima hambre. Denle avena y agua enseguida, pues oye muy débil."
Alguien fue corriendo a abrir el portón. El pobre animal entró corriendo y fue a su rincón en el establo.Pero cuando le llevaron la comida, nuevamente se negó a comer. El hijo de Rabí Janiná fue a anunciar esta extraña conducta a su padre.
"Se olvidaron de sacar el maaser de la comida? Debe ser por eso que no come la avena". Y en verdad, con tanto lío, la familia se había olvidado de quitar el maaser. Una vez que lo hubieron apartado, el hambriento animal comenzó a comer... ¡y con qué apetito!
¿Un trato justo?
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¿Un trato justo?
Una vez un pobre pintor escuchó a Rabí Israel Salant hablar de la grandeza de la fe, de la confianza absoluta en Dios.
Luego del sermón de Rabí Israel, se acercó al gran sabio y le preguntó inocentemente: "Si deposito toda mi fe en Dios de que he de ganar diez mil rublos, ¿se hará eso realidad?"
"Por supuesto!", le respondió lleno de entusiasmo Rabí Israel. "Estoy dispuesto a garantizarlo."
Alentado por las palabras del tzadik, el pintor fue a su casa. Y en las semanas que siguieron no fue a trabajar, sino que se quedó todo el tiempo en el Bet Hamidrash leyendo Tehilim. Poco a poco su casa se fue quedando vacía, sin nada de comida ni de dinero. Cuando su familia estaba a punto de morirse de hambre, su mujeri nsistió que volviera al trabajo o fuera a ver a Rabí Israel para que le diera el dinero. Después de todo, él lo había garantizado. El pintor fue a ver a Rabí Israel.
"Rebe", se quejó. "Puse toda mi fe en Dios de que me recompensaría con diez mil rublos. Pero ¡no recibí ni un solo centavo! Mientras tanto mi familia se muere dehambre y no tengo con qué comprar comida. ¿Qué hay de su promesa?"
"Yo sigo convencido de que si pones toda tu confianza en Dios conseguirás esa suma", dijo Rabí Israel, "pero, si así lo prefieres, te adelantaré cinco mil rublos a condición de que, cuando consigas los diez mil, me los des todos a mí."
El pintor aceptó de inmediato: "Sí, Rebe, acepto!"
"¡Ajá!", dijo Rabí Israel con tono irónico. "Tu fe no debe ser muy fuerte si estás dispuesto a cambiar diez mil rublos por la mitad. ¿Cómo esperas entonces que te den los diez mil rublos? ¡Así nunca recibirás nada!"
En el momento indicado
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En el momento indicado
El Baal Shem Tob y su discípulo, Rabí Menajem Mendel de Ber, iban caminando por una ruta desierta. Se habían alejado de toda señal de civilización; todo era desolación, un sol abrasador. No había a la vista ninguna fuente de agua, ninguna granja, ningún pozo.
"Pero dónde está tu fe en Dios, tu bitajón?", lo reprendió el Baal Shem Tob. "Tu fe tiene que ser lo suficientemente fuerte como para que creas en milagros. Si de veras confías en que Dios puede proporcionarnos agua, inclusive en medio de este desierto; si lo crees con todo tu corazón y toda tu alma, entonces El te la proporcionará. Ahora, comienza a concentrarte."
Rabí Menajem Mendel cerró los ojos muy fuerte y pensó muy profundamente. Finalmente volvió a abrirlos y dijo:
"Dios nos puede proporcionar agua, inclusive en este lugar desolado."
De pronto apareció un gentil, como de la nada.
"Por casualidad han visto unos caballos perdidos? Se me escaparon. Los he estado buscando durante tres días y todavía no puedo encontrarlos."
Los dos hombres menearon la cabeza.
"No, lo lamentamos, pero no vimos ningún caballo. Se deben haber ido en otra dirección."
El gentil estaba por irse cuando de pronto agregó: "Ustedes parecen estar muy sedientos. ¿Quieren que les dé un poco de agua? Tengo esta jarra llena, pero yo no voy a beber tanto. Beban cuanto deseen."
Los dos hombres llevaron la jarra a los labios y bebieron hasta aplacar su sed. Y, luego de agradecer al gentil, prosiguieron su camino.
Entonces Rabí Menajem Mendel dijo a su maestro:"Ahora estoy verdaderamente convencido de que la fe obra milagros. Pero hay algo que aún no comprendo. El hombre dijo que estuvo dando vueltas por esta zona durante tres días en busca de sus caballos. Sin embargo, yo sé que Dios lo envió especialmente para aplacar nuestra sed. ¿Por qué, entonces, tuvo que salir hace tres días?"
El Baal Shem Tob le respondió:
"Díos sabía que nosotros estaríamos en este lugar. Sabía que tendríamos sed y por eso quería que el agua estuviera en el momento indicado en que la necesitáramos y rezáramos por ella."
Fe inquebrantable
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Fe inquebrantable
Cierto día el Baal Shem Tob, les pidió a sus jasidim que se subieran al coche, los caballos guiaban el carruaje mientras el Rab les hablaba sobre la Divina.Providencia y de cómo Dios ve y guia todo lo que ocurre en el mundo y nada es demasiado pequeño o insignificante para Él.
Luego de muchas horas de viaje, el coche se detuvo frente a una posada. El tabernero judío salió corriendo a recibirlos, brindándoles una cálida y alegre bienvenida. Enseguida les sirvió algo de comer. Mientras el tabernero atendía a sus huéspedes, alguien dio tres golpes en la ventana. Luego se oyeron tres golpes a la puerta.
Entonces entró un gentil y, con gran descaro, golpeó otras tres veces en la mesa de madera. Finalmente se fue, del modo tan extraño en que había llegado.
"Qué significa ese comportamiento tan inusual?", le preguntó el Baal Shem Tob al tabernero.
"Oh... es el mensajero de mi arrendador. Así es como me recuerda que hoy debo pagar la renta. Le pago una vez al año. Y si no consigo el dinero para hoy al anochecer enviará a que me arresten. Y entonces deberé quedarme en la cárcel hasta que pague mi deuda."
"No parece que la posibilidad te preocupe demasiado", comentó el Baal Shem Tob. "Seguramente has de tener listo todo el dinero. ¿Por qué no vas apagarlo, entonces? No te preocupes por nosotros. Nos sentaremos aquí y te esperaremos."
"No, está usted equivocado. No tengo ni un solo centavo de todo lo que tengo que pagar. Este ha sido un año muy dificil; y los gastos fueron más que las ganancias. Pero no me preocupo. Yo tengo fe en Dios, Quien jamás abandona a un judío en problemas. Igualmente, tengo hasta mañana. Hasta entonces pueden ocurrir muchas cosas. No tengo miedo. Mientras tanto, estimados huéspedes, lávense las manos y siéntense a comer. Sé que todo se arreglará."
¡Los jasidim parecían más preocupados que el propio tabernero! Pero cuando vieron la suntuosa comida que les había preparado que el Rebe ya estaba lavándose las manos, decidieron sentarse a comer.
Cuando estaban diciendo bircat hamazón, cuando se le pide a Dios que envíe "muchas bendiciones a esta casa", el Baal Shem Tob cerró los ojos con especial concentración. Una vez que completó la bendición, los jasidim respondieron amén fervientemente.
Al ver que sus huéspedes ya no lo necesitaban, el tabernero se puso su traje de Shabat y pidió disculpas por tener que retirarse.
"Ahora debo ir a ver al arrendador. Espero que sepan disculparme."
"Pero, ¿qué hará?", le preguntó el Baal Shem Tob."No tiene el dinero para pagar la renta. Muy Probablemente no regrese aquí, sino que lo mandarán a la cárcel."
El tabernero sonrió.
"No me preocupo. Algo surgirá. Dios me rescatará de un modo u otro. De eso estoy seguro".
Los jasidim se amontonaron en la entrada, maravillados ante tanta compostura. ¡El hombre ni siquiera estaba preocupado! ¡Qué profunda era la fe de este humilde judío! Jamás habían visto nada semejante.El hombre fue caminando por un sendero de tierra hasta llegar a la lujosa mansión del dueño del negocio.¿Qué podría ocurrir en los pocos minutos que le quedaban antes de llegar? ¿Cómo se salvaría? Los jasidim observaron atentos.
De pronto vieron que un carruaje se detenía justo delante del tabernero. Su ocupante, un hombre muy bien vestido comenzó A hablarle.bajó e intercambiaron algunas frases durante unos minutos, finalmente el hombre se volvió a subir al carruaje. tabernero siguió caminando. El hombre que estaba en carruaje pareció cambiar de opinión, ya que unos minutos más tarde azuzó los caballos y alcanzó nuevamente al hombre que iba caminando. Una vez más lo detuvo y se bajó del carruaje para hablar de algún asunto. Esta vez el hombre rico sacó una billetera y comenzó a darle dinero al tabernero. Este tomó los billetes y comenzó a caminar hacia el arrendador. El hombre rico dio señal a los caballos de que avanzasen y a los pocos instantes el carruaje se detuvo frente a la posada.
"Ahora podremos satisfacer nuestra curiosidad", dijo el Baal Shem Tob a los incrédulos jasidim.
El hombre se bajó del carruaje. Entró a la posada y sesentó a la mesa. Y, dirigiéndose al grupo de jasidim, habló así:
Qué hombre increíble este tabernero! Recién lo paré en el camino para negociar una venta. Quería comprarle mi provisión de whisky para este invierno. Sé que es una persona honesta, pero no estuve de acuerdo con el primer precio que me pidió, y se fue. Me dijo que necesitaba una cantidad determinada para pagar su renta anual y que no aceptaba ni un centavo menos que esa suma. Yo lo pensé dos veces y decidí que el precio que me pedía también era justo, así que fui corriendo a buscarlo de nuevo. Y allí mismo, en medio del camino, cerramos trato, y le pagué todo el dinero en efectivo. Él dijo que era exactamente lo que necesitaba para la renta ,y que debía ir a pagarla de inmediato, pero antes me dijo que viniera a la posada y lo esperara."
El Baal Shem Tob comentó:
"Ven? Ese es el poder de la fe pura."
La maldición del oro
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La maldición del oro
Yejezkel era leñador. Su padre y su abuelo también habían sido leñadores y muy probablemente sus hijos también lo serían. No era un trabajo fácil. Yejezkel debía levantarse muy temprano a la mañana e ir al bosque, donde talaba árboles hasta el mediodía. Cuando el sol estaba en lo alto del cielo, ataba la madera y la llevaba a la ciudad, para venderla como leña. Y lo que obtenía de la venta lo gastaba en comprar alimentos para su mujer y sus hijos. No le sobraba ni un solo centavo que pudiera ahorrar para el porvenir.
Un día, bajo el sol abrasador del verano, Yejezkel fue al bosque como de costumbre para talar su cuota diaria de leña. Ni en el bosque se podía soportar el calor. Cada vez que alzaba el hacha se sentía sin fuerzas. Le caía el sudor por la espalda. Al mediodía cayó rendido.
"Será el calor o seré yo, que me estoy poniendo viejo? ¿Acaso la situación no ha de cambiar nunca? ¿Acaso esta vida seguirá siendo siempre tan dificil?", se preguntaba. Y estaba a punto de alzar la madera sobre su espalda, cuando de pronto cambió de parecer.
"Hace demasiado calor para ir caminando bajo el sol. Si tomo una siesta, bajo este árbol, luego podré caminar mucho más rápido"
Amargamente, dirigió su vista a los atados de leña. Ellos simbolizaban su destino. "Por qué tendré tan poca suerte?", pensó. "¿Por qué debo trabajar sin descanso sin poder disfrutar de una sola bendición? ¿Qué es lo que tengo en esta vida? Un poco de verduras cocidas al final del día y un pedazo de pan seco. ¿Acaso jamás podré comprar un poco de carne para mi mesa? ¿Jamás? ¿Jamás conoceré el sabor de una manzana, de una naranja, de una banana? ¿Por qué debo luchar tanto para obtener tan poco? ¡No es justo! ¿Acaso jamás sentiré la brillosa dureza de una moneda de oro? ¿Siempre deberé contentarme con unos pocos centavos de cobre? ¿Porqué, Dios? Dime, ¿por qué?"
Solo en el bosque, derramó muchas lágrimas. Agotado por el trabajo y el llanto, se recostó sobre un tronco y se quedó dormido.
Y tuvo un sueño. En su sueño se le aparecía un elegante joven, que tenía un cetro de oro en la mano. El muchacho era de frente noble y ojos muy bellos. Al sonreír, fue como si el sol brillara en todo su esplendor. Así habló el joven:
"Dios ha oído tu lamento y me ha enviado para concederte el deseo que pidas. El pobre leñador no dudo ni un instante":
"¡Quiero que todo lo que toque se convierta en oro!" "Perfectamente, ¡que así sea!", dijo el joven.
Entonces tocó al leñador con su cetro dorado y desapareció. El hombre se dio cuenta de que el joven era en realidad un ángel que había sido enviado para ayudarlo. Y no cabía en sí de su alegría. Su familia ya no se moriría de hambre. Serían ricos, ya que todo lo que él tocara se habría de convertir en oro. Y para poner aprueba sus nuevos poderes, tocó un tronco de su atado de leña. Y !oh maravilla! El tronco se convirtió en oro puro. ¡Un tronco de oro!
"¡Qué maravilla!", exclamó el leñador. "Ahora ni siquiera tendré que ir a cortar leña. ¡Puedo vivir una vida de placeres! Que otros hagan este trabajo horrible. ¡Yo estoy salvado! Me haré construir una mansión, y tendré sirvientes e iré vestido todo el día con ropa de seda,¡como el resto de los nobles! Y cuando necesite dinero, lo único que deberé hacer es tocar una piedra, o un palo, o un terrón de tierra, y enseguida se convertirá en oro.¿Quién se podrá comparar a mi? ¡Seré la persona más rica de todo el país!"
El hombre se levantó y se desperezó, sintiéndose mucho mejor después de su siesta. Como hacía tanto calor, sintió sed, pero cuando quiso tomar un trago de su cantimplora, ¡ésta se convirtió en oro! ¡Qué maravilla! Entonces la puso en la boca para beber un poco de agua.Pero... ¡no salió ni una gota de agua! ¿Qué ocurrió?Cuando el agua tocó sus labios, se transformó en oro.Entonces quiso comer un pedazo de pan que tenía en el bolso, pero ¡también el pan se convirtió en oro!
De repente se dio cuenta de lo tonto que había sido, Había querido tanto ser rico que se había olvidado del daño que puede causar el amor desmedido por el oro."Qué tonto fui! ¿Qué hice? Ahora me moriré de hambre... ¡Todo lo que toque se transformará en oro y ya no podré comer ni beber nada! ¡He vendido mi alma por oro! Pero ¿de qué me servirá el oro si me muero de hambre?
El hombre se puso a llorar, y fue entonces que se despertó. Había sido todo un sueño. Miró a su alrededor,a su atado de leña, a su bolso y a su cantimplora. ¡Todo estaba tal como lo habia dejado! Nada había cambiado. ¡Cuánta gratitud sintió!"Fue sólo un sueño. Pero me enseñó una lección muy importante. Debo aprender a contentarme con lo que tengo, y a agradecer que tengo un trabajo que me mantiene a mi y a mi familia. ¡Ya no debo envidiar a los ricos, porque no siempre ellos son más felices que yo!"
Un suspiro y una sonrisa
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Un suspiro y una sonrisa
Rabí Saadia era el Rosh Yeshibá de la mundialmente famosa yeshibá Sura de Babilonia. Su casa parecía el palacio de un rey, además de ser el centro focal de toda la comunidad judía. Y desde su majestuosa residencia, Rabí Saadia se ocupaba de los asuntos de la comunidad judía de Babilonia, iluminando con su luz hasta los últimos confines de la tierra.
Era el mes de Nisán. Los judíos de todo el mundo, ocupadísimos, limpiaban sus casas, eliminando todo resto de jametz. En la casa de Rabí Saadia, la actividad había llegado a su pico. Se lavaban paredes y ventanas, se inspeccionaban grietas y rincones, se desechaban los viejos muebles para dar lugar a flamantes y lujosísimos accesorios.
Uno de los empleados de confianza de Rabí Saadia se hallaba junto al río, sumergiendo la vajilla nueva antes de que fuera puesta en uso tal como lo exige la halaja. Rabí Saadia había adquirido un espléndido juego de cristalería en honor de la Fiesta de la Liberación, en que se supone que todos debemos sentirnos como reyes. Ahora el sirviente había colocado todas las piezas en una cesta y estaba por sumergirlas en el río, una por una, cuando de pronto vino una ola enorme y se llevó todas las valiosas vasijas con la corriente.
El sirviente observó resignado cómo los cristales se hundían en el río. ¡No había sido culpa suya! ¿Pero qué dirían sus amos cuando se enteraran de lo ocurrido? ¿Podría ocultar la verdad? Y así consideró el asunto, preguntándose qué debería hacer. "Tal vez no se den cuenta. El amo tiene muchísimos cristales, parecidos a éstos. Y aunque sí se dé cuenta, no podrá deducir que fue mi culpa. Nadie me podrá acusar. Además, la verdad es que no tuve la culpa. Fue un acto de Dios. Le podría haber pasado a cualquiera... "
Así el sirviente se convenció a sí mismo de que nadie notaría la diferencia, y entonces continuó sumergiendo el resto de la vajilla. Una vez concluida su tarea, regresó a la casa.
Y fue tal como predijo. Nadie preguntó por los cristales. Eventualmente, hasta el propio sirviente olvidó lo ocurrido.
Transcurrió un año y de nuevo llegó Nisán. Una vez más el mismo sirviente fue enviado a sumergir la nueva vajilla en el río. De pronto, el hombre recordó el incidente del año anterior, que había mantenido en secreto. Y tuvo miedo de que se volviera a repetir.
Acercándose a la orilla con cuidado, observó las olas ondeantes. El río había crecido gracias a las nieves invernales, y corría frenético, inundando la costa. El sirviente, parado exactamente en el mismo lugar que el año anterior, de pronto vió algo que flotaba en la superficie, y que se acercaba hacia él. Extendió la mano y tomó el objeto. Se trataba de un plato de cristal. Y luego otro. Y otro. Y así los fue "pescando" a todos. ¡Era el mismo juego de cristalería que había perdido el año anterior! ¡No faltaba ni una sola pieza! Qué extraño que el río los devolviera ante sus pies después de haber los enterrado durante un año entero. Evidentemente no se trataba de una coincidencia. Este hecho tenía algún significado.
El sirviente resolvió contarle a su amo toda la historia. No iba a ser fácil, porque su papel no había sido demasiado honorable. Si bien no había tenido la culpa, no había dicho nada. A pesar de esto, tenía mucha curiosidad por ver qué decía el sabio respecto de tan extraña coincidencia.
Juntando coraje, golpeó la puerta del estudio del rabino e ingresó. Y entonces narró todo lo acontecido, confesando también su culpa. Su voz se elevó cuando relató cómo había recuperado la vajilla del río y concluyó diciendo: "¡La fortuna le sonríe al rabino, si es capaz de recuperar tan valiosos objetos del río enfurecido!" Esperaba que el sabio se alegrara tanto como él.
¡Mas no fue así! Por el contrario, Rabí Saadia frunció el ceño. Su mirada se tornó oscura y siniestra, al tiempo que exhaló un pesado suspiro.
¿Qué había ocurrido? El sirviente no se atrevió a preguntar. Seguro de que su amo se había enojado con él, salió silenciosamente del cuarto, cerrando la puerta tras de sí.
En un breve lapso Rabí Saadia perdió toda su fortuna. Llegaron sus acreedores, exigiendo su paga, pero él no tenía con qué pagarles. Sus costosos muebles y sus objetos de valor fueron rematados además tuvo que vender su mansión para cubrir las deudas. Lo único que le quedó fue lo que llevaba puesto. Los antiguos sirvientes fueron a buscar trabajo y abandonaron a Rabí Saadia, que no tenía un centavo. Su familia se vió forzada a aceptar caridad, y el Rosh yeshibá tuvo que ir por las ciudades a buscar medios para mantener a su familia.
En cuanto a aquel sirviente, él también dejó a su amo y fue a buscar fortuna en Egipto. Invirtiendo lo poco que había ahorrado en todos estos años, tuvo éxito y pronto amasó una considerable fortuna. En sus viajes, Rabí Saadia llegó a la ciudad donde ahora vivía su antiguo sirviente, quien para entonces se había convertido en un ciudadano próspero y prominente. Rabí Saadia deambuló por las calles, con las ropas rasgadas y la mirada hundida en su pálido rostro. Mientras estaba parado en medio del mercado, fue un hombre corriendo hacia él, lo abrazó cálidamente y le dijo:
"Rebe! ¡Maestro! ¿Qué le ha pasado?"
Se trataba del antiguo sirviente. A pesar de las marcas del tiempo y del infortunio, lo había reconocido. Rabí Saadia le relató brevemente todo lo que le había ocurrido, y el ex-sirviente le dijo:
"¡Debe venir conmigo a casa, Rebe! Venga a vivir conmigo hasta que vengan tiempos mejores. Dios me ha bendecido en todo, y ahora que puedo, deseo devolverle toda la bondad que recibí en su casa. Usted podrá dedicarse a estudiar Torá, como hacía antes, sin tener de qué preocuparse. ¡Por favor, hágame el honor!"
Rabí Saadia no pudo rechazar tan cálida invitación. Además no se podía dar el lujo de rechazarla. El no tenía ni siquiera casa; no tenía absolutamente nada. Estaba al borde del colapso. La propuesta había llegado en muy buen momento.
En la casa del ex-sirviente se dispuso un cuarto para Rabí Saadia, decorado con todo el lujo que se pueda imaginar. Pero Rabí Saadia no habría de disfrutarlo por mucho tiempo. La Providencia no había puesto fin aún a sus sufrimientos. A la mañana siguiente, Rabí Saadia amaneció muy enfermo, con fiebre altísima y sin ningún resto de fuerza. Los sufrimientos de todos estos años finalmente habían acabado con él. Y allí yacía, delirante, ajeno a todo lo que lo rodeaba. El fiel ex-sirviente lo atendió solícitamente y de inmediato llamó a un médico para que lo examinara. Este, sin embargo, dijo que no había nada que hacer; el paciente estaba demasiado débil para vencer la fiebre. La vida de Rabí Saadia estaba en manos de Dios.
El ex-sirviente lo atendía día y noche, tratando de aliviar su sufrimiento; le preparaba compresas frías, le humedecía los labios. Quiso que comiera algo, pero Rabí Saadia estaba demasiado débil para comer. Lentamente las pocas fuerzas que le quedaban lo fueron abandonando.
En su desesperación, el buen hombre llamó al mejor médico de todo el país. Mas tampoco su diagnóstico fue alentador. De todos modos, este médico le dio un consejo.
"Hierva varios pollos gordos en una olla grande durante varias horas. Deje que la sopa se reduzca a una esencia. Tome esa esencia y redúzcala a una sola cuchara. Esa cuchara tendrá gran poder de recuperación. Si el paciente come esa cuchara de esencia de pollo, tendrá la posibilidad de recuperarse."
El anfitrión, feliz de poder hacer algo por el rabino, fue en persona al mercado y escogió las aves más robustas y más jugosas, para que esa vitalidad pudiera salvar a Rabí Saadia de la crisis.
Los pollos fueron hechos kasher y fueron colocados en una enorme olla que estaba sobre el fuego. Un aroma celestial de riquísima sopa de pollo inundó toda la casa, haciéndoles agua la boca a todos, excepto al paciente, quien no tenía el menor apetito, ni tampoco fuerza para seguir viviendo. Todo el día los pollos se siguieron cocinando, hasta que los ricos jugos se convirtieron en una esencia muy concentrada. Luego este líquido fue reducido aún más, hasta que no quedó más que una cucharada de esencia dorada llena de vida.
El propio anfitrión fue a darle la sopa a Rabí Saadia. Pero justo cuando estaba por colocar la cuchara en la boca del enfermo, cayó del techo una telaraña, que fue a parar directo a la cuchara, de modo que el rabino ya no pudo beber el líquido. Todas esas horas de trabajo perdidas... Todos los presentes quisieron llorar. Ellos habían puesto todas sus esperanzas en esa sopa, y ahora... ¡todo ese trabajo en vano!
El anfitrión bajo la mirada. Estaba demasiado dolorido como para mirar a Rabí Saadia. ¿Debería comenzar todo de nuevo? Acaso el enfermo viviría lo suficiente para aguardar a que prepararan sopa nueva? ¿Quién sabe lo que ocurriría esta vez? Estaba a punto de llorar, cuando una extraña fuerza lo obligó a mirar a Rabí Saadia.
¡Rabí Saadia sonreía! ¡Todos lloraban y Rabí Saadia sonreía! De pronto el hombre recordó otra escena parecida, cuando le había contado a su amo acerca de los cristales perdidos, y de cómo los había recuperado como por milagro, Rabí Saadia debería haberse alegrado, y, sin embargo, había fruncido el ceño. Y ahora, que estaba en su lecho de muerte, cuando su última esperanza se había esfumado, ¡Rabí Saadia sonreía! ¿Cómo se entendía todo esto?
El hombre ya no pudo contenerse. Inclinándose sobre el enfermo, para que Rabí Saadia no tuviera que esforzarse para hablar, le dijo:
"Rebe, por favor, le ruego que me explique dos cosas que no logro entender. ¿Por qué, cuando le conté acerca de los cristales que habían sido devueltos, usted suspiró y frunció el ceño, cuando en realidad debería haberse alegrado? Y ahora, después de todos los esfuerzos que hicimos por hallar el remedio que le salvaría la vida, y finalmente el esfuerzo fue en vano, ¿por qué sonrió usted? ¿A qué se debe tan extraño comportamiento?"
Rabí Saadia continuó sonriendo. En un débil susurro, explicó:
"Así como nadie es inmune a la desgracia, nadie está en tan mala situación que no pueda recibir ayuda. Todo el mundo tiene buenos y malos momentos. La rueda de la fortuna no deja de girar. Pero cuanto más desciende la persona, más cerca está de subir, y viceversa. Cuando me contaste que los valiosos cristales me habían sido devueltos de modo tan poco natural, me preocupé. No existe la persona con tan buena fortuna que todo siempre le salga bien. Pensé que era una señal de que había llegado al pico de mi buena fortuna, y que ahora comenzaría a descender, ya que no podía permanecer en esa posición todo el tiempo. Y, en efecto, fue entonces cuando comencé a perder dinero. A partir de ese momento, todo fue en descenso. Me hundí más y más. Y como si todo esto no fuera suficiente, incluso cuando tuve la buena fortuna de encontrarte, me enfermé. Y entonces, para colmo de males, la única oportunidad que tenía de salvar la vida, esa sola cuchara de sopa, fue aparar al bote de basura. ¿Acaso se puede estar en una situación más desesperante? Estoy en el punto más bajo de mi vida; estoy con un pie en la tumba. Pero como no puedo descender más, deberé comenzar a ascender. Y es la señal de que mi situación habrá de mejorar, ya que peor no puede ser. ¿Comprendes ahora por qué sonrío?"
Y así fue. Durante los días siguientes se advirtió un cambio notorio en el paciente. Rabí Saadia comenzó a comer y a recuperar fuerzas. Pronto pudo levantarse dela cama y caminar por la casa. Al mes se sintió pleno de vigor, y listo para regresar a Sura.
Y allí la fortuna volvió a sonreírle. Pudo pagar todas sus deudas, y comenzar otro negocio, y recuperar la riqueza y el status que había conocido en otra época. Y una vez más fue el Gaón, el orgullo de Israel.
¡Hay alguien mirando!
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¡Hay alguien mirando!
Rabi Yosef Zundel de Salant tenía un negocio que atender en la feria anual, y alquiló un carruaje para que lo transportara hasta allí.
En medio del camino, cuando se hallaban en una ruta desierta, el chofer vió un montón de paja tirada en medio del campo. Era justo lo que necesitaba para su caballo. Con eso se ahorraría varias comidas. Rápidamente fue y tomó una enorme bolsa que había debajo de su asiento, y comenzó a juntar la paja. De pronto, el chofer oyó que su pasajero le advertía:
"Cuidado! ¡Hay alguien mirando!"
El chofer rápidamente dio vuelta a la bolsa y volcó toda la paja que había juntado, y en un abrir y cerrar de ojos volvió al carruaje. Tomó las riendas y volvieron a la ruta.
Una vez que se recuperó del susto, el chofer miró en derredor. No había una sola alma. Era un desierto absoluto.
"¡Eh! ¿Qué me dijo? ¡Usted me engañó!"
"Engañarlo, yo? ¡Dios me libre y guarde!", dijo el rabí, ofendido ante el insulto. "Yo le dije la pura verdad; ¡había alguien mirando!"
"¿Quién? ¡Yo no vi a nadie!"
"¿Usted se refiere a un ser humano? No, no hay aquí personas", admitió Rabí Yosef Zundel, "pero allí arriba, en el cielo, hay un ojo vigilante y un oído atento que registran cada uno de sus actos."
El viaje de Rabi Abraham Galanti
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El viaje de Rabi Abraham Galanti
Eretz Israel depende más de las lluvias que otros países, ya que no posee muchos ríos o lagos. Y si en el invierno las lluvias son escasas, a sus habitantes les aguardan graves dificultades.
Cierto año casi no hubo lluvias. El suelo estaba seco y no crecieron los cultivos. No hubo cosechas ni alimentos. Y la poca comida que había era carísima: los pobres se morían de hambre.
Los sabios de Jerusalén, eran los que más sufrían, ya que no les alcanzaba para comprar comida a tan alto precio, y la gente que en otros tiempos contribuía a los fondos de las yeshibot, ya no podía seguir dando dinero.
Como en toda época de dificultades, los rabinos y los líderes de Jerusalén se reunieron para analizar el problema. Decidieron enviar a un rabino al extranjero para recaudar fondos de las comunidades judías de esos países. Aquella buena gente no se negaría a cooperar.
Sin embargo nadie quería tomar el puesto. Era muy díficil dejar la casa y viajar a un país extraño, y mucho más dificil aún intentar describir la terrible situación en que se hallaban los habitantes de Israel y pedirles su ayuda. ¡Cuánto más agradable resultaba quedarse en casa a sumergirse en el refrescante mar del Talmud!
El asunto se decidió por sorteo, y finalmente la tarea recayó en Rabí Abraham Galanti, cuyos vastos conocimientos y devoción eran bien conocidos en la comunidad, ya que había dedicado toda su vida al estudio de la Torá. Él no había salido jamás del país, pero no era persona de quejarse: sabía lo desesperante que era la situación. Alguien tenía que hacer algo, y pronto. Rabí Abraham se dirigió al puerto de Haifa, desde donde un barco lo llevaría hacia Turquía, a presentarse ante la comunidad judía de Constantinopla.
La travesía en sí tardó varias semanas, mas finalmente el capitán divisó tierra desde la cubierta. Y además notó algo muy extraño. No había marineros cargando y descargando barcos, como en los demás puertos del mundo. Por el contrario, había gente corriendo de un lado a otro, presa del pánico. Las personas se habían refugiado en los techos de las casas, y hacían gestos nerviosos. Grupos de soldados armados patrullaban las calles desiertas.
El capitán tuvo miedo. Decidió no atracar para no poner en peligro a su tripulación ni a los pasajeros. Tenía otros puertos donde ir. No tenía necesidad de llegar a Constantinopla.
Pero esta situación alteraba radicalmente los planes de Rabí Abraham Galanti, que había contado con la comunidad judía de Constantinopla, reconocida en todo el mundo por su amplia generosidad. Y además tenía instrucciones explícitas de los líderes de Jerusalén. Debía Hallar el modo de llevar a cabo aquellas instrucciones.
Rabí Abraham se dirigió al capitán y le explicó su dilema, pidiéndole únicamente un pequeño bote para que pudiera llegar a tierra. No hacía falta que el marinero pusiera pie en tierra, sino que podía regresar al barco de inmediato.
El capitán se rehusó; no quería que todo el barco se contagiara de alguna peste desconocida, por lo que trató de persuadir a Rabí Abraham para que abandonara su peligroso plan, pero por fin, al comprobar la firme decisión del judío, el capitán dio su consentimiento. Jamás había conocido una persona tan llena de santidad.
Entonces se bajó un pequeño bote, y Rabí Abraham acompañado de un marinero, descendió al mar. No bien se acercaron a tierra, el judío desembarcó rápidamente. mientras que el marinero se apresuró a regresar al barco. Ni bien el rabino puso los pies en tierra firme, se le acercaron dos soldados:
"Si valora su vida, llame de nuevo al marinero y dígale que lo saque de aqui", le advirtieron.
"Por qué?, quiso saber Rabí Abraham.
"Es que se han escapado dos leones feroces del zoológico privado del Sultán. Y andan sueltos por la ciudad. La gente está aterrorizada. Nadie se atreve a salir de su casa. Todo el mundo se ha subido a los techos, que es el lugar más seguro. Nosotros estamos haciendo todo lo posible por atraparlos, pero nadie se atreve a acercarse, y, para colmo, el Sultán los quiere con vida."
Justo en ese momento, se oyó un bramido terrible. Los soldados, presas del pánico, huyeron de inmediato. Y entonces Rabí Abraham se quedó solo, parado en aquel sitio.
Entonces se acercó un león. con los cinco sentidos puestos en su víctima. El animal no había comido nada durante varios días, y estaba desfalleciente. Sin embargo, cuando estuvo al lado de Rabí Abraham, se agazapó dócilmente, como un perro domado. Aterrorizada, la gente que estaba en los techos se había tapado los Ojos para no ver la terrible escena. Pero cuando advirtieron el milagro que había ocurrido, se inclinaron para poder observar con detenimiento aquella extraña visión.
Rabí Abraham llevaba al león de la melena, y éste lo seguía como un cachorro obediente. Camino al palacio del Sultán, se encontraron con el segundo león, que empujaba con todo el cuerpo contra una puerta, tratando de derribarla y entrar a la casa a buscar comida.
Entonces Rabí Abraham lo llamó suavemente. La bestia giró la cabeza y lo miró. De pronto su cuerpo se relaijó y acercándose al rabino, lo miró sumisamente a los ojos. Entonces Rabí Abraham también lo tomó de la melena y asi siguieron los tres su camino: Rabí Abraham en el medio, flanqueado por dos mansos leones.
Las calles estaban completamente desiertas. No se oía ni el vuelo de una mosca. La gente, desde el techo, no podía creer lo que veía. ¡He aquí que frente a ellos iba un rabino judío, llevando a dos bestias peligrosísimas muchísimo más grandes que él, como si se tratara de inocentes corderitos!
Aquella extraña procesión llegó por fin al zoológico privado del Sultán. Rabí Abraham se dirigió a las dos jaulas abiertas y condujo allí a los leones. Estos ni siquiera protestaron. Una vez que estuvieron dentro, Rabí Abraham cerró las puertas y las aseguró con una viga adicional. Los leones se hallaban seguros, tras las rejas.
Mientras el judío se alejaba, se encontró con el Sultán y con sus ministros, que finalmente se habían atrevido a salir a la calle. El Sultán rogó al rabino que fuera con él a su palacio. Deseaba hablarle y agradecerle su valiente intervención.
Rabí Abraham fue ubicado junto al Sultán. Este lo interrogó acerca de su persona, y le preguntó cómo se había podido acercar a los leones. Quería comprender cuál era la fuerza milagrosa con la que había logrado dominarlos.
Rabí Abraham explicó que venía de Jerusalén y que se encontraba allí a fin de recaudar fondos para la desesperada comunidad judía.
El Sultán sonrió:
"¡Y yo que pensé que eras un domador profesional! O un mago... Pero entonces, ¿de dónde sacaste el coraje para enfrentarte a esas bestias salvajes?"
Rabí Abraham se inclinó ante el Sultán y le dijo: "Usted puede ver, su majestad, que no soy más que un viejo sin fuerzas. Jamás fui famoso por mi coraje. Tampoco soy mago, ya que las artes ocultas están prohibidas por la Torá. Usted me pregunta cómo logré imponer mi voluntad por sobre las bestias. Déjeme que le explique: Nuestros Sabios nos enseñan que el hombre valiente es aquél que conquista sus malas inclinaciones. Yo toda mi vida luché contra mis malas inclinaciones. Busqué purificarme y lo logré hasta el grado que no le temo a nada ni a nadie, ¡excepto al Altísimo, claro está!
"Además, cuando Dios creó las bestias de la tierra, les infundió un miedo natural al hombre. Sin embargo, ese miedo está presente únicamente cuando el hombre se comporta como tal, y no como una bestia. Pero cuando el hombre altera su naturaleza, destruye su semejanza aDios, entonces, no debe sorprendernos que, en lugar de que el animal tema al hombre, ¡el hombre tenga miedo del animal!"
Estas palabras, tan llenas de sabiduría, impresionaron profundamente al Sultán y a sus ministros. El Sultán percibió instintivamente que tenía enfrente a un hombre santo, que verdaderamente reflejaba la imagen de Dios. Frente a aquella persona, plena de espíritu divino, El Sultán se sintió extremadamente humilde y temeroso.
"Te agradezco el habernos salvado de los leones sueltos. Y deseo recompensar y ayudar a tu noble causa", le dijo, al tiempo que ordenó a sus sirvientes que condujeran a Rabí Abraham al cuarto donde se hallaban sus tesoros, y le entregaran una generosa recompensa.
Cumplir los preceptos
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Cumplir los preceptos con el corazón
Cierta vez se acercó un judío al Rab Eliahu Lapian, el "Leb Eliahu", y le dijo: "En este Shabat se leyó la Parashá Bo, donde está mencionada por primera vez en la Torá la Mitzvá de los Tefilin. Le diré que estoy dispuesto a ponérmelos, pero con una condición".
"¿Cuál es?", preguntó el Rab.
"Si usted me explica los motivos de la Mitzvá, y esos motivos me resultan convincentes y lógicos…".
"De acuerdo, te lo voy a explicar. Pero quiero que me perdones porque hoy no puedo hacerlo en razón de que estoy muy ocupado", contestó el Rab.
"Está bien. Puedo esperar. ¿Cuándo puede atenderme?"
"Déjame ver… Recién dentro de treinta días". "¿Dentro de un mes? Bueno, de hoy en un mes nos vemos".
"Antes de que te vayas, quisiera pedirte algo". "Digame Rab".
"Que desde mañana te pongas los Tefilin todos los días hasta que nos encontremos dentro de un mes. Si cuando te lo explique no te convenzo, dejas de usarlos. ¿Qué te parece?".
"¡No está mal!", respondió el hombre sonriendo frente a la idea del Rab, tras lo cual se despidió.
Al cabo de un mes apareció el hombre nuevamente frente al "Leb Eliahu", diciéndole: "Vengo a que me explique la Mitzvá de los Tefilin, como habíamos quedado. Pero quiero que sepa algo: aunque no me convenza su explicación, los seguiré usando todos los días. Verá usted, cada vez que me los pongo y pronuncio mi pequeña Tefilá con ellos, siento una satisfacción muy especial; siento que estoy cumpliendo con mi obligación de judío, me siento bien. En realidad, siento algo que no puedo explicar con palabras…".
El Rab se puso de pie, se paró al lado del hombre, lo tomó de los hombros y le dijo paternalmente: "Hijo mío, ¿tú crees que si alguien viene a pedirme una explicación de la Torá me puedo negar y decirle que venga dentro de un mes? ¡Si yo estoy para eso! Lo que sucedió fue que yo vi que tu intención era cumplir con la Mitzvá de los Tefilin, pero "con la mente". No estás equivocado si quieres saber los motivos de una Mitzvá, pero eso no puedes ponerlo como condición para cumplirla. Las Mitzvot de Hashem son un alimento para el alma, y no siempre la razón las entiende. Lo que yo quise hacer contigo es precisamente lo que sucedió: que la Mitzvá la cumplas "con el corazón", con el puro sentimiento judío que había encerrado en ti, y eso fue lo que te dio el propósito de seguir vistiendo tus Tefilin durante toda tu vida. Ahora sí, estás dispuesto a recibir la explicación, que yo estoy dispuesto a ofrecerte"
Una buena acción
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Una buena acción no queda sin recompensa
El Gaón Rabí Yaacob Kastenovitz, era un hombre Jasid y gran Baal Jesed (misericoridioso), no había pobre o enfermo que acudía a él y se iba con las manos vacías. Eran tiempos muy difíciles en la Rusia pre soviética, y aún así se entregaba a todo necesitado, sin hacer distinción.
Una vez, un joven contrajo tuberculosis, y cuando ocurría un caso así, todos los miembros de la comunidad se movilizaban para atender al enfermo y para comprarle sus medicamentos y pagar sus tratamientos, que eran muy costosos. Pero en este caso se trataba de un joven que se había ganado muy mala reputación entre la gente, porque había desviado el camino, frecuentaba con malhechores y delincuentes, razón por la que nadie quiso ofrecerse a ayudarlo. Todos los judíos del lugar eran muy pobres, y consideraban que no tenían que sacrificar a sus familias por alguien que no valía la pena.
No pensaba así el Rab Yaakob Moshé Kastenovitz. «Toda alma de Am Israel es valiosa, independientemente de su conducta e ideología», declaró. El Rab se encargó personalmente de la curación del muchacho, y además de conseguirle el dinero, lo atendió todo el tiempo hasta que se curó completamente.
Pasaron varios años, y en 1923, cuando la revolución bolchevique instauró el gobierno soviético en Rusia, confiscaron todos los bienes de los habitantes. Los rublos, que tenían valor oro, y los dólares, que algunos tenían ahorrados, fueron tomados por la fuerza, bajo pena de cárcel, destierro y ejecuciones.
Un día encerraron a todos los comerciantes judíos de la aldea «Lubian», para presionarlos a que entreguen el dinero que en realidad no poseían. Ochenta personas se agolpaban en un pequeño calabozo, y no iban a ser liberados antes de que confiesen donde están escondidas «las riquezas de los judíos». Como no obtuvieron resultados, llevaron a comparecer al Rab de la ciudad, el Gaón Rabí Moshé Fainstein, para que se haga responsable de la situación.
Se presentó el Rab, frente al comisario, y éste le preguntó como se llamaba. «Moshé Fainstein», respondió.
El comisario se levantó de su asiento, y llamó a uno de los soldados.
«¿Por qué trajeron a este hombre aquí?», le preguntó enojado.
«Porque es el jefe espiritual de los judíos de la ciudad, y seguramente es el burgués más importante de todos. Lo trajimos para que nos diga dónde está el dinero que ellos esconden», fue la respuesta.
«¡Este hombre no es un burgués!», vociferó el comisario. «¡Es el yerno del comunista más grande de toda la Unión Soviética! ¡Su suegro, el Rabino Kastenovitz, atendió a mi hermano y lo ayudó a curarse, aunque no compartía sus ideologías!
¡Por lo tanto, todo lo que diga es verdad, y lo que pida se le dará!».
Rabí Moshé Fainstein aprovechó la oportunidad, y le solicitó que libere a los comerciantes judíos que estaban prisioneros, lo que fue concedido de inmediato.
El ejército soviético se retiró, y desde allí los judíos de la ciudad ya no fueron molestados. Años atrás, el Rab Yaakob Moshé Kastenovitz salvó la vida de un yehudí desconocido, y provocó que se salven las vidas de muchos otros conocidos.
El buen shojet
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El buen shojet
En los días de Maran Hajida, Rabí Jaim Yosef David Azulai, vivía en la ciudad de Trípoli, Libia un judío llamado Masud Jaiun.
Muy piadoso era el hombre y trabajaba como Shojet (matarife) . Todos los días iba al matadero donde carneaba de acuerdo a las leyes del judaísmo, vacas y ovejas.
Poseedor de una aguda visión, cuando revisaba el cuchillo de la Shejitá para cerciorarse que no tenga la más mínima mella, no utilizaba la uña, como se acostumbraba.
Sólo fijaba su vista en el cuchillo y de acuerdo a ello fijaba si tenía alguna pequeña mella y debía afilarlo para volverlo liso y filoso al máximo.
Escuchó Rabí Jida acerca de este hombre por medio de comerciantes de su ciudad de residencia. También Rabí Hajida se sorprendió de lo que contaron sobre Rabí Jaiun y pensó que aunque sea cierto que poseía una muy especial vista, de todos modos no le pareció correcto que sea fijada la aptitud de carnear del cuchillo, por intermedio de la vista. Dicha actitud según su parecer, podía provocar que otros matarifes también intenten seguir el mismo método, sin contar con la aguda visión de Rabí Jaiun y como consecuencia afectar al público consumidor de carne.
Envió Rabí Hajida una carta a Rabí Masud Jaiun por intermedio de un comerciante, en la cual ordenaba en nombre de la Torá abandonar la Shejitá.
Al llegar la carta a Rabí Masud, se apresuró a viajar a Livorno para entrevistar a Rabí Hajida.
Al llegar a la ciudad preguntó donde podía encontrar al rabino y lo condujeron al Bet Hakeneset.
Se hospedó Rabí Masud en la casa de Rabí Hajida, desconociendo este último la identidad de su huésped.
Después del Shabat se dirigió Rabí Masud al matadero donde se encontraba Rabí Hajida y demás matarifes.
Se acercó Rabí Masud a uno de ellos, cuando este empezó a afilar el cuchillo. Rabí Masud comenzó a aconsejar al Shojet: «Debes afilar más en esta punta, ese lugar necesita ser alisado».
Examinó nuevamente el Shojet su cuchillo y encontró cierta la acotación del extranjero.
Se repitió la misma escena varias veces y todos los matarifes quedaron sorprendidos ante el poder del hombre de examinar los cuchillos a la distancia. Maran Hajida al ver que el mismo episodio se repetía, se acercó al hombre y le preguntó: «¿no eres tú Rabí Masud Jaiun de Trípoli, a quien prohibí continuar carneando?».
«En efecto, soy yo, mi rabino y maestro» contestó humildemente Rabí Masud.
«Hasta ahora sólo escuché tu nombre y ahora pude comprobar visualmente lo escuchado» dijo Rabí Hajida y continuó con una bendición: «Que te aumente Dios el poder de tus ojos, que te ilumine y te agracie. Lo único que te pido, es que no te confíes en tus ojos para examinar al cuchillo y examina con la uña como todos los matarifes».
Aceptó Rabí Masud el pedido de Maran Hajida, y no se dejó guiar sólo por su poderosa vista para descubrir las mellas del cuchillo y afilarlas.
Rabí Shlomo, el león
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Rabí Shlomo, el león
Hace unos cien años vivió en Marruecos un anciano judío llamado Rabí Shlomo Bojbot.
Era muy justo y piadoso y tenía la costumbre de ayunar los lunes y jueves (días en los que se lee la Torá en las sinagogas) y en la semanas «Shobabim» (semanas en las cuales se leen las Perashiot semanales de Shemot, Vaerá, Bo, Beshalaj, Itró y Mishpatim, es una época especial para el arrepentimiento y la penitencia.
Durante los días de ayuno, se sentaba y estudiaba Torá día y noche, Tanaj, Talmud y Zohar. Conducta semejante le otorgó un espíritu de santidad y pureza, adquiriendo renombre como persona santa y piadosa.
En esos días, la situación de los judíos en Marruecos era difícil. Todo nuevo rey o tirano gobernaba con crueldad sobre los judíos, con robos y saqueos a casas y negocios, llegando muchas veces, en estas ocasiones al asesinato. En la semana, en la cual se leía la Perashá Mishpatim, ayunó Rabí Shlomó de acuerdo a su vieja costumbre.
En el transcurso de la mañana del jueves, una nueva y gran rencilla se desató entre árabes y judíos. Los judíos emprendieron la fuga a las cavernas, que se encontraban en las afueras de la ciudad para ponerse a salvo, habiendo aquellos que prefirieron luchar por su vida con palos y piedras contra los árabes que los acechaban.
Rabí Shlomó, a pesar de estar debilitado por el ayuno, intentó ayudar a sus hermanos judíos, en la desesperada y desigual lucha.
Persiguiendo a un árabe que quiso saquear el negocio de un judío, elevó sus ojos y vio que tres árabes armados hasta los dientes se aproximaban.
Cuando sólo faltaba un instante para ser alcanzado, uno de los árabes tropezó con una piedra y sus compañeros debieron ayudarlo a levantarse. Rabí Shlomo aprovechó para huir a una cueva cercana.
Al intentar ingresar a la cueva fue sorprendido por un león, que obstruía la entrada con una pata levantada.
Sin temor, se allegó Rabí Shlomo y entendió su mensaje, una espina había ingresado en la pata del león.
Se apresuró Rabí Shlomo a aliviar el sufrimiento del animal y rápidamente recibió su recompensa. El felino se retiró a un costado para permitirle ingresar al interior y se estableció luego en la entrada de la caverna como
fiel centinela.
Rabí Shlomo se sentó en la caverna y empezó a recitar el Tehilim, que conocía de memoria.
En las primeras horas de la noche, se apaciguaron los ánimos en la ciudad y los judíos pudieron retornar a sus moradas.
Los parientes de Rabí Shlomo, al ver que no retornaba empezaron a temer que fue asesinado en el pogrom.
Después de una búsqueda infructuosa de varias horas, salieron de la ciudad en dirección a las cavernas y empezaron a rastrear una por una, quizás había sido asesinado por los crueles musulmanes y arrojado su cuerpo a una de las cuevas.
Empezaron a gritar con todas sus fuerzas: Rabí Shlomo, Rabí Shlomo… En un principio no hubo respuestas, más al acercarse a la cueva en la que Rabí Shlomo se hallaba, escucharon el eco que traía la voz del rabino.
Observaron de lejos temiendo acercarse a la cueva con el león en la entrada y volvieron a gritar «Rabí Shlomo, ¿dónde te encuentras?».
Salió Rabí Shlomo de la cueva, luego que el león le hizo lugar, con un radiante semblante. En el camino contó a sus familiares lo sucedido y agradeció a Dios por la maravillosa salvación.
Una gran fiesta, le fue organizada para festejar su salvación de los árabes y del león, en la que participaron todo los rabinos y personas importantes de la ciudad.
«Su misericordia en todos Sus actos», clamaron los presentes.
Desde ese día agregaron a su nombre el cariñoso apodo: Rabí Shlomo Haarie (el león) en recuerdo al milagro del león.
Lashon Hará
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Lashon Hará
Se cuenta de un Rab que acostumbraba a ir de vez en cuando a diferentes ciudades de Latinoamérica a ofrecer discursos de Torá muy sabios, y luego a recolectar fondos para una Yeshibá de Israel. Todos escuchaban sedientos sus proverbias palabras, y le daban una acogida acorde a su ilustre personalidad.
En una ocasión, luego de pronunciar su discurso acostumbrado en una sinagoga, se dio cuenta que la gente no había sido tan afectuosa con él como las otras veces. Esto lo confirmó en el momento de realizar su colecta, en la que ninguno de los presentes hizo el más mínimo aporte, cuando siempre lo hacían generosamente.
Se presentó nuevamente frente al público y les dijo:
«¡Hermanos míos! He notado que no gozo del privilegio de la confianza y el cariño de ustedes! ¿Pero pueden decirme por favor cuál fue mi pecado? ¿En qué les he faltado?».
Se levantó el Presidente de la Institución y le dijo:
«Voy a ser sincero con usted, Rabino. Nos hemos enterado que usted ha robado todos los Sefer Torá de una ciudad…».
«¿Cómo? ¿Que yo robé todos los…? ¿Y se puede saber de quién escuchó esa barbaridad?», preguntó el Rab.
El presidente miró para todos lados e hizo un gesto de no querer revelar la fuente de información. En ese instante, se levantó un hombre que estaba a su lado y dijo:
«Bueno. Fui yo el que le dijo al presidente eso. Pero no dije que se había robado todos los Sefer Torá de una ciudad, sino «Todos los Sefer Torá de una sinagoga de la ciudad». Y esa noticia me la dio ese señor», y señaló a un hombre que estaba parado en un rincón.
«¡Un momento! ¡Yo jamás dije que el Rab robó todos los Sefer Torá de la sinagoga!», interrumpió el hombre señalado; «¡Yo dije que escuché que el Rab robó un solo Sefer Torá!».
El Rab, que aún no salía de su asombro, preguntó al público:
«Por favor: ¿Puede alguien decirme quien le dijo a este hombre que yo robé un Sefer Torá?».
Un joven levantó tímidamente la mano y manifestó:
«Voy a hacer una aclaración: Yo no le dije a este señor que el Rab había robado un Sefer Torá. Yo me enteré de alguien muy importante, que el Rab robó un libro de Comentarios de la Torá, y se lo conté a esta persona».
A esa altura el murmullo que se oía era ensordecedor. Tuvo que intervenir el presidente a poner orden:
«¡Silencio! ¡Silencio!», se dirigió al joven y le inquirió: «¿Puedes decirnos de qué «persona importante» escuchaste que el Rab robó un Libro de Comentarios de la Torá?».
El joven guardó silencio y no se animaba a abrir la boca.
Se le acercó el Rab y le dijo con calma:
«Dime, hijo: ¿Esa persona está aquí presente?»
«Sí», respondió bajando la cabeza. «Ahí está. Es nuestro Rabino».
Se produjo un silencio sepulcral, mientras todas las miradas se dirigían al Rabino de la sinagoga, que estaba sentado en su lugar leyendo tranquilamente, casi ajeno a la discusión.
Al ver que todo el mundo estaba esperando qué es lo que tenía que decir, levantó su cabeza y, luego de un suspiro declaró:
«Todo esto es producto de una gran confusión. La última vez que nos visitó, el Rab dijo en su discurso unos comentarios de Torá muy bonitos, que la gente disfrutó mucho. En ese instante, yo dije para mí: «Unas palabras tan sabias, las habrá robado de algún Libro de Comentarios de la Torá…».
Por lo visto, añadió el Rabino, dichas palabras fueron escuchadas por la persona que estaba sentada al lado mío…»
Renegar la fe
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Renegar la fe
Rabí Iosef Shlomo Kahneman, fundador y director de la famosa yeshibá Ponewiz, solía contar de manera muy especial, cada vez que tenía oportunidad de hacerlo, el siguiente relato:
Una vez en la Ieshibá, cuando ésta funcionaba en Estados Unidos, le tocó entrevistarse con un renombrado profesor Iehudí, cuyas ideas estaban totalmente alejadas de la Torá y las Mizvot, y le reveló que estaba interesado en renegar de su condición de judío y abrazar otra religión. Muchos eran los motivos que le hacían pensar de esa manera, pero sólo una cosa se lo impedía: Cada vez que pensaba en su conversión, aparecía frente a sus ojos… ¡El Jafez Jaim!
Cuando era joven, tuvo la oportunidad de pasar una pequeña temporada en la yeshibá de Radin. Cuando llegó por primera vez a la yeshibá, encontró que todos los jóvenes estaban amontonados, llenando las instalaciones, a la espera de la asignación de sus respectivos lugares para dormir y vivir allí. El muchacho, que carecía de alguien que lo conozca, se quedó parado en un rincón sin que nadie atine a atenderlo. Las horas pasaban y los efectos del largo viaje realizado se hicieron sentir. El cansancio lo obligó a quedarse sentado en su equipaje, hasta que el sueño lo venció.
Cuando en medio de la noche se despertó, se percató que un desconocido estaba sosteniéndolo en sus brazos. El joven hizo como que seguía durmiendo. El hombre lo cargó sigilosamente, tratando de no sobresaltarlo, y con suavidad lo acostó sobre una confortable cama. Le quitó los zapatos, lo acomodó, y luego se quitó su propio saco y lo cubrió. En ese momento, el joven abrió levemente sus ojos para ver entre sus párpados de quién se trataba. Cuán grande habrá sido su sorpresa al ver que quien estaba sentado a su lado no era otro que el Jafetz Jaim. El Rab estaba leyendo un libro a la luz de una tenue vela, con las mangas de su camisa al descubierto… sin su saco, que lo tenía encima a modo de cubrecama. El Jafetz Jaim se esforzaba para que su voz no se oyera demasiado molesta, y lo que estudiaba o leía, salía en un murmullo inaudible; no sea que, Jas Veshalom, despierte aquel muchacho que de tan lejos llegó a estudiar Torá, y ahora se encontraba gozando de un merecido descanso…
Esa imagen, quedó para siempre en su memoria. Todas las veces que aquel profesor sentía la tentación de abandonar a su pueblo, recordaba al Jafetz Jaim en esa situación. E inmediatamente desistía de cualquier intento de renegar de su fe. No podía este hombre separarse, dejar de pertenecer, a una nación que tiene como integrantes a personajes de esta magnitud… ¡Dichoso el pueblo que así es..! ¡Dichoso del pueblo que tiene un Jafetz Jaim en su seno..!
La sabiduría de Rabí Maizles
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La sabiduría de Rabí Maizles
El Gaón Rabí Dob Berish Maizles, era uno de los grandes de su época. Venían de todos los rincones hasta una pequeña aldea de Polonia, donde ejercía como juez supremo, para aprender de su vasta sabiduría en todas las áreas de los conocimientos, además de la Torá.
Una vez llegaron dos personas a su casa: un pobre maestro, y un hombre rico. El maestro contó que se alojaba en la hostería del hombre que lo acompañaba, y, como llegó antes de Shabat, le dio la bolsa con su dinero para que se la guardara. Cuando terminó el Shabat, el hotelero desmintió que hubiera recibido cualquier cosa de su cliente. Y mientras el maestro se desesperaba dentro de su indignación y enojo, el otro se mostraba de lo más tranquilo.
«¿Estás dispuesto a jurar que no has recibido nada de este hombre?», le preguntó el Rab, luego de escuchar la exposición de los dos.
«¡Claro que sí; en cualquier momento!» respondió.
No procedió el Rab a la toma de juramento por parte del hotelero, porque sospechaba de que, así como no tuvo reparos en robarle al pobre maestro, tampoco le importe jurar en vano.
Mientras, comenzó a mantener una conversación con él sobre diferentes temas.
Después de un rato, se dio cuenta que el hombre rico llevaba consigo un valioso reloj, y le dijo:
«Veo que posees una hermosa joya. ¿Me permites verla bien, por favor?».
«¡Claro tómala!», le dijo el hotelero mientras se la entregaba en sus manos.
«¡Oh, es una verdadera belleza!», exclamó el Gaón al observarla. En el rostro del hotelero se dibujaba una expresión de orgullo.
«Este reloj tan valioso merece que lo vea mi esposa. ¿Me permites que se lo lleve para que lo admire como yo lo he hecho?».
«¡Sí, sí! ¡Por supuesto!».
El Rab salió por unos instantes a la trastienda de su casa. Fue con su esposa, y le dijo: «Por favor. Ve con la esposa del hotelero y dile que te dé el dinero que le dejó a su marido el maestro que se alojó. Y como prueba de que es el marido quien te envió, dale este reloj a cambio».
El Rab volvió con sus visitantes, y trató de entretenerlos hasta que regresara su esposa. Pasó un rato, y llega la mujer con la bolsa que tenía el dinero que le había entregado el maestro al hotelero, y la cara de éste se puso blanca…
«Te advierto una sola cosa; le dijo el Rab al hotelero; no le vayas a reclamar a tu esposa por lo que hizo, porque si no, te tendré que citar aquí nuevamente…».
Ten paciencia, ya verás
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Ten paciencia, ya verás
Una vez, una persona que nada sabía de agricultura, fue al campo y le preguntó a un campesino cómo era todo el proceso hasta que el pan llega a la mesa de la comida. El agricultor lo llevó al campo y le preguntó qué era lo que veía. El visitante respondió: «Veo un campo muy verde y hermoso».
De repente, el agricultor se pone a arar la tierra, y el hombre le dice: «¿Por qué destruiste toda la vegetación del hermoso campo?». «Ten paciencia y verás», le respondió el agricultor.
Después, éste le mostró a su visitante una bolsa llena de semillas y le preguntó qué era lo que veía. «Unas semillas muy gordas», contestó.
Y qué grande fue su sorpresa al ver que el agricultor «echaba a perder» otra vez algo tan valioso: tomó la bolsa y arrojó todas las semillas a los surcos de la tierra, para luego taparlas y enterrarlas.
«¿Te volviste loco?», le gritó el visitante. «Antes destruiste toda la tierra, y ahora tiras todas las semillas que tienes». «Ten paciencia y verás», le respondió.
Pasó un tiempo y el campesino llevó nuevamente al campo a su invitado y le mostró la siembra. «Tengo que reconocer que tuviste razón: dejaste el campo mejor que antes. Ahora me di cuenta por qué hiciste lo que hiciste».
«Sí, pero el trabajo aún no está terminado. Todavía necesitas tener mucha paciencia», le dijo el campesino. Y no pasó mucho tiempo, cuando éste tomó una guadaña y cortó todas las espigas que tenían dentro unas semillas más gordas que las que había sembrado. Y ante la mirada atónita del visitante, dejó el campo desolado, como si no hubiera pasado nada. Luego amarró las espigas y «adornó» el campo con parvas muy bonitas. Pero la belleza duró muy poco: se llevó las parvas a otro campo, y allí comenzó a golpear las espigas duramente, hasta convertir todo eso en un montón de plantas despedazadas. A continuación, separó las semillas de las espigas y juntó a todas ellas en un gigantesco depósito. Y cada vez que hacía cada uno de los trabajos, le decía al visitante: «Ten paciencia, ya verás».
El campesino tomó las semillas y las colocó en un molino. Y por el otro lado apareció la harina.
«¿Qué hiciste? ¡Todas las semillas que juntaste, las hiciste polvo!». A lo que recibió como respuesta: «Ten paciencia, ya verás».
Cuando el visitante vio que el agricultor mezcló la harina con agua, se tomó la cabeza, mientras decía para sí: «¿Qué querrá hacer éste ahora, con esa pasta blanca?». Pero al ver que esa «pasta blanca» tomó una forma agradable en las manos del campesino, se calmó. Sin embargo, la calma no le duró mucho: todas esas formas armoniosas fueron a parar al horno.
«Ya no me queda ninguna duda de que has perdido la razón», exclamó el visitante. Tanto trabajo te costó conseguir lo que tenías, ¡y ahora lo estás quemando con tus propias manos!».
Una carcajada salió de la boca del campesino, mientras le decía: «¿No te dije que tenías que tener paciencia y esperar?».
«¿Más todavía?», repetía una y otra vez el visitante. «¡Pero si ya está todo perdido!».
Pasó un rato nada más, y el campesino sacó del horno unos panes calientes y dorados y los puso frente a él, en la mesa. Y mientras le cortaba un pedazo y se lo daba para comer, le decía: «Ahora, ¿ya entiendes todo?».
Nuestro Creador, es el agricultor y nosotros, los humanos, somos los visitantes ignorantes de una vida que no entendemos ni conocemos. No tenemos ni la más mínima idea de cuál va a ser el resultado de todas las acciones de Dios, y cada cosa que pasa, pensamos que no tiene lógica, porque la medimos con nuestra propia vara. Pero cuando se termine «Su trabajo», recién vamos a entender por qué Él hizo todo lo que hizo».
«Tenemos que tener Emuná y paciencia. Al final, sabremos el porqué de las cosas, aunque éstas aparezcan como ilógicas o terribles. Porque ¡todo lo que hace Dios es para bien!».
El tiempo de nuestra huida
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El tiempo de nuestra huida
Mendel ya estaba muy cansado. Pero no sólo físicamente, sino moralmente, anímicamente. Trabajar y trabajar, y sólo para pagar los altos tributos que le cobraba el barón; dueño de la aldea, de su casa, de su campo… de todo lo que tenía.
Tomó la decisión: Abandonar Polonia y dirigirse a Erez Israel. En Polonia nacieron y vivieron sus antepasados, y después de muchas generaciones la familia abandonaría su Patria. La situación en Polonia se estaba tornando insoportable, y algunos decían que en el futuro iba a ser escenario de una guerra terrible. Y en Erez Israel, aunque no estemos mejor, estaríamos «en casa».
No le contó a nadie. Ni a sus más íntimos amigos. Instruyó bien a sus pequeños hijos y a su esposa, para que realicen todos los preparativos de la huida sin que nadie se diera cuenta.
Llegó el día, y luego de cargar todas sus cosas en una pequeña carreta, se encomendaron a Hashem y emprendieron el viaje, que no sería muy largo, pues la aldea quedaba a sólo una hora de la frontera. Después de ahí, la libertad.
Ya llevaban un trecho largo recorrido, cuando se encontraron frente a frente con… ¡el barón!
-«¡Mendel! ¡Qué sorpresa verte por aquí!».
Mendel se quedó mudo. No atinaba a respuesta alguna.
-«¿Qué..? ¿Qué hace toda la familia en una carreta? ¿Qué explicación le das a todo esto..?» preguntó el barón mientras no dejaba de observar.
-«Es… Es nuestra forma de celebrar» se le ocurrió decir a Mendel.
-«¿Celebrar? ¿Celebrar qué? ¿Acaso hoy es una fecha festiva?».
-«¡Claro! ¿No lo sabía?» dice Mendel mientras sonreía nerviosamente.
-«¿Cuál fecha festiva? Yo las conozco todas. A Pesaj ustedes le dicen: «Zemán Jerutenu», el tiempo de nuestra libertad. A Shabuot, «Zemán Matán Toratenu», el tiempo de la entrega de nuestra Torá. A Sucot, «Zemán Simjatenu», el tiempo de nuestra alegría. ésta ¿cuál es?».
Mendel respondió rápidamente:
-«Esta es… «Semán Peletatenu», el tiempo de nuestra huida».
El barón se quedó pensativo.
-«Fíjate que ésa no la conocía» dijo.
Mendel aprovechó la distracción del barón y se despidió de él, alejándose lo más rápido que pudo.
El barón siguió su camino y se aproximó a la aldea. Pasó por la casa de otro judío y lo vio cosechando en su huerta.
-«¡Itzjak!» le gritó el barón, «¿Cómo es que estás trabajando en un día como hoy? ¡Se supone que tu eres un judío observante!».
Itzjak se acercó al barón para entender mejor a qué se refería.
-«No sé de que me habla…», le dijo.
El barón le contó a Itzjak dónde había visto a Mendel y qué explicación le dio. Itzjak se dio cuenta de lo que había pasado y en sus labios se dibujó una tenue sonrisa. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la pregunta del barón:
-«¡Oye! ¿Por qué no estás tú celebrando el «Zemán Peletatenu»?».
-«Oh, yo le voy a explicar, querido barón: Esta fiesta no es como las demás de nuestro calendario. Se celebra una vez en la vida, y en la fecha que a cada judío le toque. También a mí…», concluyó diciendo Itzjak suspirando, «me tocará festejarla dentro de poco, ya verá…».
El comerciante de diamantes
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El comerciante de diamantes
El avión estaba aterrizando mientras el hombre miraba a través de sus ventanas, añorando la ciudad que dejó lejos. él era un comerciante de piedras preciosas, que iba de un lado a otro para realizar sus negocios. Llevaba consigo once mil dólares en efectivo.
Abandonó el aeropuerto y se dirigió directamente hacia la zona de los especialistas en diamantes. Luego de un rato, ya había utilizado casi toda la cantidad que había llevado.
Le quedaban mil dólares, lo que le alcanzaría para su regreso con todas las comodidades, como él acostumbraba a viajar.
Ya estaba empacando sus pocas pertenencias, y suenan unos golpes en la puerta de la habitación de su hotel. Abre y aparece un desconocido.
«Disculpe señor», le dice, «¿me permite un minuto, por favor?».
«Adelante» respondió el hombre con reservas.
«Escuché que usted es un hábil y exitoso comerciante de piedras. Quizás esté interesado en comprarme un lote a mí. Le aseguro que no se arrepentirá. Es de muy buena calidad y a un precio realmente ventajoso».
«Verá usted, señor. Seguramente hubiera aceptado en otra oportunidad, pero ahora me he quedado sin dinero».
«Es que… de verdad vale la pena» insistió el otro.
«Puede ser, pero lo lamento. Sólo me quedan unos dólares para regresar a mi casa…».
Sin embargo, dentro de él ardía la curiosidad de saber lo que estaba ofreciendo.
«Este… ¿podría ver qué es lo que tiene, si no hay inconveniente?» le pidió.
El hombre de la calle abrió un maletín y de ahí surgió un fulgor impresionante. El comerciante no podía creer lo que tenía frente a sus ojos: Realmente ésos eran unos diamantes como hacía mucho tiempo no veía. Los observaba; los
analizaba; los admiraba…
«¡Oh! ¡Oh! ¡Esto sí es una maravilla..!» exclamaba.
«Yo también sé que son piedras muy valiosas» reconoció el otro hombre. Y agregó: «Lo que pasa es que estoy muy necesitado de fondos porque tengo que afrontar deudas astronómicas. A usted no lo puedo engañar. Usted sabe que éstas son auténticas y aquí tiene el certificado de que me pertenecen. Si acepta comprármelas ahora mismo, se las doy a un precio regalado».
«¿C… Cuánto?» el comerciante casi se había arrepentido de preguntar. Seguramente no tendría con qué pagar.
«Este lote vale varios miles de dólares. Déme mil dólares y es suyo».
«¡Mil dólares!», pensaba el comerciante. «¡Este hombre no sabe lo que dice! ¡Me lo está vendiendo por menos del diez por ciento de su valor!».
No sabía cómo hacer para ocultar su contrariedad. ¡Tenía una fortuna al alcance de su mano y no podía comprarla!
«Quinientos dólares…» le ofreció, calculando que el resto le iba a permitir regresar a su casa (aunque no «en primera», como a él le gustaba).
«Mil y ni un dólar menos». Es la cantidad que necesito.
«Tiene razón», pensó el comerciante. «No tiene por qué hacerme más rebaja de la que ya me hizo. Pero, ¿cómo haré para volver a casa?», se preguntaba.
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Luego recordó que le habían quedado billetes sueltos y unas monedas; quizás con eso le alcance. Porque en realidad, no resultaba lógico dejar pasar una oportunidad como ésa. Jamás se le presentaría algo semejante.
«¡Trato hecho!», metió la mano en su bolsillo y sacó un fajo de billetes. «Cuéntalos. Aquí tiene exactamente mil dólares».
Cuando el hombre se retiró y él se quedó en su cuarto, se dio cuenta que efectuó la operación comercial más importante de su vida. Pero al mismo tiempo, estaba preocupado: Aquellos billetes y monedas, quién sabe si le permitirían viajar; ya no como estaba acostumbrado a hacerlo, sino «Viajar» en todo el sentido de la palabra.
Efectivamente, no había medio de transporte «normal» que lo lleve a su casa con la cantidad tan exigua con la que pretendía pagar. La gente lo miraba extrañada: Un hombre tan bien vestido, buscando precios en las ventanillas de ómnibus más corrientes y baratos. ¡Y le parecía caro!
Se le acercó un hombre de aspecto no muy elegante que digamos.
«Señor: he visto que está buscando algo o alguien que lo deje en esa ciudad que mencionó. ¿Cuánto dinero tiene?».
El comerciante se lo dijo.
«Hasta a mí me parece poco…», dijo el hombre haciendo una mueca. «Bueno. Si quiere yo lo llevo por eso; tengo que pasar por ahí. Pero le advierto que mi camión no es lo que se dice «de lujo», ¿eh?».
Cuando el comerciante lo vio, se dio cuenta que el hombre había exagerado. No es que el camión no era «de lujo» sino que era desastroso. Aparentemente, ahí viajaban sólo personas que apenas si tenían para comer. Pero no era ese un momento para ponerse a exigir comodidades. Ahora hay que llegar a casa.
Sentado en uno de los asientos, apretaba contra su pecho el gran tesoro que había tenido la suerte de conseguir por tan poco. Mientras el camión transitaba por la carretera, se ilusionaba y hacía proyectos, imaginándose qué es lo que iba a comprar con las grandes ganancias que le proporcionarán las piedras.
Sintió que alguien lo miraba. Se dio vuelta, y vio que un hombre de pobre apariencia lo estaba observando detenidamente. Pasó un rato, y el hombre seguía sin despegar sus ojos de él. De pronto, se le acercó.
«Discúlpeme. Yo a usted lo conozco…».
«Puede ser…».
«¡Claro! Usted es el famoso comerciante de diamantes. Una vez lo vi pasar mientras yo trabajaba de pintor en un edificio».
El comerciante asintió con la cabeza.
«Y… ¿Se puede saber por qué está usted viajando en un camión como éste? Me imagino que un hombre de su riqueza no utiliza otro medio de transporte menor que la primera de los aviones…».
«Tiene usted razón. Yo no sabía que existía este tipo de camiones. Pero aunque no me lo crea, lo diré que me he quedado sin dinero y no tuve otra alternativa para poder llegar a mi casa.
El comerciante le contó al hombre todo lo que había sucedido, y cómo hizo lo que hizo para no dejar de aprovechar la ocasión de hacerse de ese lote de diamantes que muy difícilmente encuentre otra vez. Luego concluyó:
«Es cierto que podía haber optado por seguir viajando en primera, y me hubiese ahorrado todo este sufrimiento de hacer un viaje tan incómodo y desagradable. Todavía me falta alojarme en lugares precarios, en las escalas que haré antes de arribar a la ciudad donde vivo. En el trayecto, tendré que olvidarme de los manjares que incluyen mi menú diario, y los reemplazaré por comidas que apenas me permitan subsistir. Estoy consciente de las penurias que tendré que soportar antes de trasponer la puerta de entrada a mi casa. Pero pensé que vale la pena pasar un rato desprovisto de lo que uno le gusta, con tal de disfrutar después de toda una vida llena de satisfacciones y placeres… Cada vez que me invade la angustia por todas las privaciones por las que estoy pasando, abro el maletín donde guardo las piedras preciosas, y esa angustia es reemplazada por una sensación de felicidad, que disfrutaré como nadie y como nunca, en un futuro no muy lejano…».
La figura del destartalado camión se alejaba en el horizonte. El comerciante no estaba muy seguro de haber convencido al pobre de sus ideas, pero sin embargo, era el único pasajero que viajaba con una sonrisa en sus labios.
Sabía que al final de ese trayecto tan dificultoso, le esperaba el bienestar eterno…».
Todo este relato es ficticio. Nuestros Jajamim nos enseñaron que la persona debe hacer todo lo posible por acumular méritos en la vida terrenal, para que le permitan acceder al Mundo Venidero. Está escrito: «éste es el Camino de la Torá. Pan con sal comerás; agua con medida tomarás, y sobre el piso dormirás… Si así lo haces, dichoso de ti en este mundo y bendito serás en el Mundo Venidero».
Como se mencionó, todo el objetivo de la persona es acceder a su lugar en el Mundo Venidero. Podría ser que para obtenerlo tendrá pasar privaciones y abstenciones, y se verá obligado a vivir «pobremente» mientras se dirige «a su casa».
Aquí en este mundo, es el único lugar donde es posible cumplir las Mizvot de la Tóra. Esta oportunidad no la encontraremos cuando acabe nuestro ciclo vital, por lo que debemos aprovecharla de cualquier manera. Si podemos hacerlo cómoda y satisfactoriamente, bien. Si no; si para cumplir las Mizvot debemos dejar de lado muchas de las cosas que nos gustan, recordaremos que éste es sólo un mundo pasajero.
Hagamos como el diamantero: Cuando estemos por perder la paciencia y las esperanzas, abramos un libro de Torá, que es el «cofre» donde están depositadas las piedras preciosas que supimos acumular durante nuestra vida. De ahí adentro brotará un resplandor que aliviará nuestros pesares. Y ese resplandor será sólo un pálido reflejo; una simple muestra, de la fulgurante luminosidad que nos espera en el futuro venidero.
Cuidado con la leche
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Cuidado con la leche
Rabí Mordejay Abadi fue uno de los grandes Jajamim de Alepo, Siria, y tenía a su cargo una comunidad vecina a la de Jálab, llamada Kilz. En dicha ciudad se acostumbraba a que cuando alguien tenía el aniversario del fallecimiento de un ser querido, invitaba a su casa a todos los miembros de la sinagoga y a su Rab a que estudien Torá y lean párrafos del Zóhar y Mishnaiot. Luego todos participaban de una comida festiva.
Una vez Rabí Mordejay Abadi fue invitado a una casa, junto con su comunidad, en ocasión de un aniversario. Era Shabat por la tarde, y después de que pronunciaron la plegaria de Minjá, se sentaron todos a la Seudá. Entre las cosas que sirvió el dueño de la casa, había una especie de postre preparado con arroz, miel y leche.
El Rab vio la cantidad tan grande del postre que había en las mesas, y dijo en voz alta: «¡Nadie coma de este postre!», e inmediatamente todos quitaron las manos de sus platos.
El dueño de casa retiró todas las porciones que había preparado, obedeciendo la orden del Rab, aunque muy contrariado porque no comieron de su comida.
Al día siguiente, llegó Rabí Mordejay Abadi con el anfitrión y le dijo que quería ir a pasear con él. Éste aceptó gustosamente la extraña petición del Rab, lo que consideró un alto honor para él.
Empezaron a caminar, y llegaron al mercado. Una vez allí, se dirigió el Rab con su compañero al puesto de leche que tenía un árabe, del cual todos los judíos de la ciudad compraban.
«Dime: ¿Por qué no le diste a este hombre que viene conmigo, todo su pedido de leche de vaca, como él te lo solicitó?», le preguntó el Rab al árabe.
«¡Me fue imposible eso, Rabino!», le respondió el lechero, «El viernes pasado había vendido casi toda la leche de vaca que tenía. Cuando este cliente me encargó una cantidad tan grande de leche, ya no me quedaba tanta, y me vi obligado a mezclarla con leche de burra».
El Rab saludó al árabe, y mientras se alejaban de allí, le dijo al judío:
«Esa fue la razón por la que les pedí a todos que no coman del postre que habías preparado. Como tú eres muy generoso y serviste abundantemente, sospeché del lechero, pues no siempre tiene a mano una cantidad tan grande de leche de vaca…».
La grandeza de Rabi Taieb
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La grandeza de Rabi Taieb
La capacidad mental e intelectual del Gaón Rabí Izjak Taieb, era asombrosa. La comunidad judía de Túnez de antaño, orgullosa de sus Jajamim, lo tenía a Rabí Izjak como uno de su máximos exponentes, y su nombre recorrió las fronteras de todo el mundo judío a través de sus numerosos y valiosos libros.
Uno de los Jajamim de su época dijo de él: Era la confirmación del versiculo que dice: "De la boca del justo brota sabiduría, y su lengua imparte Justicia". Fue un hombre que tuvo el merito de que, cuando su lengua emitía un juicio, siempre se ajustó a la verdad.
Era muy conocido no sólo por los judíos, sino también por los demás pueblos, en especial los árabes que vivían a su alrededor. Una vez dos vecinos árabes tenían un terreno que limitaba uno con el otro.
Uno de ellos tuvo que hacer un viaje y, al cabo de unas semanas, cuando regresó, se encontró con que su vecino había invadido su terreno en una gran parte. Los postes que puso en la tierra para delimitar su territorio, habían desaparecido, y no tenía idea de donde empezaban y acababan los límites originales. Por supuesto que el vecino que se había quedado, negó todo, y decía que siempre había estado de esa manera.
Fueron a juicio en un tribunal musulmán, pero el juez no pudo pronunciarse, dado que no había pruebas de que el viajero tenía la razón, y por el otro lado sospechaba que el otro vecino no estaba diciendo la verdad.
El asunto pasó a manos del “Shej”, pero éste se declaró incompetente. Al final, llegaron hasta el mismo palacio del Rey.
El monarca, al ver que el litigio se presentaba como demasiado difícil de resolver, recordó al Jajam de los judíos, y le mandó decir que le pedía su intervención.
Los dos árabes se presentaron frente al Rab Izjak Taieb y expusieron sus argumentos.
Después de escucharlos, le preguntó el Rab al vecino viajero si en su casa tenía una mula con la que hacía sus trabajos.
El árabe contestó afirmativamente.
“¿Cuánto tiempo hace que la tienes?”, quiso saber el Rab.
“Muchos años”, respondió el árabe.
“Vamos todos al terreno”, propuso el Rab. Y agregó: “y trae esa mula con nosotros”.
Cuando estuvieron allí, le dijo el Rab al árabe que haga correr a su mula sola, desde su casa hacia delante.
Así lo hizo, y llegó un momento en que el animal se detuvo en un punto donde el otro vecino decía que era de él. Es sabido que una mula no invade terreno ajeno, y sólo camina por el que le pertenece a su dueño.
En ese mismo lugar donde la mula se detuvo, el Rab ordenó cavar, y efectivamente encontraron parte de los postes que habían estado enterrados allí anteriormente marcando el límite de los terrenos.
El árabe se quedó impresionado ante la inteligencia de Rabí Izjak Taieb. En reconocimiento a su intervención, al día siguiente del juicio apareció en la casa del Rab con un regalo muy valioso.
El Gaón le dijo al árabe: “Te agradezco mucho, pero no puedo aceptarlo. Si hubiese recibido todos los regalos que me quiso dar la gente con la que traté, no hubiese podido emitir ni un juicio como el de ayer…”.
La prescripción del médico
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La prescripción del médico
Una vez llegó Rabí Yacob Kranz (el «Maguid de Dubna») a la casa del Gaón Rabí Eliahu de Vilna, y lo encontró en medio de su almuerzo. El Gaón se alegró de recibir a tan ilustre visitante, y lo invitó a compartir su mesa.
El Maguid vio que estaban servidos sólo unos pocos alimentos, y expresó:
«Discúlpeme, pero no voy a poder aceptar, pues el doctor me lo prohibió» En ese instante, el Gaón de Vilna le pidió a su esposa que traiga abundante comida y que la sirva sobre la mesa. La mujer así lo hizo, y cuando Rabí Yacob Kranz vio esto, se fue a lavar sus manos y se sentó a comer tranquilamente.
Después de degustar casi todo lo que le habían puesto a su lado, el Maguid pronunció Birkat hamazón, agradeció, saludó y se retiró.
La esposa del Gaón no quiso decir nada mientras el Maguid estuvo ahí, pero cuando se fue, no pudo contener su curiosidad ante la tan extraña actitud del visitante.
«¿Qué le sucedió a Rabí Yacob?» preguntó, «El doctor le había dado la orden de no comer, pero cuando vio toda la comida en la mesa, ¿ya se había curado de repente?».
El Gaón de Vilna soltó una carcajada y procedió a explicarle a su esposa: No te preocupes mujer. Rabí Yacob está muy sano y gracias a Dios no tiene ningún problema de salud.
Sólo que cuando él vio que en la mesa había muy poca comida, se acordó de lo que dijo el Rambam:
Cuando alguien está de visita, es prohibido comer de la mesa del dueño de casa si éste no tiene suficiente comida, porque puede transgredir la Mitzvá de «No perjudicar a su semejante».
Por eso te pedí que traigas mucha comida de la cocina, y recién cuando Rabí Yacob vio eso, se sentó a comer».
«¿Y por qué dijo que fue el doctor quien se lo prohibió?», volvió a preguntar la esposa.
«Se refería al Rambam, que además de Rabino, era un famoso doctor», respondió el Gaón con una sonrisa.
El Shabat, cabeza de la semana
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El Shabat, cabeza de la semana
Un viernes por la noche, la esposa del Rab Iosef Jaim Zonenfeld, Rab Harashí de Yerushalaim de hace setenta años, se enfermó gravemente.
El Rab corrió a la casa del Dr. Schwarz, que vivía a unas cuadras, y éste lo recibió con una lámpara encendida en su mano.
El Rab sintió una profunda angustia porque el doctor estaba profanando al Shabat sin necesidad (un doctor puede hacer trabajos en Shabat cuando está en peligro la vida del enfermo, pero este no era el caso). Sin embargo, se contuvo en ese momento, y le pidió que lo acompañara a su casa para que atienda a su esposa.
Mientras iban caminando, el Rab le preguntó al doctor:
«¿Me puede decir usted qué parte ocupa la cabeza en relación a todo el cuerpo humano?».
El doctor no entendió que tenía que ver esa pregunta en ese lugar y en ese momento, pero por respeto al Rab, le respondió:
«La cabeza es la séptima parte del cuerpo humano…».
«Correcto», dijo el Rab. Y siguió abordando el tema, «una vez, todos los órganos del cuerpo humano se reunieron para hablar con la cabeza, y le dijeron: «Queremos decirte, apreciada cabeza, que no estamos de acuerdo con lo que está sucediendo. Las manos son las que trabajan; los pies son los que nos llevan a todos lados, y así, todos los demás miembros del cuerpo hacen el trabajo más duro. Sin embargo, cuando llega el momento de comer, te paras bien erguida, y te introducen los mejores manjares en la boca. Cuando estamos frente al público, otra vez es la boca la que se muestra orgullosa. En cambio, nosotros seguimos en el anonimato, y no recibimos ningún honor ni consideración…».
Entonces la cabeza les respondió: «Es cierto que yo soy la única que habla en las reuniones, pero es un privilegio que me corresponde, y no porque me lo regalaron. De mi salen las órdenes hacia todos los miembros del cuerpo, para que funcionen perfectamente y en el momento preciso. De no ser por mí, todos ustedes serían objetos inanimados, sin ninguna utilidad ni función. Y por eso, es justo que a mí me toquen todas las satisfacciones de la persona…».
«Muy bonito. Muy bonito», exclamó el doctor. «Una respuesta muy inteligente. Se ve que la cabeza tiene cabeza…».
«Pues bien», continuó el Rab, «Así como es la relación de la cabeza con el resto del cuerpo, así repartió Hashem la importancia de los días de la semana respecto al Shabat. El Shabat es la séptima parte de la semana, y es la cabeza de todos los días. De él sale la influencia para toda la vida. De no ser por el Shabat, la persona estaría sometida completamente a sus actividades materiales y físicas, y sería como todos los demás seres vivientes que lo rodean. Por eso es un gran privilegio de que el Am Israel posea el Shabat, y nosotros debemos cuidarlo para que al mismo tiempo nos cuide a nosotros en todos los días de la semana…».
Las palabras que salieron de la boca pura del Rab, surtieron efecto en el corazón del doctor, quien captó el mensaje. De ahí en adelante, el médico se transformó en Shomer Shabat.
El pasaporte del Berditchever
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El pasaporte del Berditchever
Entraron los nazis al pueblo. Tomó el padre a su hija y rápidamente la condujo al sótano del edificio. Le puso una servilleta de tela blanca en sus manos, y le dijo que ese era su pasaporte. Se despidió de ella y presurosamente se marchó.
Los nazis concentraron a todos los judíos en la plaza, y los deportaron en trenes hacia el este.
La pequeña niña permaneció tres días y tres noches en el sótano, sin comer ni tomar absolutamente nada. Sin poder soportar más el hambre y la sed, salió con sus últimas fuerzas de su escondite, y comenzó a marchar en dirección a la estación de tren.
Al llegar allí, un tren estaba por salir. Subió rápidamente a él, y en lugar que estaba vació se sentó.
Ella solo soñaba con abandonar a aquel infierno que se había llevado a su padre y al resto de su familia.
Al llegar a la frontera con Suiza, subió al tren un soldado alemán y con voz amenazante gritó:
¡Pasaportes! ¡Documentos!
Cada persona sacó su pasaporte y se lo mostró para que lo revisase.
Cuando llegó el soldado al asiento donde se encontraba la pequeña niña, ella le enseño su servilleta al soldado. Éste observó detenidamente la servilleta, la revisó, y sin decir palabra se la devolvió …
Esta historia, comenzó en realidad doscientos años atrás. Un anciano judío se hallaba gravemente enfermo. Los médicos locales le dijeron, que la única esperanza para poder salvar su vida era viajar a Viena y operarse con un médico experto allí.
Los gastos del pasaje de ida y vuelta, más los gastos de la operación, ascendían a mil rublos.
Con gran apremio vendió todas sus pertenencias y logró juntar exactamente dicha suma.
Se dirigió a la Policía de su pueblo para que le emitan un pasaporte, y el policía que lo atendió le dijo: ¡Sucio Judío! Tu no tienes derecho a recibir un pasaporte. Si quieres uno, tendrás que pagarme mil rublos. De lo contrario, no podrás recibir tu pasaporte.
Quebrantado y desconsolado, decidió dirigirse a la ciudad de Berditchev, para plantearle su problema al Tzadik Rabí Levi Itzjak. Al llegar a allí, golpeó a la puerta de su casa, y encontró al Tzadik sentado leyendo de un libro.
Se acercó ante Rabí Levi Yitzjak, y se desahogó ante él contándole su gran pena.
Rabi Levi Yitzjak le dijo que se siente y que esperase a que él regresase.
Rabi Levi Yitzjak entró a su cuarto y cerró tras de sí la puerta.
Pasó una hora y Rabí Leví Yitzjak no salía, pasaron dos horas y no salía. Pasaron tres horas y no salía.
Al comienzo de la cuarta hora, salió Rabí Leví Yitzjak de su cuarto, y entregándole un pañuelo totalmente húmedo con sus lágrimas, dirigiéndose a aquel judío le dijo: “Este es tu pasaporte”.
El hombre abrió la servilleta y vio que era un simple pedazo de tela blanca. Sin embargo, tan grande era su fe en el Tzadik Rabí Levi Itzjak, que confiado se marchó con el “pasaporte” que le había entregado.
Al llegar a la frontera, presentó confiado su “pasaporte”. Con este “pasaporte” llegó a Viena, y con este “pasaporte”, luego de una exitosa operación, también regresó de Viena.
Esta servilleta de tela, que habían contenido a las lágrimas de Rabí Levi Yitzjak de Berditchev, pasó de padre a hijo y de madre a hija, hasta que finalmente llegó a las manos de aquel padre que debió de abandonar a su pequeña hija.
Con ese “pasaporte” se salvó la niña del infierno nazi, con ese “pasaporte” llegó a las costas de Eretz Israel, donde pudo construir finalmente su nuevo hogar.
Esta mujer vive hoy en día en Jerusalén. En su testamento escribió que quiere ser enterrada junto con ese sagrado “pasaporte”, pues también le servirá para entrar con él al Mundo Venidero, y así poder agradecerle a Rabí Leví Yitzjak de Berditchev, por haberle salvado, a través de sus lágrimas, su propia vida.
El rompecabezas
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El rompecabezas
Un científico, que vivía preocupado por los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para contribuir a disminuirlos.
Días enteros se pasaba en su laboratorio, en busca de respuestas satisfactorias para sus preguntas.
Cierto día, su hijo de siete años invadió su laboratorio decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió que se fuese a jugar a otro lado.
Viendo que era imposible sacarlo de allí, pensó en algo que pudiera darle al niño para mantenerlo ocupado. De pronto, encontró una revista en la cual había un mapa del mundo, justamente lo que él precisaba.
Con unas tijeras, recortó el mapa en varios pedazos, y tomando un rollo de cinta, se lo entregó a su hijo diciéndole:
"Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que tú sólo lo repares, sin recibir ayuda de nadie”.
El padre pensó que al pequeño niño le llevaría diez días componer aquel mapa.
Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando, pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente diciéndole:
“Papá, papá, ya lo hice, conseguí terminarlo”.
Al principio el padre no creyó en lo que el niño le estaba diciendo, pues pensó que era imposible que a su corta edad lo hubiese conseguido.
Desconfiado, levantó la vista de sus anotaciones, con la absoluta certeza de que vería un rompecabezas “mal hecho” por un niño.
Grande fue su sorpresa, cuando observo que el mapa estaba armado en forma completa a la perfección.
¿Cómo era posible? ¿Cómo un niño tan pequeño había sido capaz de lograr algo tan difícil y complejo?
El padre se dirigió a su hijo y con asombro le preguntó: “Hijito, si tu no sabías como era el mundo… ¿cómo lo lograste armar?”
-Papá - respondió el niño.
-Yo no sabía como era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Lo que hice fue dar vuelta el rompecabezas y comenzar a recomponer al hombre. Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y me dí cuenta que había logrado arreglar el mundo…”.
Fieles al Rey
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Fieles al Rey
Se cuenta que una vez una persona quiso hacer algo que estaba prohibido por la Torá. Y esta persona alegaba que esto que pretendía hacer estaba permitido, pues traería un gran beneficio para toda la comunidad.
Se acercó a él Rabí Israel Salanter y le dio un ejemplo:
Un rey designó a uno de sus ministros como su emisario en un determinado país. Antes de enviarlo, le advirtió:
-«Yo conozco a los gobernantes de ese país, y te prohibo que hagas con ellos cualquier apuesta».
-«Sí, Alteza», le respondió el ministro.
El rey insistió:
-«¡No me conformo con que sólo me digas que sí! ¡Quiero que me obedezcas!».
-«No se preocupe, su majestad. No apostaré con nadie; tiene mi palabra» le aseguró el ministro.
Una vez en ese país, se encontró el ministro con sus gobernantes. éstos le dijeron:
-«Nos hemos enterado que tú tienes una joroba debajo de tus ropas».
-«Se equivocan. No soy ni nunca fui jorobado», afirmó el ministro.
-«¡Pues apostemos! ¡A ver quién tiene la razón!» le replicaron.
El ministro recordó lo que le había advertido su rey.
-«No, no debo hacer apuestas con nadie», les dijo.
La oferta no se hizo esperar:
-«¡Apostaremos un millón de monedas a que tú eres jorobado!».
El ministro lo pensó más detenidamente: «En realidad, el rey me dijo que no apostara, pero si gano la apuesta, le haré ganar mucho dinero».
-«¡Trato hecho!». Y luego de sacarse la camisa, agregó: «¿Ya ven? ¡No tengo ninguna joroba, y deben darme el millón de monedas que les gané!».
Eufórico de alegría, el ministro regresó a su país con el millón de monedas, las cuales se las entregó al rey mientras le contaba lo sucedido. Cuando terminó de hablar, el rey le dijo:
-«¡Insensato! ¡Te he advertido que no hicieras ninguna apuesta con ellos!»
-«Pe.. Pero su majestad. Le he hecho ganar a usted mucho dinero».
-«¡No sólo no me has hecho ganar nada, sino que me has hecho perder una fortuna!».
-«¿Por qué? No entiendo».
-«¡Pues por la sencilla razón de que yo aposté con ellos cien millones de monedas, que no te harían sacar la ropa en público! ¡Tu desobediencia me costó nada menos que noventa y nueve millones de monedas!».
La moraleja, dice Rabí Israel Salanter, es clara: La persona cree que en ciertas ocasiones se puede transgredir las leyes de la Torá para obtener algunos beneficios. Hay que decirle a estas personas que estos supuestos beneficios, El Creador ya los tuvo en cuenta. Y si aún así Él los prohibió a través de la Torá, es porque no son beneficios, sino perjuicios.
Nosotros, fieles hijos de Dios, debemos mantener nuestra Torá inamovible; sin agregar ni quitarle nada. Porque sabemos que sus palabras son precisas, reales y eternas.
A favor de la razón
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A favor de la razón
Rabí Jaim Leib, el Rebe de Stovisk, era uno de los más importantes personajes, reconocido como una gran autoridad rabínica entre los yehudím. Y aun los no judíos acudían a él para pedirle consejos. La gente, en general, no se dirigía a los juzgados civiles, sino que preferían que Rabí Jaim Leib fuese el juez. La confianza que infundía Rabí Jaim Leib era tal, que hacía que muchos no judíos tuvieran verdadera fe en nuestros Jajamim.
En una oportunidad se produjo una discusión entre el máximo directivo de la comunidad judía de Stovisk y un farmacéutico. El directivo era muy respetado por todos, reconocido por sus cualidades y por su apego a las Mizvot de la Torá. Y el farmacéutico era un hombre totalmente alejado del camino de la Torá; el único que no cuidaba Shabat en toda la ciudad.
Llegaron los dos con el Rab, y el veredicto de éste fue favorable al farmacéutico. El directivo se puso furioso. "¿Cómo es posible que el Rab considere que una persona tan mentirosa y pecadora como el farmacéutico, tuviese razón? ¡Esto no puede ser!", decía. Y el directivo se negó a acatar el dictamen del Rab.
El farmacéutico se dirigió entonces al Rab para decirle que el otro no quería pagar, por lo que el Rab le permitió demandarlo en la corte de justicia civil. Tiempo después, llega el farmacéutico al Rab, con la noticia de que el juez lo declaró culpable, favoreciendo al directivo.
-"¿Qué voy a hacer ahora?", dijo preocupado.
-"Apela la sentencia", le respondió el Rab.
-"Pero eso significa que el caso llegará a la Corte Suprema, que funciona en San Petersburgo…".
-"Exacto. Y si es necesario, yo mismo iré a atestiguar a tu favor en la capital del imperio ruso".
Efectivamente, no pasaron muchos días, Rab Jaim Leib recibe una carta de la Corte Suprema de Rusia, donde lo citaban a comparecer como testigo. El problema estaba en que el día que debía presentarse en San Petersburgo era… ¡La fiesta de Shabuot!
No era nada sencillo: Rab Jaim Leib, en Shabuot, que es la fiesta de la entrega de la Torá, permanecía temblando de emoción todo el tiempo. Se cuenta que cuando subía al Sefer Torá en Shabuot, se lo veía como recibiendo la Torá en el Monte Sinaí. ¿Cómo puede ser que ese día tan importante, tenga que ausentarse de su ciudad, y presentarse en el juzgado de San Petersburgo a las diez de la mañana? Sin embargo, Rab Jaim Leib ni lo dudó. En la víspera de Shabuot viajó a San Petersburgo, y al día siguiente fue a pie al juzgado a atestiguar a favor del farmacéutico.
Cuando regresó, la gente le preguntó: "¡Rabí! ¿Es para tanto, acaso? Si bien el farmacéutico tenía razón y necesitaba ayuda, ¿era como para dejar la familia y la ciudad, y en medio de la fiesta de Shabuot atestiguar a su favor frente al juez civil?".
Rab Jaim se quedó pensativo unos segundos, y luego procedió a responder:
-"En un Pasuk de la Torá está escrito: No tuerzas la justicia del pobre, en su pleito. ¿A que tipo de pobre se refiere? En la Mejilta figura que aquí está hablando de un pobre de Mitzvot. Para que no vaya a pensar la persona: "Ya que se trata de un pecador, voy a torcer su juicio en su contra". "¡Esto no es tan simple!", agregó el Rab Jaim Leib, "¡Si no hubiese actuado de la manera que lo hice, hubiese traspasado una prohibición expresa de la Torá!".
Así era Rab Jaim Leib, y así explicó su actitud tan particular. Fue al juzgado de San Petersburgo en el mismo día de Shabuot, para atestiguar a favor del farmacéutico, porque éste era considerado "pobre de Mitzvot" y había que ayudarlo.
Y así es la justicia de la Torá: Cuando dos personas se presentan en un juicio, no hay que tener en cuenta sus méritos personales para declarar la culpabilidad o la inocencia de las partes, sino que el veredicto deberá dictarse según la razón que cada uno tenga en el caso.
La actitud de Rab Jaim Leib nos deja una enseñanza para siempre.
Las Jalot en el horno
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Las Jalot en el horno
Todos los viernes los vecinos del rabino Janina Ben Dosa se preparan para celebrar el Shabbat. Todas las casas del barrio están cocinando y se ve humo rodando de todas las chimeneas. El buen olor del pan fresco está flotando por toda la calle. El humo también sale de la chimenea de la casa del rabino Janina, pero la estufa está vacia. Ni un poco de harina para hornear una pequeña jalá hay en casa.
Pobre era el rabino Janina. Muchas veces no había pan en su casa durante toda la semana ni siquiera para Shabat. El rabino Janina y su esposa no querían pedir ayuda a ningún hombre y confiaban solamente en la ayuda de Hashem, y por lo tanto no le dijeron a nadie sobre la pobreza. Pero cuando la esposa del rabino Janina vio a todos sus vecinos ocupados cocinando y horneando para el Shabat, y ella no estaba preparando nada, se sintió muy avergonzada.
"¡Se darán cuenta de que no hay comida en nuestra casa!"
Entonces ¿Qué hacía ella? Cada viernes por la mañana calentaba el horno con madera húmeda, emitiendo mucho humo.
"Los vecinos verán el humo espeso saliendo de la chimenea, y pensarán: ¡La esposa del rabino Janina también está horneando ahora para el Shabat!
Así es como solía ser todas las vísperas de Shabat.
Una vez dijo uno de los vecinos: "¿Por qué sale un humo así de la chimenea de la casa del rabino Janina? Sé muy bien, que no tienen nada que comer, y ni siquiera harina para hornear! Voy a ver lo que hacen allí. Entonces le contaré a todo el vecindario lo que vi, y tendremos algo de qué reírnos!"
El mal vecino fue y tocó la puerta de la casa:
"¡Por favor, abre para mí, vecino!"
La esposa del rabino Janina escuchó la voz del vecino y se sintió avergonzada.
¿Qué podía hacer?
Si le abre a la curiosa mujer, inmediatamente se enterará de que el horno está vacío, y luego se burlará de ella y tal vez también le diga a los demás vecinos.
Entonces la mujer de Rabi Ben-Dosa decide no contestar, salió de la cocina y entró a la habitación.
Pero la vecina no esperó para nada a ser invitada a entrar. Cuando no le contestaron, ella misma abrió la puerta y entró.
"Al parecer no hay nadie en casa", pensó la vecina, "podré mirar sin pedir permiso".
Ella rápidamente se acercó al horno y lo abrió. ¿Qué vieron sus ojos?
El horno estaba lleno de hermosa jalá bien horneada,y un agradable olor que emanaba de ellos, y junto al horno vio un gran tazón lleno de masa para hornear más jalá.
La vecina curiosa exclamó asombrada:
¡Qué jalot tan hermosas, grandes y marrones, y tanto!
La esposa del rabino Janina entendió que el santo bendito hizo un milagro para ella. Rápidamente regresó a la cocina, y se rebeló su mano, para quitar las jalot del horno.
El vecino curioso se avergonzó por entrar sin permiso, y hasta abrir el horno de la esposa del Tzadik.
El Rabino y el león
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El Rabino y el león
Hace muchos años había un gran rabino estudioso de la Torá. Era un hombre justo y piadoso. Un Tzadik.
Una vez el rabino tuvo que viajar hacia tierras lejanas. El camino era largo y difícil, y había que pasar un desierto extenso.
Las personas viajaban en caravanas de caballos y camellos donde el guía de la caravana viajaba por delante enseñando el camino. El día domingo fue el rabino hacia el lugar de la caravana para salir con ellos. El guía le prometió que en cinco días iban a poder cruzar todo el camino y antes del Shabat llegaría él a destino. Subió el rabino al camello y salió con la caravana al camino.
La caravana era muy larga, el guía iba adelante y todos lo seguían. Pasó el domingo, también pasó el día lunes y el martes, pasaron también miércoles y jueves y aún se veía largo el camino.
Le dijo el rabino al guía de la caravana:
-Ya es viernes, muy pronto será Shabat. Y yo no viajo en Shabat.
El guía le contestó: Mi señor, esta vez será necesario continuar el viaje. El camino es muy peligroso en estas zonas, estamos en el medio del desierto. No podemos parar acá.
Pero es viernes y pronto llegará el Shabat. Yo no continuaré el viaje. Me quedaré acá hasta finalizar el Shabat, dijo el Rabino
Pero el guía de la caravana no estaba de acuerdo. Le explicó sobre los peligros del desierto, los animales salvajes. Ni una hora se podía parar.
Ustedes continúen el viaje, yo me quedaré aquí hasta el fin del Shabat.
Trataron todos los integrantes de la caravana de convencerlo pero fue imposible. El rabino no accedió a seguir el viaje con ellos.
La caravana siguió su viaje y el Rabino quedó solo en el desierto. Tomo el rabino un palo e hizo un gran circulo en la arena, sacó un mantel blanco, y puso las velas sobre el mantel.
Luego rezó el rabino las plegarias de Shabat y comenzó a cantar. Alrededor suyo un gran desierto y la oscuridad profunda.
De repente vio el rabino que un león muy grande se acercaba al círculo. El rabino no se asustó y no interrumpió su plegaria. El león se acercaba y el rabino continuaba rezando. Llegó el león al círculo y se paró como si estaba escuchando rezar al rabino, lo miraba con ojos filosos.
Terminó su rezo el rabino, hizo el Kidush y comió su comida de Shabat. Después de las bendiciones cantó algunas melodías en medio de la noche del desierto. Y el león mirándolo, sin moverse de su lugar.
Se acostó a dormir el rabino toda la noche y el león se recostó a su lado sin moverse.
Al despertar , abrió los ojos el rabino y vió un cielo azul sobre un gran desierto y al lado del círculo el león recostado.
El león no se movió de su lugar, miró al rabino con ojos bondadosos.
Shabat Shalom, dijo el rabino.
Y el león lo miró con buenos ojos como si estuviera contestado su saludo.
El rabino hizo sus rezos matutinos, desayunó, estudió Torá. Y el león lo miraba fijamente. Así transcurrió todo el Shabat.
Cuando se hizo de noche y finalizó el Shabat, el león se acercó al rabino y se tendió a sus pies, como si lo estuviera invitando a subirse a su lomo. El rabino entonces se subió al león y el león se levantó y comenzó a correr.
El rabino le acarició su cabeza y dijo: corre hasta la caravana.
Y así sucedió. De lejos vio el rabino a la caravana que viajaba lentamente por el desierto. Rugió el león con todas sus fuerzas.
La caravana escuchó el rugido y vieron acercarse al león y vieron también al rabino sentado sobre el león.
Estaban todos con miedo, sus corazones se paralizaron del miedo, pero el rabino que llegó junto a ellos se bajó en silencio y dijo luego:
-Ve en paz, buen león!!
El león se dio vuelta, rugió nuevamente y corrió desapareciendo rápidamente del desierto.
Un milagro! Gritaron las personas de la caravana, abrazando al rabino al reencontrarse con él.
Ya podemos seguir camino, dijo el rabino.
Y el relato del rabino y el león fue contado muchos años después desde tierras cercanas a muy lejanas.
El ratoncito y la perla
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El ratoncito y la perla
Algo muy extraño ocurrió en el palacio del Rey Sirkia. Mientras el rey estaba sentado en sus aposentos reales, hizo girar su anillo en el dedo de su mano y repentinamente estalló a gritos: El anillo, la perla!!!
¿Qué pasó?, le preguntaron los ministros.
¡La perla! La maravillosa piedra preciosa de este anillo desapareció, dijo el rey.
Miró el rey por el piso y por todos los alrededores y no la encontró. La piedra brillante mas preciada del reino no estaba.
La perla del rey desapareció, dijeron los ministros.
¿Dónde está la perla?- se preguntaron preocupados los consejeros reales.
Hay que encontrar la perla, dijeron los jóvenes del palacio. Comenzaron a buscarla, detrás del trono real, miraron debajo de la mesa, revisaron cada lugar y rincón. Y la perla no aparecía.
¿Dónde está la perla?, dijo el rey mientras pedía a ayuda de sus ministros, consejeros y jóvenes. Nadie sabía. La perla desapareció como si hubiese sido tragada por la tierra.
Aunque en realidad no fue la tierra quien la tragó sino alguien muy distinto.
Un ratón gordito paseaba por debajo del trono real, cuando distinguió una piedra preciosa en el piso. Algo brillaba. Se alegró el ratón y se preguntó. ¿Tal vez es un dulce? Se acerco y con su nariz tocó la perla, pero no tenía ningún olor. Trató de probar con los dientes y no sintió ningún sabor.
Algo tan lindo pensó el ratón, qué brilla reflejando todos los colores del arco iris. Yo la quiero para mi. ¿Será para mi? ¿Si me la llevó la estaré robando? Pero es tan linda y yo la quiero. La quiero tanto. Si me la trago nadie mas la verá. Y sucedió que el ratón abrió su boca, se tragó la perla y se escapó.
¿Qué haremos? La perla desapareció como por arte de magia, se preguntaron los ministros y consejeros. Ellos ni se imaginaban que había sido el ratón el responsable de esa acción.
Uno de los consejeros dijo- Tengo una idea! Vayamos a consultar al sabio más importante del reino, Rabi Pinjas Ben Yair. Él siempre encuentra soluciones a los problemas y enigmas.
Fue el rey en busca de Rabi Pinjas y le dijo: Rabi Pinjas, sucedió algo extraño en el palacio. Mi perla tan apreciada se perdió. Por favor ayúdanos a descifrar este problema.
Le contestó el Rabino al rey: Tu crees que soy un mago o brujo. ¿Cómo encontraré la piedra que perdiste?
Y el rey le insistió tanto que Rabi Pinjas le dijo:
Trataré, pero no te prometo nada.
Rabi Pinjas reunió a todos los ratones del reino. Vinieron de todas las esquinas, agujeros y cuevas. Al llegar el rabino los puso en fila y les dijo:
¿Quién robó la perla del rey?
Ningún ratón se movió o contestó.
Rabi Pinjas miró a cada uno de los ratones, los examinó detenidamente a todos, del mas pequeño al más grande y de repente algo extraño lo sorprendió: había un ratón que se veía diferente, estaba medio encorvado y algo le sobresalía en su espalda.
¿Alguien vio alguna vez un ratón jorobado? Rabi Pinjas nunca lo había visto y enseguida comprendió que había sucedido.
¡Tú has robado la perla y te la tragaste!, afirmó el rabino Debes devolver ya la piedra. Y el ratón la expulsó, la devolvió.
Ese día fue una fiesta en el palacio y nunca más un ratón trató de tragarse ninguna perla ni piedra preciosa, ya que al final siempre se descubre la verdad.
Más allá del honor
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Más allá del honor
Figura en la Guemará que Onkelós hijo de Kalonimos, primo del entonces emperador romano Adriano, se convirtió al judaísmo. Era una ofensa muy grande para el imperio, pues sabemos cómo odiaban los romanos al pueblo judío, hasta el punto de que fueron ellos quienes destruyeron el Templo sagrado de Jerusalén, exterminando a millones de almas, y desterrando a millones de familias.
Envió el emperador un batallón de soldados romanos a la casa de Onkelós, pero éste los convenció con palabras de Torá, y se convirtieron también ellos al judaismo.
Mandó otro batallón para apresarlo, y el emperador les dijo a los soldados: "¡No hablen con él una sola palabra!". Cuando llegaron, el que empezó a hablar fue Onkelós, quien les dijo:
-"Quiero decirles una cosa simple: El soldado raso levanta una antorcha delante de su sargento. El sargento, alumbra a su capitán. El capitán sostiene su antorcha delante de su general, y éste, delante del jefe de los ejércitos. Pero el jefe de los ejércitos tiene que hacerlo delante del rey, para alumbrarlo. Ahora díganme ustedes: ¿Un rey levanta su antorcha delante de alguien para alumbrarlo?".
-"¡Claro que no!", respondieron. "¡Un rey es un rey…!".
-"Pues quiero que sepan", les replicó Onkelós a los soldados, "que Dios, que es el rey del Universo, levantó Su antorcha para alumbrar a Sus Hijos cuando salieron de Egipto". Como está escrito: "Y Dios iba delante de ellos, de día, en una columna de nubes, y en la noche, en una columna de fuego…".
Al escuchar esto, todos los soldados que allí estaban, se convirtieron al judaísmo.
El César volvió a mandar un batallón, pero esta vez le advirtió: "¡No le presten atención a nada de lo que haga, y tráiganmelo inmediatamente para acá…!"
Así lo hicieron, y cuando lo estaban sacando a Onkelós de su casa, éste miró la Mezuzá de su puerta; puso su mano sobre ella; la besó, y se rió.
Le dijeron los soldados: "¿De qué te ríes? ¡Dentro de poco te van a condenar y vas a morir!".
Entonces Onkelós les dijo: "Estamos acostumbrados a ver que en un palacio, el rey se encuentre adentro, y los súbditos afuera. ¿Vieron ustedes alguna vez que suceda al revés?".
-"Por supuesto que no", respondieron.
Y Onkelós les explicó: "Sin embargo, Dios no se conduce como un rey de carne y hueso". Mientras Sus Hijos están adentro de sus casas, él está afuera, en la Mezuzá, protegiéndonos. Como está escrito: "Dios cuidará tu entrada y tu salida, desde ahora y para siempre".
Cuando los soldados escucharon esto, se convirtieron, y el César ya no mandó a nadie más para apresar a Onkelós.
Después de leer este relato, cabe preguntar qué fue lo que vieron los soldados romanos, que se impresionaron tanto, hasta el punto de tomar la decisión inmediata de convertirse al judaísmo.
El Rab Abraham Shabot, explicó: "Aquellos soldados estaban acostumbrados a ver que si una persona alcanzaba el poder y la gloria, utilizaba su posición para hacerse servir, como los emperadores romanos, que eran tiranos y dictadores". Cuando escucharon las palabras de Onkelós, descubrieron algo que no existía dentro de sus conceptos: Que alguien mayor sirva a alguien menor. Aprendieron que hay algo que produce más satisfacción que recibir honores: Prodigar a los seres queridos, lo que éstos no tienen. En este caso, el mayor, el más grande de todos, el Creador del Universo, el que todo lo puede y el que todo lo posee, atiende a sus seres queridos, y no sólo para beneficiar a los receptores de Su infinita Bondad, sino también para sentir la inmensa satisfacción de verlos gozar de Su Protección. Cuando los soldados romanos vieron este aspecto tan extraordinario de la Torá, quisieron cobijarse bajo las alas del que la entregó a Su Pueblo…
La bondad empieza por casa
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La bondad empieza por casa
Uno de los nietos del Jafez Jaim fue alumno de la gran Yeshiba de Lakewood, cuando su fundador y director Rabí Aharon Kotler, aún vivía.
Para preservar la conducta de los jóvenes estudiantes de la Yeshiba, Rabí Aharon Kotler le asignó el puesto de lo que se conoce como Mashguiaj al Rab Nathan Wachtfogel, quien se enorgullecía de ser uno de los Abrejim del Kolel de Lakewood.
En el transcurso de unos cuantos días, Rabí Nathan había observado que uno de los jóvenes (precisamente el nieto del Jafez Jaim) estaba llegando tarde al Minian de la mañana. En algunas ocasiones, este joven ni se presentaba al Minian y asistía directamente al horario de estudios. Rabí Nathan le notificó el incidente al Rosh Yeshiba, y tomaron la decisión de hablar con él personalmente del asunto.
-"Me sorprende que últimamente estás llegando tarde al Minian de las mañanas", comenzó diciendo el Mashguiaj. "Tú eres uno de los mejores estudiantes de nuestra Yeshiba. ¿Qué diría tu abuelo acerca de esto?".
-"Yo realmente quiero llegar temprano todos los días" explicó respetuosamente el joven, "pero cada mañana, antes de venir a la Yeshiba, tengo que ayudar a una mujer que tiene varios niños pequeños y no puede atenderlos ella sola. A veces tengo que cambiar a uno, mientras el otro llora y le tengo que dar la mamadera; a una niña hay que mandarla a la escuela, y otro se está despertando; la casa es un verdadero caos. Recién cuando más o menos está todo en orden, me dirijo a la Yeshiba… Porque si bien tengo la obligación de decir la Tefilá, antes de dirigirnos a Hashem debemos dedicarnos a la cualidad del Jesed".
El joven continuó diciendo:
-"A veces alcanzo a ayudar a la mujer, y llegar al primer Minian de la Yeshibá, pero otras veces el trabajo es tanto, que debo buscar otro Minian que comience más tarde".
El Mashguiaj se sintió profundamente impresionado por la conducta ejemplar del joven. Su extrema sensibilidad por el prójimo era una de las dos características del gran Jafez Jaim, su abuelo. Y al mismo tiempo, sintió mucha lástima por la mujer.
-"¿Quién es esa señora? ¿Es viuda? ¿Es divorciada?", quiso saber el Rab.
-"¡No! ¡Jas Veshalom!" respondió el joven. "¡Esa mujer es mi esposa…!".
Shlomo Hamelej dijó en Mishle 21 "Quien persigue la caridad y el favor, recibe de Hashem vida, caridad y honores". Sin embargo, a veces me pregunto: "¿Por qué la gente corre desde su casa hacia fuera, para hacer favores?" "¡La cualidad del Jesed empieza en la casa de cada uno!"
Diariamente, se presentan muchas oportunidades de hacer favores en la propia casa, para el esposo, la esposa, el padre, la madre o los hermanos y en el hogar existe una amplia gama de maneras de demostrar si realmente tiene cada uno la cualidad del Jesed dentro de sí. No obstante ello, hay quienes abandonan esa posibilidad que tienen entre las cuatro paredes de sus casas, y golpean puertas ajenas para beneficiar a los demás. Eso sólo es válido cuando los que viven a su lado, no necesitan de uno. ¡Y hay tantos que se olvidan de esta regla fundamental del Jesed! Pero el nieto del Jafez Jaim no se olvidó, y por eso actuó como actuó.
A propósito, el joven no se olvidó de lo principal de la cualidad del Jesed, pero tampoco se olvidó de su obligación de asistir al Minian. Sólo que cuando no estaba en el primer Minian de la mañana, se preocupaba por encontrar otro Minian.
El pan envenenado
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El pan envenenado
En uno de los crudos días de invierno, Rabí Iejezkel Landau iba caminando por la calle, y en la oscuridad de la noche encuentra a un niño no judío perdido, todo tembloroso y llorando.
-"¿Qué haces aquí, en la sección de los judíos?", le preguntó el Rab.
El pequeño alzó sus ojos, y al ver la imagen paternal del Rab, le contó:
-"Mi padre es uno de los panaderos de la ciudad de Praga. Mi madre falleció cuando yo era muy chico, y mi padre se casó con otra mujer. Y desde el día en que ella entró a la casa de mi padre, mi vida se hizo cada vez más amarga y triste. Ellos se dedican a hacer el pan, cerca del horno caliente, mientras a mi me mandan a la calle a soportar este frío tan intenso, para vender el producto". "Congelado y hambriento, todos los días tengo que ir de puerta en puerta, desde la mañana hasta la noche. Y si no alcanzo a vender toda la mercancía, me esperan de regreso en la casa golpes y torturas de mi madrastra, que no sé lo que es peor, si lo de afuera o lo de adentro…".
-"¿Y ahora qué pasó? ¿No vendiste todos los panes?", preguntó el Rab.
-"¡Sí, he vendido todo!", respondió el niño estallando en un llanto. "¡Pero me di cuenta que perdí o que me robaron todo el dinero…! ¡Oh, que voy a hacer! ¡Tengo miedo de llegar a la casa con las manos vacías; esta mujer es capaz de matarme…! ¡Por eso estoy vagando por las calles hambriento y entumecido por el frío…!".
El Rab conmovido, le preguntó:
-"¿Y cuánto es el dinero que te falta?".
-"Veinte monedas…".
-"Toma: Aquí tienes veinte monedas", le dijo el Rab después de sacarlas de su bolsa. Y agregó: "Y toma otra moneda más, para que entres a un negocio y compres una comida caliente antes de llegar a tu casa…".
Pasaron unos años, y en una noche del septimo dia de Pesaj, tocó la puerta el que hace unos años era el niño perdido, y ahora era un crecido jovencito.
-"Yo recuerdo el favor que me hizo hace un tiempo atrás", comenzó hablando el joven, "Cuando me salvó la vida del frío y de las manos de mi madrastra. Ahora vengo a pagarle aquello que hizo conmigo, y quiero revelarle un secreto: Los sacerdotes de la ciudad ven que los judíos de Praga están creciendo cada vez más y quieren provocar una terrible tragedia. Ayer en la noche vinieron a la casa de mi padre todos los panaderos de la ciudad, y se complotaron para que pasado mañana, cuando acabe la fiesta de Pesaj, se envenenen todos con el pan que les vendan".
-"Ellos saben", continuaba relatando el joven, "que ustedes se apresuran a comprar pan para la noche que termina la fiesta de Pesaj, y decidieron poner veneno en las masas de todo el pan que se elaborará ese día, porque saben que solamente los judíos compran pan esa noche". "Con eso, piensan aniquilar a toda la comunidad judía de Praga en una sola noche, todos juntos".
El rostro del Gaón palideció súbitamente al escuchar la confesión del joven. Pero al mismo tiempo agradeció a Dios por poder enterarse de la tan tremenda confabulación antes de que ocurriera. Ahora habría que ver la manera de evitarla…
Le agradeció al joven por la información, comprometiéndose a no contarle a nadie lo que había escuchado. Se dirigió raudamente a su casa y mandó llamar a los dirigentes comunitarios. Allí les comunicó que necesitaba reunir a toda la población judía pasado mañana por la mañana, porque tenía que decirles algo muy importante. Todos aceptaron.
Llegó el octavo y último día de Pesaj. En Israel, los días de Pesaj son siete, con un Día festivo al principio y otro al final, que es el "Shebií Shel Pesaj". Fuera de Israel, los dias festivos son cuatro; dos al principio, y dos al final, por lo que después de Shebií Shel Pesaj hay otro día más. Ese día, El Rab convocó a toda la comunidad judía de Praga en el Bet Hakneset Hagadol, y les dijo:
"En mi condición de Rabino de la comunidad judía de Praga debo comunicarles que se produjo una confusión en el calendario hebreo. A pesar de que sabemos ciertamente cuándo caen las fechas hebreas, en esta ocasión hubo una equivocación respecto a la festividad de Pesaj, y comenzamos a celebrar un día antes de lo que corresponde. ¡Hoy es el día "Shebií Shel Pesaj", y no el último; por consiguiente, está totalmente prohibido comer Jametz esta noche!".
Todos los presentes se quedaron estupefactos. Los directivos; los Jajamim, los miembros del Bet Din. Pero la palabra del Rab es terminante, y hay que obedecerla. Ese día, todos se retiraron a sus casas, y cuando se hizo de noche, celebraron otro día de Pesaj; el noveno día.
Los panaderos se hicieron presentes en las casas de los judíos para ofrecer sus panes, pero nadie les compró esta vez. Todos los judíos dijeron que no comprarían pan, porque el Rabino de la ciudad había dado la orden de no comer Jametz esa noche. Los panaderos fueron con el alcalde de Praga a protestar, porque "el Rabino de los judíos provocó que ellos hayan trabajado inútilmente", y le reclamaron el resarcimiento de las pérdidas comerciales.
El alcalde llamó al Rab a comparecer frente a los panaderos, y cuando se encontró frente a ellos les pidió que traigan todo el pan que habían elaborado para esa noche.
Así lo hicieron, y el Rab le dijo al alcalde:
-"Por supuesto que, si yo estoy obligado a pagar esta mercancía, por lo menos puedo exigir que se compruebe si está en condiciones de ser consumida ¿verdad?".
-"¿Usted sospecha algo, Rabino?", preguntó el alcalde.
-"Sólo quisiera que alguno de los panaderos aquí presentes, pruebe una de las piezas que él mismo elaboró…".
Cuando escucharon los panaderos las palabras que salían de la boca del Rab, se quedaron sin poder hablar.
-"¡Quiero saber qué es lo que está pasando aquí!", les gritó el alcalde a los panaderos.
Uno de ellos se atrevió a hablar, y contó que por recomendación de unos sacerdotes, envenenaron toda la producción de pan de esa noche, que iba a ser comprada por los judíos de Praga.
La situación se aclaró; los panaderos fueron sancionados; los sacerdotes se decepcionaron, y los judios de Praga se salvaron de una tragedia, gracias a la sabiduría e inteligencia de Rabí Iejezkel Landau.
Debemos saber que, cuando el Rab salvó al joven no judío unos años atrás, no se imaginó que eso le iba a traer beneficios no sólo a él sino a toda su comunidad. Y esto confirma lo que está escrito en el libro de Kohélet: "Envía tu pan a la faz de las aguas, que con el correr de los días, lo encontrarás…".
La mitzvá de Rashi
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La mitzvá de Rashi
Hubo una época en la que Rashi solía viajar de ciudad en ciudad para visitar las distintas comunidades judías de aquella época. En uno de sus trayectos, le tocó como compañero de viaje un obispo católico. Entablaron largas conversaciones sobre varios temas, y cuando llegaron a destino, cada cuál tomó su rumbo.
Estando en la ciudad, Rashi se enteró de que el obispo había enfermado seriamente, y como él tenía vastos conocimientos de medicina, se ofreció a visitarlo y atenderlo, hasta que finalmente sanó.
Cuando el obispo se repuso totalmente, mandó a llamar a Rashi y le ofreció recompensas y regalos, en reconocimiento y agradecimiento por haberle salvado la vida. Rashi se rehusó terminantemente.
"Hice lo que está escrito en nuestra Sagrada Torá, que nos ordena ayudar a todo necesitado, sin hacer distinción en su género u origen. Por lo tanto, no me corresponde ningún pago ni premio", le dijo:
-"Sólo le voy a pedir una cosa: Que haga lo mismo que hice yo. Y cuando alguno de mi comunidad le solicite ayuda, se la dé".
-"¡Claro que sí, Rabino! ¡Cuente con ello; tiene mi palabra!", le respondió el obispo, y con estas palabras se despidieron.
Pasaron varios años, y Rashi concluyó sus viajes, y cuando se dispuso a regresar a su tierra en Francia, pasó por la ciudad de Praga.
El nombre de Rashi recorrió las fronteras, y cuando los miembros de la comunidad judía de aquella ciudad se enteraron de su llegada, fueron a recibirlo y le prodigaron todo tipo de honores.
Entre los no judíos de aquella ciudad había quienes odiaban a los judíos, y cuando vieron que hombres, mujeres y niños estaban disfrutando y alegres por el recibimiento que le habían hecho a Rashi, se propusieron amargarles la fiesta. ¿Qué hicieron? Fueron con el duque de Bratislav, que gobernaba Praga (él era uno de los más acérrimos enemigos del Am Israel), y le dijeron:
"Un importante Rabino de los judíos ha llegado a la ciudad, y sus correligionarios le están prodigando honores y bienvenidas. Nos hemos enterado que este Rabino estuvo en varios países antes de llegar aquí, por lo que no nos queda duda de que es un espía de nuestros enemigos. ¡Hay que encerrarlo para que no logre sus propósitos de perjudicar a nuestra nación…!".
El duque no investigó mucho e inmediatamente mandó encarcelar a Rashi. No contento con eso, decretó que al día siguiente iba a ser ejecutado.
Todos los integrantes de la comunidad judía se congregaron en el Bet Hakeneset, y comenzaron a elevar sus desesperadas plegarias, para que Hashem salve a Rashi y a todo el Am Israel de esta grave situación.
Por ese lugar pasó al obispo de una ciudad lejana de Europa, que estaba de visita en Praga. Al escuchar los gritos y los llantos, se introdujo en el Bet Hakeneset para conocer el motivo de tanta angustia. Los judíos le contaron que uno de sus más importantes representantes estaba encerrado en la cárcel, y que pesaba sobre él la acusación de ser un espía, por lo que al día siguiente sería pasible de la pena de muerte.
El obispo fue desde allí directamente a la casa del duque de Bratislav, a quien conocía personalmente, y le pidió ver al judío prisionero. Por respeto al obispo, el duque aceptó su pedido, y en el momento en que encontró en el calabozo a Rashi, reconoció a quien le había salvado la vida años atrás.
-"Usted es… El Rabino Shelomó Isjaki, ¿verdad?".
-"Su servidor", respondió el Rab, sin saber con quién estaba hablando. En ese instante, el obispo se echó a sus pies y comenzó a alabarlo, mientras gruesas lágrimas surcaban su rostro.
-"¿Acaso no me conoce?", le dijo el obispo a Rashi.
"¡Yo soy el mismo a quién usted le salvó la vida hace muchos años, cuando estábamos en tal ciudad! ¡Ahora llegó el momento en que le voy a poder regresar el gran favor que me hizo, pues le aseguro que saldrá en libertad…!".
Se dirigió al duque y le dijo:
-"Debes saber que este hombre es totalmente inocente de lo que se le acusa…".
-"¿Cómo puede saberlo su excelencia?", preguntó el duque respetuosamente.
Entonces el obispo le contó todo lo que había pasado con él cuando estuvo a punto de morir, y que no quiso recibir nada material a cambio de haberle salvado la vida.
"¡Un hombre que ha hecho esto, no es sino un hombre de Dios, y de ninguna manera se puede dedicar al espionaje…!", concluyó el obispo.
Inmediatamente, el duque ordenó la libertad para Rashi, y le dio honores oficiales desde allí hasta verlo partir hacia su casa. Desde esa vez, el duque se convirtió en un amigo de los judíos, y toda la comunidad vivió en Praga muchos años con tranquilidad y bienestar.
La hija de Rabi Akiva
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La hija de Rabi Akiva
En la casa de Rabí Akiva el bullicio era enorme. Los platos eran como sonajeros, las trompetas no paraban de sonar, había flores en todas las esquinas.
En el cuarto estaba la hija de Rabi Akiva, tratando de no pisar el ruedo de su vestido y acomodando un rizo rebelde con una horquilla filosa y brillante. Era el día de su matrimonio, y su sonrisa iluminaba toda la casa. Ella estaba feliz, pero Rabi Akiva se veía inquieto
-Confío en que el todopoderoso es todo bondad y todos sus designios son para bien, pero si lo que presagiaron los adivinos caldeos es cierto, mi hija morirá hoy, el día de su boda… ¿Cómo podré estar feliz este día, sabiendo que un designio negativo se avecina?
La ceremonia y la fiesta fueron maravillosas, el novio y la novia bailaron, manjares se sirvieron en las mesas y se brindó con vino. Solo Rabi Akiva no bailó, no cantó ni probó un bocado. Él miraba a su hija con gran amor, y en su corazón se despedía y rezaba por ella, deseando un gran milagro.
-Ya se fueron todos los invitados padre, la ceremonia fue muy hermosa y la fiesta muy alegre. Ahora junto a mi esposo nos retiramos, estamos exhaustos luego de este gran día.
-Adiós hija mía, Hashem te bendiga.
El novio y la novia se fueron a su nueva casa, cansados y felices. La hija de Rabi Akiva desarmó su peinado y clavó la gran horquilla que llevaba en su pelo entre dos piedras de la pared para que nadie se pinchara y se fue a dormir. Rabí Akiva no durmió en toda la noche, solo deseaba que el sol no salga ya que sabía que quizás no vería más a su hija.
La noche terminó, el sol brilló e iluminó a todos, despertó a los pajaritos. Rabi Akiva miraba la luz con sus ojos llorosos.
-Buenos días, papá. ¿Papá, estás bien?
Rabi Akiva se dio vuelta y frente a él se encontraba su hija sana y completa!
Después que la miró, se sonrió, la abrazó y le preguntó:
-Buenos dias, hija mia, Bendito Hashem, me alegro de verte!
Necesito saber algo. ¿Qué hiciste ayer?
-Que extraña pregunta padre, ayer fue mi matrimonio!
-Yo ya sé eso, ¿pero es qué te sucedió ayer algo raro? ¿fuera de lo común? ¿Ganaste algún mérito inesperado?
-Ya que lo preguntas, si. Ayer durante el banquete de bodas, mientras todas las personas comían, una persona muy pobre se paró frente a la puerta de la casa. Nadie lo escuchó, todos estaban ocupados en la fiesta y la comida. Yo lo vi de casualidad y como mi plato estaba lleno y yo no lo había tocado, se lo di y él se fue.
Rabi Akiva entendió inmediatamente, la profecía estaba para cumplirse, y sólo por el buen corazón de su hija que ayudó al necesitado, es que ella estaba ahí. El precepto de la Tzedaká salvó su vida. Rabi Hakiva la abrazó y besó y él susurró al oído:
-Eres una buena persona!
La hija de Rabi Akiva estaba en su cuarto, un rizo rebelde bailaba en su frente. Estiró su mano y tomó la horquilla brillante de la pared. La horquilla estaba enganchada en el cuerpo de una serpiente, serpiente que estaba en el cuarto de la novia, novia a la cual un plato de comida salvó su vida.
Entonces enseñó Rabi Akiva: «La Tzedaká salva una vida»
El vendedor y el Conde
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El vendedor de alfombras y el Conde
Hace muchos años en una gran ciudad gobernada por un poderoso Conde, vivía un judío comerciante de alfombras.
Un sábado a la noche se encontraba el comerciante de alfombras disfrutando junto a su familia de la tradicional cena de Shabat. Cuando de pronto golpearon la puerta.
Todos se miraron muy sorprendidos, ya que no esperaban visitas a esa hora.
Al abrir la puerta entró muy agitado el mensajero del conde.
-Perdonadme la interrupción, dijo el mensajero.
Me ha enviado el conde pues hoy a la noche tiene una gran fiesta en el palacio y quiere obsequiar a cada uno de sus invitados una de sus alfombras.
He venido para que usted se las envíe enseguida.
-Lo siento mucho, pero no podré complacer el pedido del conde.
Para nosotros, los judíos, hoy es el santo Shabat y tendrá que esperar hasta mañana a la noche.
-¿Qué clase de respuesta es esta? dijo el mensajero sorprendido.
¿Cómo va a esperar el conde hasta mañana si es hoy cuando las necesita?.
-Pues yo no puedo dárselas hoy, ya que en Shabat está prohibido negociar, dijo el comerciante.
Que el conde me perdone.
El mensajero se fue, pero regresó a poco tiempo con una carta de su amo.
-“Necesito sin falta las alfombras", escribía el Conde.
"Te pagare el doble o el triple de su valor, pues no puedo conseguirlas en ningún lado.
Si no me las das, te arrepentirás! Piensa bien lo que haces, no te conviene perder un cliente como yo”.
El judío leyó la carta y respondió al mensajero.
-Dile al conde que hay Alguien Superior a él y a Él debo obedecer.
No quiero perder un cliente tan bueno como El Conde, pero no puedo hacer otra cosa.
Al finalizar el sábado el comerciante recibió una notificación para que se presentara en el palacio del Conde.
Su familia estaba asustada y rogó para que no le pasara nada. El hombre con valentía, se encaminó hacia el palacio y ante su gran sorpresa, el conde salió a recibirlo y lo saludó amablemente.
-Perdonadme por haberte molestado, le dijo El Conde.
Tengo un amigo, que me dijo que él no tenia confianza en los judíos, que ellos solo buscan el dinero y por el dinero eran capaces de vender su fe.
Decidí entonces probarte y has pasado muy bien la prueba.
Al negarte a mi oferta confirmaste tu buena reputación y me hiciste ganar una apuesta. Te agradezco mucho.
Así el conde y el judío siguieron siendo muy buenos amigos.
Los come-hombre
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Los come-hombre
Ocurrió una vez que un anciano quien estaba viajando fuera de su ciudad llegó a casa de un hombre justo y sabio, un Tzadik quien le dio alojamiento y le ofreció comida.
La esposa del Tzadik le preguntó emocionada qué le daremos de comer? A lo que el hombre sabio respondió sin dudar: le daremos de comer nuestro hombre.
El anciano que había estado descansando en la casa, justo escuchó esa conversación y se preocupó pensando: ¿Es qué en esta casa se comen los unos a los otros? Y hoy comen a alguien en mi honor, ¿y si mañana hay un nuevo invitado comen a otra persona?
Entonces sin que los dueños de casa se den cuenta, el anciano salió rápidamente a buscar otra casa que le pueda dar alojamiento. El anciano entró a la casa más lejana de la misma aldea y pidió un plato de comida, esperando que en esa casa sirvan comida regular.
En el momento de comer en la casa del hombre justo, comenzaron a buscar al invitado y se dieron cuenta que había desaparecido. Salió el Tzadik a preguntar por todo el pueblo si alguien había visto al anciano y uno le dijo: vi un señor que entró en la casa de Ploni.
Caminó el hombre hasta el otro extremo del pueblo y encontró al anciano sentado a la mesa y le dijo:
-Mi señor, ¿por qué has abandonado mi casa? Por favor regresa con nosotros que te hemos preparado una rica comida. Todo el día mi esposa estuvo cocinando algo que seguro no probaste nunca en ningún lugar.
Pero el anciano se negaba a regresar con él. El tzadik se fue sin entender qué había pasado. Entonces el dueño de la casa le preguntó por qué se había ido sin comer, que era un hombre muy bueno y justo, y que no era bueno y educado hacerle eso. El anciano le relató que escuchó una conversación muy preocupante y después de eso decidió escapar. Escuchó que querían darle de comer un hombre y por eso decidió irse.
Comenzó a reírse el dueño de la casa: no conoces nuestras expresiones, nuestro idioma, «nuestro hombre» es una hierba que crece con forma de persona, y es por eso que la llamamos así acá. Y en la casa del Tzadik hacen una comida muy especial con ella!! Ve a casa de ellos, donde comerás muy bien también!
Se levantó el anciano y fue rápidamente a casa del Tzadik a disfrutar la comida sabiendo para la próxima vez que a veces hay que comprender bien el significado de las palabras en cada lugar para saber si asustarse y correr o alegrarse y quedarse.
¿Quién es rico?
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¿Quién es rico?
Se cuenta que había un hombre muy rico que trabajaba todo el día. En las noches, sus riquezas no lo dejaban dormir, y se la pasaba haciendo cuentas hasta el amanecer.
Le servían la comida, pero no la tocaba. Cuando desfallecía de hambre, atacaba el plato como si fuese un pordiosero, y la comida estaba tan fría, que ni siquiera le gustaba, por lo que siempre dejaba la mitad de lo que le preparaban.
Así, se iba debilitando cada vez más, y su estado de ánimo decrecía a la par de su físico. De esa manera adquirió un mal genio que no le permitió tener amigos ni nadie que lo apreciara.
Una vez llegó a esa ciudad un Rab que recolectaba fondos para un Kolel y le hablaron de ese hombre rico y toda su historia. Lejos de amilanarse, el Rab anunció:
"¡Iré con él y le pediré una donación para nuestro Kolel!", lo que provocó la risa de unos y el asombro de otros.
El Rab llegó a la casa del hombre, se introdujo en ella, y lo encontró sentado en una mesa haciendo cuentas. El Rab se acomodó en otra de las sillas de la mesa, y comenzó a escribir, imitando al dueño de casa.
Pasó toda la noche, y cuando amaneció, el hombre levantó su vista y vio al Rab.
-"¿Qué está haciendo usted aquí?", le preguntó.
-"Estoy haciendo cuentas, al igual que usted".
-"¿Ah, sí? ¿Y qué clase de cuentas?".
-"Estoy calculando quién tiene más dinero de los dos, entre usted y yo".
-"¿Y como sabe usted cuanto dinero tengo yo?". El Rab se mantuvo en silencio, y el hombre volvió a preguntar:
-"A ver, dígame: ¿Quién tiene más dinero de los dos?".
-"Usted tiene más dinero que yo. Tiene…" el Rab miró su papel y agregó, "…¡Diez pesos más que yo!".
El hombre estalló en una fuerte carcajada.
-"Jajaja ¡No me haga reír! ¿Ya ve como no sabe nada? ¿Cómo voy a tener yo sólo diez pesos más que usted?".
-"Según mis cálculos", insistía el Rab, "Usted es más rico que yo en diez pesos de diferencia?".
-"Jaja ¿Y en qué se basan esos cálculos?".
-"Es muy sencillo: Cuando la persona abandona este mundo, sólo va cubierto con el Tajrij (la manta de lino con que se viste el cuerpo). Y la diferencia del precio entre el Tajrij de un pobre y el Tajrij de un rico, es de sólo diez pesos".
El hombre bajó la cabeza, y el Rab aprovechó para seguir hablando.
-"Mírate. Cualquiera diría que eres más pobre que los pobres que no quieres ayudar". Está bien que tengas dinero, pero disfruta de él. Si eres rico, tienes que descansar más y mejor que los que tienen que trabajar de sol a sol para conseguir su sustento. Si eres rico, deberías comer mejor. Si eres rico, domina tú a tu dinero, y no que el dinero te domine a ti. Si eres rico, tienes que estar contento y rodeado de gente que te quiera. Si eres rico, deberías tener más tiempo que otros para estudiar Torá y cumplir Mitzvot. Y si eres rico, tienes la posibilidad de hacer lo que muchos quieren hacer y no pueden: Ayudar a los demás.
Desde aquel día, el hombre cambió. Y su actitud de ayudar a los demás con sus donaciones, no sólo le aumentó su riqueza, sino que le hizo ganar algo mucho más importante: Se sintió rico de verdad.
El otoño y la primavera
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Cómo fue que el otoño y la primavera dejaron de pelear
Cuento de Lea Naor
Había dos meses que siempre peleaban entre ellos para ver cual era el indicado de ser el primer mes en el comienzo del año.
El mes de Nisán, mes de la primavera, peleaba con el mes de Tishrei que da comienzo al otoño.
-Yo soy el primero! Recibí la fiesta de Rosh Hashaná, dijo el mes de Tishrei.
-No, yo soy el primero! Saqué al pueblo de Israel de Egipto. Y sobre mi está escrito en la Torá: "Este mes será para ustedes el primero de todos los meses del año", dijo Nisán.
Los dos meses estaban desafiándose enfadados entre si y como no tenían manos ni pies para pelearse se pusieron frente a frente mirándose enojados.
Vino un pequeño ángel y con sus alas cubrió a uno y al otro mes y les dijo: "meses ingenuos e infantiles, por qué pelean? Vamos a decidir que los dos serán primeros meses".
-¿Cómo es eso posible?
Se sorprendieron los meses, y se fueron separando uno del otro. El pequeño ángel quedó pendiendo sobre ellos moviendo sus alas para no caerse.
-Se puede.
El mes de Tishrei, que es cuando se creó el mundo será el primer mes para los niños y los adultos y todos deberán revisar las acciones que hicieron en ese año y pedir perdón si lastimaron a alguien.
-Me parece bien, estoy de acuerdo, dijo el mes de Tishrei, porque TISHREI se parece a la palabra principio, comienzo en hebreo RESHIT, solo que las letras están desordenadas.
-Y yo? ¿Qué pasa conmigo? dijo el mes de Nisán.
-Y el mes de Nisán que es cuando el pueblo de Israel salió de Egipto será el comienzo de todas las fiestas, dijo el ángel.
-Yo no se si estoy de acuerdo.
Y si otro mes viene y me saltea para ser el primero? dijo el mes de Nisán dudando.
-Entonces le daré también a él un motivo, dijo el ángel.
"No hay problema, si por ejemplo viene el mes de Shevat…."
-Qué descarado! no se lo permitiremos! dijo el mes de Nisán ofendido.
-Por qué no? Podemos darle al mes de Shevat que sea el comienzo del año para los árboles. Eso no molestará a nadie!
-Le harán a él una fiesta? preguntó el mes de Tishrei un poco ofendido.
-Plantarán árboles y entonarán canciones, dijo el ángel. Y se puede encontrar más motivos de festejos, si no se quiere pelear todo es posible.
Rabi Jaim y los leones
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Rabi Jaim y los leones
Rabi Jaim ben Atar, es una de las pocas personas de la historia judía al que se ha llamado kadosh, santo. La gente suele referirse a él como Or HaJaim Kadosh.
Este gran rabino no quería ganarse la vida utilizando sus conocimientos de Torá, por lo que, de joven, decidió aprender un oficio. Y así fue como se convirtió en joyero.
Una vez que dominó este arte, halló trabajo en el taller de un gentil. Pero Rabí Jaim no trabajaba horas fijas, sino que cada vez que precisaba dinero, se dedicaba a tallar alguna alhaja del modo más rápido y eficiente.
El dueño del negocio no amaba en especial a los judíos, pero respetaba la habilidad de su empleado. Él necesitaba de su arte. Además, Rabí Jaim era persona de confianza, eficiente, y jamás se quejaba de nada. Al principio el dueño le pagaba muy bien, pero al ver que Rabí Jaim trabajaba a intervalos muy largos, le redujo el salario. No obstante, Rabí Jaim se negó a trabajar más del mínimo indispensable.
Este joyero se hizo de una muy buena reputación. Sus joyas eran verdaderas obras de arte, y entre sus clientes se hallaban las personas más ricas de la ciudad. Por eso nadie se sorprendió de que, cuando el Sultán planeaba la boda de su hija, convocara al joyero, para entregarle una enorme lista de encargos. El Sultán insistió en que el joyero debía tener todo listo para una fecha determinada. ¡Pobre de él si se retrasaba!
El joyero trabajaba lleno de alegría y satisfacción por haber sido confiado para semejante tarea. ¡Qué privilegio ser el joyero del Sultán! ¡Ya nunca le faltarían clientes!
El joyero trabajó con eficiencia, mas cuando llegó la fecha de la entrega, comprobó, horrorizado, que no había completado la orden. El Sultán se puso furioso. ¡No existía persona que le fallara al Sultán y siguiera con vida! El privilegio más grande para cualquier persona era la posibilidad de servir a su Sultán. Y no había excusa que pudiera justificar la orden incompleta.
"Quiero que maten a ese hombre de inmediato. Que lo arrojen a la cueva del león", bramó el enfurecido Sultán.
"Pero no es mi culpa, su majestad", se excusó el joyero, inclinándose respetuosamente. "Es culpa de mi empleado judío. Él era el encargado de completar el trabajo. Es él quien merece morir, no yo. Es un haragán, un inútil, que apenas si pisa el negocio. Fue por culpa suya que no pude completar a tiempo el encargo de Su Majestad."
"Pues muy bien", dijo el Sultán. "Estás perdonado, pero entonces tu ayudante será arrojado a los leones."
El palacio del Sultán estaba rodeado de jardines bellísimos que se extendían varias hectáreas, y que estaban protegidos por altos muros de piedra. En medio de estos jardines estaba la cueva del león. De tanto en tanto el Sultán castigaba a algún súbdito rebelde, arrojándolo a los leones. De sólo oír el rugido de los leones, a los empleados del Sultán se les helaba la sangre.
El Sultán dio la orden. Los soldados se dirigieron a la casa de Rabí Jaim, la rodearon y lo apresaron. Ellos estaban seguros de que él afirmaría ser inocente, de que lloraría y gritaría. Pero para su sorpresa, lo único que pidió fue que le permitieran llevar algunos libros, así como su talit y sus tefilín. "Ja!", se rieron. "¿Qué piensas? ¿Que te vas de vacaciones? ¿Que haces un viaje de placer? ¿Acaso piensas enseñarles a leer a los leones? ¡No te darán tiempo ni de abrir el libro! Bien... qué nos importa. Los soldados aguardaron algunos minutos, hasta que Rabí Jaim recogió sus pertenencias.
La noticia de la terrible sentencia corrió como reguero de pólvora por toda la ciudad. Para los judíos fue un verdadero día de duelo. Todos los negocios permanecieron cerrados. La gente salió a las calles y se dirigió a la casa de Rabí Jaim para acompañarlo a su último destino. Todo el mundo lloraba. La gente marchaba como en un funeral.
La procesión se dirigió lentamente hacia el palacio del Sultán. Mientras tanto, se sentía el regocijo de los árabes, quienes no ocultaban su enorme alegría al ver que el líder judío era conducido a su última morada.
Rabí Jaim iba caminando con calma, rodeado de soldados. No hacía falta que éstos lo sujetaran por la fuerza. El rabino caminaba confiado, con la mirada alfrente todo el tiempo. Al llegar a la entrada del palacio. Rabí Jaim se dirigió a los judíos desconsolados y los consoló:
"No tienen por qué llorar. El Todopoderoso me salvará de las garras de las bestias salvajes. En Él deposito toda mi confianza."
Los guardias condujeron al rabino a través de los inmaculados jardines, los recortados setos, los coposos árboles, los fragantes arbustos y las lozanas flores, hasta llegar a la altísima muralla que rodeaba la cueva de los leones. Rabí Jaim fue entonces entregado a manos de los cuidadores de los leones, quienes le ataron una soga alrededor de la cintura y lo fueron bajando hacia la cueva. Luego retrocedieron y aguardaron los gritos del rabino. Sin embargo no se oyó más que silencio. Un silencio extraño, espectral... Ni siquiera se oían los usuales pasos de los leones, que se paseaban de un lado al otro de la cueva. Pasó un minuto. Pasaron dos. Silencio mortal. ¿Qué acontecía allí abajo?
Los guardias no podían entender lo que ocurría. Dominados por la curiosidad, se asomaron y ¡entonces si que no pudieron creer lo que veían!
Algo realmente extraordinario: los animales, acostumbrados a atacar a la víctima aun antes de que ésta tocara el suelo, esta vez ni siquiera se habían movido, sino que, por el contrario, permanecían inmóviles mirando a Rabí Jaim.
"Probablemente los leones no tengan hambre", dijo uno de los guardias. "Después de todo, este prisionero llegó sin previo aviso, y ayer les dimos de comer. No hubo tiempo de que se quedaran con hambre".
Los guardias se pasearon en puntas todo el día, aguardando al grito que marcaría la muerte de aquel hombre. Mas ese grito jamás se oyó, como tampoco se oyó ni siquiera el movimiento de un solo león de su lugar. ¡Era un fenómeno sobrenatural !Así transcurrieron tres días y tres noches. Para entonces los guardias estaban seguros de que los leones habían devorado a su víctima, a pesar de que no se había oído un solo grito. Y había llegado el momento de alimentarlos nuevamente.
Los guardias se asomaron por la alta muralla, pero, para su sorpresa, vieron que el rabino se hallaba en perfectas condiciones, y hasta feliz. Sentado, envuelto en su talit y coronado con su tefilín, su rostro denotaba una expresión de otro mundo, como si fuera el rostro de un ángel. Pero la sorpresa más grande fue al ver los leones: recostados en el suelo, como si se tratase de perritos falderos, tomando sol satisfechos, como si hubieran disfrutado de un espléndido almuerzo; los animales se deleitaban escuchando la dulce voz del judío.
Los guardias se frotaron los ojos para ver si no estaban soñando. Algunos fueron corriendo al palacio a contarle al Sultán acerca del increíble suceso.
"¡No les creo!", exclamó el Sultán. "Debo ver esto con mis propios ojos."
Y entonces se dirigió a la cueva de los leones. Se paró en puntas y se asomó por sobre la muralla. ¡Y era tal como le habían dicho! Allí estaba el rabino, sentado tranquilamente entre los leones, como si no le importara nada... Al principio el Sultán se quedó boquiabierto. Luego ordenó a los guardias que bajaran una soga y lo sacaran del pozo.
Al encontrarse frente a frente con el rabino, el Sultán cayó a sus pies con un sólo ruego:
"Perdóname! ¡Por favor, perdóname! ¡Eres un santo! ¡Te suplico que no me castigues!"
El Sultán condujo a Rabí Jaim de vuelta al palacio. Y allí, enfrente de todos sus ministros, anunció:
"A partir de este momento, las puertas de mi palacio siempre estarán abiertas para ti. ¡Debes convertirte en mi consejero principal, ya que no hay otra persona que sea tan santa ni tan sabia como tú!"
Y ese día fue un día de fiesta para los judíos de Marruecos. Y todos los años lo celebran como el día en que Rabí Jaim fue salvado de las garras de los leones.
Plegaria de Nakdimón Ben Gurión
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La Plegaria de Nakdimón Ben Gurión
Era en los tiempos donde teniamos Beit Hamikdash en Jerusalén, y las personas del pueblo de Israel iban a pie a Jerusalén tres veces al año, en Pesaj, Shavuot y Sucot. Así lo hacían año tras año.
Sucedió que una vez en tiempos de Sucot, muchos fueron los que llegaron hasta el Beit Hamikdash de todos los rincones de la tierra de Israel. Al llegar cansados y sedientos comenzaron a pedir por agua.
Era el final del verano y las aguas no habían caído, poca agua quedaba en los pozos desde las ultimas lluvias. Y no había en esas épocas tuberías para transportar el agua.
En Jerusalén vivía un hombre respetado y rico, que confiaba en Hashem y quería mucho al pueblo de Israel. Se llamaba Nakdimón Ben Gurión. Se preocupó mucho Nakdimón por el sufrimiento del pueblo y pensó como ayudarlos.
Entonces tuvo una idea. Había un ministro romano que vivía en los alrededores de Jerusalén y que tenía 12 pozos de agua, con aguas que llegaban de las montañas. Abundante agua tenían esos pozos que casi no eran utilizados. Podría hasta regalar el agua, pero él no quiso eso.
Fue Nakdimón a lo del ministro y le pidió.
-Por favor deja usar a los caminantes que llegan a Jerusalén de tus pozos de agua. Con la ayuda de Hashem te regresaremos toda el agua en un tiempo.
El ministro se rió y dijo:
-¿Me regresarás el agua? ¿Cómo harás eso?
Nakdimón le contestó que en la festividad de Sucot rezamos por las lluvias, y pediremos no solo para que llueva para nosotros sino para devolverte lo prestado.
El ministro seguía sin convencerse y le volvió a preguntar:
-¿Y qué pasará si no llueve y no puedes regresarme el agua?
– Sino llueve y no hay agua, te pagaré 12 kikarot de plata por el agua que recibí.
El ministro romano pensó: Me conviene este acuerdo! Tengo mucha agua y si la lluvia no cae recibiré una buena cantidad de plata!
Entonces fijaron las fechas para el acuerdo, y así todos los peregrinos que llegaban a Jerusalén tenían agua en abundancia y la alegría reinó en Sucot.
Pasaron las fiestas y las personas regresaron a sus hogares. Pero a pesar de las plegarias, no llovía. Empezaban a secarse los campos y los pozos y no llovía y se acercaba la fecha en que debía devolver el agua.
Llegó el día! ya en la mañana el ministro envío a un mensajero para hablar con Nakdimón.
-Estoy esperando el agua o la plata!
-Todavía quedan unas horas antes que se cumpla el plazo. Le contestó Nakdimón quien confió en Hashem y no tuvo temor.
Después del mediodía regresó el enviado del ministro pidiendo nuevamente las aguas o la plata. Nakdimón de nuevo le contestó que faltaba unas horas para que finalizara el día.
Era ya la tarde y regresó el enviado del ministro recibiendo la misma respuesta de Nakdimón: "Quedan aún algunas horas de este día".
Escuchó el ministro la respuesta y se preguntó: si en todo un año no llovió, por qué justo ahora va llover? Nakdimón no tiene ya esperanza, toda la plata será para mi! Y decidió organizar un banquete para festejar su triunfo.
Pero Nakdimón Ben Gurión estaba triste. ¿De dónde vendrá la ayuda? Entró en el Beit hamikdash y rezó a Hashem:
-Señor del Universo! Tú sabes que no por mi hice esto, sino para todas las personas que vinieron durante la fiesta de Sucot en tu honor a Jerusalén. ¿Cómo haré para regresar las aguas?
Inmediatamente se cerraron los cielos, se cubrieron de nubes y la lluvia comenzó sin pausa. En poco tiempo todos los pozos se llenaron, los manantiales se desbordaban de abundantes aguas.
El Ministro romano salió de su casa y no podía creer lo que sus ojos veían. ¿Cómo fue que de repente llovía sin parar?
Salieron a la vez de sus casas Nakdimón y el ministro y al encontrarse Nakdimón le dijo con humor:
-Señor ministro, la deuda está cancelada, es más llovió tanto que debo recibir un vuelto!
El ministro lo miró y le dijo reconocer el milagro que Hashem hizo para él. Pero como el sol ya se escondió y terminó el día deberá pagar la deuda igual.
Nakdimón preocupado volvió a entrar al Beit Hamikdash y mientras rezaba, un fuerte viento despejó y dispersó las nubes y los rayos del sol comenzaron a asomarse.
El ministro enojado regresó a su casa ya que no logró sacarle el dinero a Nakdimón. Mientras que Nakdimón volvió a su casa agradecido que Hashem escuchó su plegaria.
El Shabat cuida a Israel
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El Shabat cuida a Israel
Una buena herencia le dejó Rab Biniamín a su hijo Rab Leví: Un terreno amplio, no lejos de la ciudad de Tzanz, donde el heredero eligió para trabajar y vivir. Gracias a esa herencia, Rab Leví encontró una forma acomodada y decente de cómo subsistir.
Al concluir el año de duelo de su padre, recibió una notificación de parte del juez, la cual lo citaba a presentarse sin demora en el juzgado.
Una vez allí, comprobó con consternación que un hombre no judío poseía un documento firmado por su padre, donde constaba la operación de venta del terreno que recibió como herencia.
Rab Leví no lo podía creer. De haber sabido que su padre vendió el terreno, se hubiera enterado. ¿No será que este hombre lo amenazó de alguna manera para que se efectúe la operación? Y si así lo fuese, no habría manera de comprobarlo.
Sin saber qué hacer, se dirigió al Rab de la ciudad, el Gaón y tzadik Rabí Mitzanz, el Báal Dibré Jaim. El anciano Rab era reverenciado no sólo por sus Jasidim, sino por todos los miembros de las comunidades judías de entonces, y hasta por los no judíos, que lo conocían como un "Hombre de Dios" muy respetado.
"Yo iré contigo, y haré las veces de tu abogado" dijo el Gaón a Rab Leví, ante la sorpresa de éste.
Al hacer su entrada en el juzgado, todos se pusieron de pie para recibir la presencia del anciano Gaón. Hasta el propio juez se levantó de su asiento, y ordenó a sus asistentes que le asignen un lugar especial.
La ceremonia comenzó con la lectura del acta, en la que el señor no judío reclamaba la posesión del terreno que ocupaba Rab Leví, en virtud de haberlo adquirido del difunto propietario, para lo cual presentaba como prueba un documento firmado.
El juez se dirigió a Rab Leví y le preguntó si estaba de acuerdo con esta declaración, y en caso contrario, qué alegaba al respecto.
"Su señoría: No creo que mi padre le haya vendido el terreno a este hombre; estoy casi seguro de que así no fue" dijo Rab Leví.
"¿Tiene alguna prueba para sustentar esa aseveración?", preguntó el juez.
"No. No tengo ninguna. Pero es imposible que haya ocurrido algo así. Y sospecho que…".
"Permítame decirle" lo interrumpe el juez, "que lo que realmente valen no son las suposiciones, sino las evidencias. Usted, en este caso, sólo cree y sospecha, pero el demandante tiene en su poder un documento firmado con puño y letra de su padre, donde consta que el día 15 de septiembre del año antepasado le vendió su terreno por una suma bastante razonable. ¿Qué tiene que decir ante esto?".
Rab Leví se quedó en silencio.
En ese instante, pidió la palabra el Báal Dibré Jaim. Se levantó de su asiento, y se dirigió al juez: "Quisiera que me permita hacerle unas preguntas a su señoría".
"¿A mí? ¡Claro! ¡Adelante!" aceptó el juez.
"Quizás conoció usted al difunto padre del señor Leví".
"Sí. He tenido la ocasión de conocerlo personalmente. Varias transacciones comerciales se hicieron con él, y he intervenido como juez en ellas".
"Y conforme a lo que usted sabía de su situación, ¿cree que hubo algún motivo que lo haya obligado a vender alguno de sus bienes?".
"¡No, no! ¡Definitivamente, no! Era un hombre de una posición acomodada. Y no creo que haya tenido alguna razón para desheredar a su hijo, a quien quería mucho. Pero ya le he dicho, Rabino, que no puedo guiarme por suposiciones".
"De acuerdo. Déjeme preguntarle algo más: ¿Conocía usted su devoción hacia la religión judía del difunto?".
"¡Oh, sí! Lo recuerdo muy bien. Era un hombre muy aferrado a su ley. Por nada del mundo se me ocurre que pudiera haber hecho algo en contra de lo que la Torá le indica".
"No hace falta preguntarle, entonces, si piensa que el difunto pudo haber profanado el día sábado por alguna razón que no fuese peligro o emergencia".
"En efecto. Está usted en lo cierto".
"Ahora bien" y mientras esto decía, el Rab le extendió un calendario al juez, "¿Puede usted mismo fijarse a qué día de la semana corresponde la fecha del documento en cuestión?".
El juez miró el calendario, y luego dijo: "Esa fecha cayó día sábado".
"Ahora quiero hacerle la última pregunta: Aunque usted no se base en suposiciones, ¿podría creer que el difunto realizó una operación comercial en nuestro Sagrado día Shabat, y que haya estampado su firma en el documento?".
Se produjo un murmullo en el recinto, mientras el juez se quedó unos segundos en silencio. Luego, se dirigió enérgicamente al demandante, y le preguntó:
"¡Quiero saber toda la verdad, ahora mismo! ¿Qué fue lo que pasó con este documento?".
Ante el asombro de todos los presentes, el hombre bajó la cabeza, y terminó por confesar que todo fue producto de un engaño. Un día vio un escrito con la firma del difunto, y se le ocurrió la idea de falsificarla para inventar una historia.
La sabiduría del Gaón Rab Jaim Mitzanz, y la Mizvá de Shabat que cumplió toda su vida el difunto, salvó a su hijo de un despojo. El día Shabat salió de testigo.
La bendición del Jafetz Jaim
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La bendición del Jafetz Jaim
Es sabido que en los hospitales de Norteamérica acostumbran a recibir todo tipo de gente, de las más diversas religiones. Esas mismas entidades, a veces asignan un rabino para que éste funcione como una guía espiritual de las personas ocasionalmente internadas. Un día, un joven Rabino tuvo la necesidad de presentarse en el hospital para asistir a un muchacho judio que había sufrido un accidente automovilístico. Su estado era desesperante.
Los médicos que lo recibieron, desde la primera revisión, determinaron que sus horas estaban contadas. Después de haberlo identificado por medio de uno de los documentos que llevaba en sus bolsillos, se comunicaron inmediatamente con una hermana que vivía cerca de allí, la que acudió sin demoras, y se quedó todo el tiempo al lado de aquel muchacho, sollozando amargamente. Cuando el Rabino se acercó a ofrecer ayuda, la hermana, entre lágrimas, le dijo que ellos tenían un padre muy anciano que vivía recluido en uno de los asilos.
El Rab telefoneó al asilo e hizo que el padre del accidentado se presentara en el hospital. No quiso contarle la verdadera situación en la que se encontraba su hijo, apiadándose del pobre hombre y temiendo causarle una conmoción que lo fuera a afectar seriamente también a él. Mejor sería, pensó, que cuando estuviera frente a frente con el muchacho, se diera cuenta solo.
El anciano se acercó a la cama de su hijo, que yacía inconsciente, pero no se notó en él ningún sobresalto. Cuando el Rab vio que el anciano mostraba tranquilidad, pensó que quizás no se percató de la gravedad del asunto. Llamó al doctor y le pidió que fuera él quien le describiera el cuadro que tenía frente a sus ojos:
"De acuerdo a lo que hemos visto, hemos diagnosticado que su vida es muy limitada. No sé si me entiende… es sólo cuestión de horas" decía el facultativo con dolor.
Pero el anciano seguía sin reaccionar. Se veía bastante calmo. Se acercó el Rab y le preguntó tímidamente:
"¿Qué piensa usted?".
Ante su asombro, el anciano respondió:
"Me voy a mi casa"
-"¿Cómo? No entiendo!", dijo el Rab
-"¿Qué es lo que no entiende? ¡Me voy a mi casa! ¡Mi hijo sanará, se pondrá bien!" afirmaba el anciano con seguridad.
El Rab estaba convencido de que aquel hombre había perdido la razón, aunque siguió insistiendo en explicarle.
-"Usted… ¿sabe lo que está pasando? ¿Comprende que la situación… ?".
"¡La situación! Le he dicho que el muchacho estará bien, con ayuda de Dios. Yo lo sé".
"Mire Rab, usted no me cree, pero le voy a contar algo que sucedió hace ya mucho tiempo": Yo nací en Radín, la ciudad del Jafetz Jaim. Cuando él estaba editando su obra Mishná Berurá, había organizado un pequeño grupo de estudiantes que leíamos sus escritos, para ver si era bien recibido y aceptado, por si entendíamos claramente lo que ahí decía, porque fue muy arduo el trabajo de redactar ese libro tan trascendental de Halajot.
Yo me contaba entre los integrantes de ese grupo. Varias veces me tocó estudiar frente a él y mis comentarios le resultaron agradables y acertados. Y tuve el mérito de recibir del Jafetz Jaim numerosas bendiciones. Una de ellas me auguraba larga vida, pero yo hoy cuento con sólo setenta y seis años, y esto no lo considero larga vida. En otra bendición me aseguró el Jafetz Jaim que ningún hijo mío se irá de este mundo antes que yo.
Pues bien, si aún no he llegado a tener esa larga vida que me aseguró el Jafetz Jaim, ¿cómo se podrán realizar las dos bendiciones al mismo tiempo? No existe otra alternativa más que la de que mi hijo siga vivo… y sano. Así que ahora me voy a mi casa.
Cuando el Rab escuchó todo el relato, llevó al anciano hacia su casa y él también se retiró a su hogar a descansar. Al día siguiente, cuando regresó al hospital como de costumbre, se acercó directamente a hablar con el doctor que había estado atendiendo a aquel joven para preguntar por su estado.
"Usted verá, Rabino. Estoy totalmente anonadado. ¡El muchacho ha abierto los ojos! Hasta ayer era candidato firme a la muerte, por todo lo que le había pasado y como había quedado. Pero, no lo puedo creer, abrió los ojos", respondió el doctor.
A medida que pasaban las horas, los médicos se acercaban a observar con sus propios ojos lo que carecía de toda lógica y explicación. Ahora sí coincidían que tenía esperanzas de seguir con vida. Al cabo de dos semanas, abandonó totalmente su lecho de enfermo, y se lo veía andar como si nada hubiera pasado.
Que la fuerza de las bendiciones del Jafetz Jaim sea tan grande, no sorprende. Lo que hasta ese momento no se sabía era que aquella bendición podía tener una vigencia tan extensa a través de los años. ¡Qué gran lección la de ese anciano! Con toda seguridad que su fe inconmovible sobre las bendición que recibió, fue el factor preponderante para que se cumplieran al pie de la letra.
Rabí Yehudá y Antonino
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Rabí Yehudá y Antonino
La época en la que nació Rabí Yehudá Hanasí era muy difícil para Am Israel. En ese tiempo, el imperio romano proclamó duros decretos en contra de los judíos, y hacía todo lo posible con tal de alejarlos de la Torá y de su Creador.
El decreto más grave de todos era, el que prohibía circuncidar a los niños, y cuya finalidad era la de hacer que el pueblo de Israel se asimile y desaparezca.
A los padres que eran sorprendidos cumpliendo esa Mitzvá, eran condenados a muerte junto a los niños circuncidados.
En aquellos tiempos, al Rab más grande e importante se lo denominaba "Nasí", que significa "príncipe", palabra que, además de ser un cargo, pdemostraba que era descendiente del Rey David. Y mientras el decreto romano amenazaba la vida física de los judios, le nació un hijo al "Nasí" Rabán Shimón Ben Gamliel.
Por supuesto, que a él no se le cruzó por la mente la posibilidad de acatar la orden imperial, y se preparó para celebrarle el Brit Milá a su hijo, al octavo día de nacimiento.
Los judios temieron por la vida de su Rab y Nasí, pero éste les dijo públicamente:
"Dios nos ordenó por medio de Su Torá hacer el Brit Milá a nuestros hijos, y por otro lado, el malvado reino de Roma ordenó lo contrario. ¿Acaso hay alguna duda de a quién debemos obedecer?".
Cumplió Rabán Shimón Ben Gamliel el Mandato Divino, y le hizo el Brit Milá a su hijo delante de una multitud. Y le dió un nombre de valentía y fortaleza: Yehudá.
El suceso llegó a los oídos del cónsul romano, y mandó a llamar inmediatamente a Rabán Shimón, preguntándole cómo se había atrevido a traspasar la orden del imperio.
"¡Así nos lo ordenó Hashem, el Creador del mundo!", respondió firmemente el Rab.
El cónsul se quedó asombrado por la respuesta. Dentro de su corazón, realmente admiraba el Nasí de los judíos, pero no obstante ello, se veía obligado a castigarlo, pues el decreto imperial emanó directamente del Cesar, y el cónsul temía que fuera él mismo sancionado si no lo hacía.
"Bueno. Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo ahora?", preguntó Rabán Shimón desafiante.
"No puedo tomar una decisión", fue la respuesta del cónsul. "Te enviaré al emperador y que él se pronuncie sobre la suerte del niño y de toda la familia".
Ese mismo día, envió un soldado a la casa de Rabán Shimón para que acompañe al niño y a su madre a trasladarse a la Roma imperial, a entrevistarse directamente con el Cesar.
La mujer tomó en sus brazos al pequeño Yehudá, y emprendió el camino. Antes de llegar a Roma, se hizo de noche y tuvo que buscar un lugar para dormir. Recordó que cerca de allí había una familia, cuya dueña de casa era una mujer no judía de buen corazón. Su esposo pertenecía al gobierno romano, pero era un hombre que apreciaba y trataba bien a los judíos, en especial a Rabán Shimón.
Fue muy bien recibida por su amiga, y ésta le ofreció su casa para descansar y pasar la noche con su hijo.
"¿Cómo es que se le ocurrió salir al camino en horas tan tardías como estas? ¿Y por qué se le ve tan triste y preocupada?" le preguntó la anfitriona.
La esposa del Rabán Shimón le contó todo lo que había pasado, y que afuera de la casa estaba uno de los soldados del cónsul vigilando que no se escape, y que lleve al niño frente al Cesar, con las consecuencias trágicas que todo esto acarrearía. "¡Yo también he tenido un hijo de nueve días!" le dijo la dueña de la casa. "Se llama Antonino, y por supuesto no tiene hecha la circuncisión. Tómelo a cambio del suyo, y lléveselo al Cesar, para que crea que todo fue una calumnia y se salven tanto el niño como ustedes de la pena de muerte".
La ocurrencia fue aceptada con gusto por la esposa de Rabán Shimón, y ésta llevó al día siguiente al niño Antonino como si fuese suyo, dejando a Yehudá en manos de aquella buena mujer.
Llegó al palacio del Cesar acompañada del soldado, y se presentó frente al emperador.
El emperador hizo unas señas para que vengan otros soldados a revisar al niño y constatar las palabras del soldado. Y ante la sorpresa de todos, al desvestirlo, comprobaron que su cuerpito no había sido modificado desde que vino al mundo.
"¡No puede ser!", dijo asombrado el soldado. "¡Yo mismo lo he visto que tenía su circuncisión...".
En ese instante, uno de los consejeros del imperio, se acercó al Cesar y le murmuró al oído: "Su majestad: yo conozco a esta mujer, y le puedo asegurar que no es posible que el Rabino más importante de los judíos no le haya hecho la circuncisión a su hijo...".
-"Entonces, ¿cómo se explica esta situación?" le preguntó el Cesar.
-"No hay otra alternativa más que la de un milagro...".
-"¿Un milagro?".
-"Así es. Y eso, porque el Dios de ellos protege y les hace maravillas. Y así a ellos los cuida de todos los males, castiga también a sus opresores...".
Estas últimas palabras, más que sorprendieron, asustaron mucho al Cesar, quien inmediatamente dejó en libertad a la mujer, y anuló el decreto que prohibía a los judíos circuncidar a sus hijos varones.
Lloraron de emoción, llegó la esposa del Rabán Shimón a la casa de la mujer, y le contó todo lo que había pasado. Luego de abrazarla y agradecerle, le dijo:
-"Su hijo no sólo salvó la vida de mi hijo, sino la de todos los demás niños judíos del imperio. Pido a Dios que cuando crezcan sean amigos, y tengan mucho éxito en todo lo que hagan…".
La plegaria de la esposa de Rabán Shimón se cumplió con creces: Su hijo llegó a ser Rabí Yehudá, conocido también como Rabenu Hakadosh; Nasí de todo su pueblo y uno de los más grandes personajes de nuestra historia. Y Antonino llegó a ser emperador de Roma, y cuando crecieron se hicieron grandes amigos. Antonino fue muy benevolente con los judíos, y empezó a estudiar Torá con Rabenu Hakadosh, hasta que tomó la decisión de circuncidarse a sí mismo y convertirse al judaísmo.
La protección de la Tzedaká
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La protección de la Tzedaká
Raban Shimon ben Iojai tuvo un sueño en la noche de Rosh Hashana. Soñó que sus dos sobrinos serían multados por el gobierno en la suma de 600 dinares.
A la mañana siguiente visitó a sus sobrinos y los persuadió de que fueran los gabaim de la comunidad, para estar a cargo de dispensar el dinero de tzedaká a los pobres.
A través de este método de permitirles involucrarse con tareas de caridad esperaba evitar el nefasto decreto gubernamental de hacerse efectivo.
-Y quien nos proveerá del dinero para dar a los pobres de la comunidad? preguntaron a su tío.
-"Ustedes adelanten el dinero y lleven un registro de cada centavo que entregan. A fin de año la comunidad les reembolsará por lo gastado", les contestó Raban Shimon.
Estuvieron de acuerdo y tomaron el trabajo. Algún tiempo más tarde una persona de mala fe los denunció ante el gobierno bajo el falso cargo de que los dos jóvenes negociaban con sedas y otras mercaderías y no pagaban los impuestos.
Al día siguiente un viejo recaudador de impuestos se presentó y les demandó la suma de 600 dinares como multa por no cumplir con sus obligaciones. Ellos protestaron y declararon su inocencia pero el hombre no los quiso escuchar por lo que terminaron siendo puestos en prisión.
Cuando Raban Shimon escuchó sobre esto, los visitó en la cárcel.
-Diganme, cuanto dinero han adelantado para caridad durante todo este año?, les preguntó.
-Encontrarás el registro en un libro que guardamos en nuestra casa, le contestaron los sobrinos.
Raban Shimon fue hasta allí y comenzó a examinar el citado libro. Vio que habían dado 594 dinares.
Los visitó nuevamente en la cárcel y les dijo resueltamente:
-Entregame 6 dinares y los liberaré de la cárcel.
-Cómo es eso posible?, le preguntaron los sobrinos- el recaudador de impuestos demanda 600 dinares y tú solo pides 6 para liberarnos?
-No importa -les contesto-, dame los 6 dinares y yo prometo liberarlos hoy.
Le dijeron dónde podría encontrar esas monedas y con el dinero en mano fue a visitar al recaudador a quien le pidió que aceptara esos 6 dinares y olvidara el caso.
– Ellos no tienen dinero para pagarte -le dijo-. ¿Qué ganarás dejándolos en prisión? Toma estos dinares, liberalos y abandona este caso. Nadie saldrá perjudicado. El recaudador aceptó el trato y los liberó. Cuando arribaron a su hogar los jóvenes preguntaron a su tío:
-Como sabías que solo harían falta 6 dinares para liberarnos? ¿Tienes alguna información adicional sobre nuestro caso?
-"No", les dijo, pero en la noche del último Rosh Hashana tuve un sueño en el que vi que serían multados por la suma de 600 dinares. Contando el dinero que dieron para tzedaká, note que faltaban 6 para llegar a esa suma. Por lo tanto supe que el recaudador aceptaría los 6 dinares y los liberaría. El poder de la tzedaká es muy grande.
-Si tú nos hubieras contado esto en aquel momento, gustosamente hubiéramos donado toda la suma de 600 dinares para caridad, dijeron los muchachos, antes de tener que pasar por toda esta terrible experiencia de haber sido puestos en prisión.
– "Si yo les hubiera avisado en ese momento..." les contestó Raban Shimon ben Iojai. No hubieran donado el dinero para la caridad sino para escapar del castigo.
Siempre puede ser peor
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Siempre puede ser peor
Hace mucho tiempo, en una granja no muy grande en una pequeña aldea cercana a un pueblo no muy grande de Polonia vivía una familia. Un día los abuelos llegaron para vivir en la ciudad con ellos. Los nietos estaban muy contentos con la llegada de los abuelos, pero los padres se preocuparon ya que la casa era muy pequeña, y todo se volvería muy ruidoso.
En invierno cuando las noches eran más largas y eran días muy fríos y todos estaban dentro de la casa la vida fue especialmente difícil. Entonces el pobre hombre fue a consultar con el rabino.
"Rabino: ¿qué hago?... Es muy difícil vivir así!
Los niños, mis suegros. Mucho ruido. Todos amontonados. ¿Qué hago?"
El rabino pensó detenidamente un momento y le pregunto:
"¿Tienes gallinas?"
"Por supuesto que tengo gallinas", dijo el hombre sin entender mucho.
"Lleva las gallinas dentro de la casa"
El granjero estaba realmente confundido pero sabía que el rabino era un hombre muy sabio. Así que regresó y tomó las gallinas y las entró a la casa. Pero fue todo menos tranquilo y apacible. En realidad fue peor con el cacareo y el aleteo de las gallinas.
El señor regresó con el rabino y le dijo:
"Rabi, hice lo que usted me indicó. Pero ahora entre mis suegros y las gallinas esto está mas bullicioso y tumultuoso".
El Rabino pensó unos minutos y le preguntó...
"¿Tienes alguna cabra?"
"Por supuesto que hay cabras en la granja", dijo el granjero.
"Llévalas dentro de la casa", dijo el rabino
Respetando la sabiduría del rabino el hombre confundido llevó a las cabras a vivir dentro de la casa. Y lo que sucedió es que no fue todo más tranquilo y silencioso. Al revés, fue mucho peor con el cacareo de las gallinas, el aleteo de sus alas y las cabras con su balido y empujando y mordiendo todo lo que encontraban en el camino. La cabaña parecía más pequeña y los niños más grandes.
Al día siguiente el granjero regresó con el rabino. "Hice lo que me indicó Rabi, ahora nadie tiene lugar para dormir ya que las gallinas se apoderaron de las camas y las cabras hacen unos ruidos estrepitosos!!"
El rabino estaba pensando y parecía muy desconcertado. Entonces dijo:
"Debes tener algunas ovejas...".
"Por supuesto que tengo ovejas".
"Llévalas dentro de la casa" dijo el rabino
El granjero sabía que el rabino era muy sabio. Entonces llevó las ovejas dentro de la casa. Y la cabaña está llena, y había un ruido tremendo. Las gallinas cacareaban, y aleteaban, el balido de las cabras que acompañaban con un movimiento de cabezas golpeando todo, las ovejas que que balaban sin fin y hasta una se sentó sobre los lentes del granjero destruyéndolos. La casa era algo raro, entre ruidos y cantidades de personas. Además ya comenzaba a oler como un granero..
Completamente desesperado el buen hombre fue con el rabino y le dijo:
"Rabino seguí todas sus instrucciones. Pero ahora está todo peor, los abuelos no tienen donde dormir, los animales ocupan todos los lugares, rompen todo, huele todo mal. Es una pesadilla"
El rabino frunció el ceño. Cerró los ojos y pensó durante mucho tiempo. Finalmente dijo: "Esto es lo que vas a hacer. Toma las ovejas y las cabras y llévalas al establo. Toma las gallinas y devuélvelas a su gallinero".
El granjero corrió a su casa e hizo exactamente como el rabino le había dicho. Al tomar los animales fuera de la casa, sus hijos y la esposa y los abuelos comenzaron a poner en orden las habitaciones. En el momento en que la última gallina fue colocada en su gallinero, la casa parecía bastante agradable. Y todo era tranquilo.
Toda la familia estuvo de acuerdo que la casa era la más espaciosa, agradable y cómoda casa de cualquier lugar. Esa noche durmieron todos apaciblemente. El granjero quedó muy agradecido por los consejos sabios del rabino.
Un visitante para Pesaj
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Un visitante para Pesaj
Esta historia es sobre un hombre justo que vivía en Jerusalén, lamentablemente era muy pobre. Y justo un día antes de Pesaj, el jasid se dio cuenta que no tenía nada de dinero para comprar todo lo necesario para la fiesta.
Todos los habitantes de Jerusalén ya habían comprado las matzot, huevos, vino, etc. Solo el jasid no había comprado nada. Entonces se le acercaron su esposa, hijos e hijas, los grandes con los pequeños y comenzaron a llorar. Y le dijeron: "Todo el pueblo de Israel se alegrará en Pesaj y sola nosotros estaremos hambrientos y sedientos"
Se compadeció el jasid de su esposa e hijos y fue al mercado a tratar de conseguir un trabajo que le permita recibir dinero para las compras de Pesaj.
Se encontró en el camino con un hombre anciano, alto, de barba blanca y bella vestimenta que le dijo: "Soy extranjero en esta ciudad, vine de tierras lejanas y quiero festejar Pesaj en Jerusalén. Si me puedes recibir en tu casa, te pagaré muy bien. Toma este dinero para que tu esposa prepare comida para mi y los tuyos".
Recibió el jasid el dinero y le dijo: ¿Cuál es tu nombre?
-Rabi Nisim (Milagros) es mi nombre, y en la víspera de Pesaj llegaré a tu casa.
Regresó el jasid a su casa y le contó a su esposa las buenas noticias: "Un visitante anciano que llegó de tierras lejanas, vendrá a cenar con nosotros en Pesaj, y aquí está el dinero para comprar la comida y prepararnos para el Seder".
Rápidamente la mujer compró matzot, huevos, frutas, carnes y pescado y vino para las cuatro copas, y también ropa y zapatos para los niños.
En la víspera de Pesaj se vistió el jasid sus ropas festivas y fue al mercado a buscar al invitado. Pero no lo halló. Fue de calle en calle y de casa en casa preguntando: "¿Vieron un hombre anciano y elegante, que vino de tierras lejanas?"
Pero nadie lo había visto.
El jasid estaba muy triste y cuando se puso el sol, fue tiempo del rezo y el invitado no aparecía, fue el jasid a buscar al rabino y le contó todo lo sucedido.
Le contestó el rabino: "El anciano que encontraste era Eliahu Hanavi, que vino en tu ayuda. El nombre que te dijo, Nisim, nos recuerda al milagro de Pesaj, en donde salimos de Egipto, de la esclavitud a la libertad".
Los niños de Jerusalén
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Los niños de Jerusalén
Un visitante de la ciudad de Atenas, escuchó que los niños de Jerusalén eran muy sabios.
Dijo entonces, "Viajaré a Jerusalén y comprobaré si de verdad son tan inteligentes". Tomó un barco y luego de un viaje por tierra llegó a la ciudad.
Vio a un niño pequeño, le dio unas pocas monedas y le pidió que le traiga una comida del mercado, que lo satisfaga y que le deje un poco más para el camino.
El niño fue y regresó con una bolsa de sal.
El visitante le preguntó: ¿sal, acaso se puede comer sal?
El niño le respondió: te traje lo que me has pedido, comida, que te satisfaga y que le deje un poco más para el camino.
El segundo día encontró otro niño y le dio unas monedas para que le compre queso y huevos. Al regresar el niño el visitante le preguntó:
-Dime niño, el queso es de una cabra blanca o negra
El niño le respondió: Tu eres mayor que yo y más sabio, así que dime tu, si los huevos que te traje, son de una gallina blanca o negra.
El visitante se enojó y dijo que los niños en Jerusalén no eran para nada inteligentes.
Rabí Yoshúa escuchó la conversación y les dijo que los niños eran tan inteligentes que no dejaban que nadie los molestaran o les hicieran trampas. Al primer niño le distes muy poca plata para el pedido que le hiciste y la sal, sirvió para todas tus exigencias. Con el segundo niño le hiciste una pregunta que no podía contestar y él te demostró lo mismo con su respuesta.
Y Rabí Yoshúa le contó una historia que le sucedió el día anterior, donde vio un niño con una canasta cubierta con una servilleta, y le preguntó que tenía en la canasta.
El niño le contestó, si mi mamá hubiera querido que sepas que llevo acá, no estaría tapada.
Todos entonces se rieron y comprendieron lo inteligentes que eran los niños de Jerusalén.
La almohada de plumas
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La almohada de plumas
Cuenta la historia que en un pueblo pequeño en un lugar de Europa, había un señor que tenía un problema muy serio: Le encantaba hablar mal del resto de las personas. Cualquier situación era buena para sus comentarios. Cada vez que oía una historia sobre alguien, se la contaba a sus amigos. Pero llegó el día que se arrepintió, se dio cuenta que había lastimado a muchas personas..
No sabía que hacer y decidió visitar al rabino de la ciudad para pedir su consejo. Al llegar a la casa, el hombre le relató toda la situación al rabino.
Entonces el rabino después de pensar lo hizo regresar a su casa y le pidió que le trajera una almohada de plumas. El hombre no entendió nada, pero fue a su casa y regresó con la almohada de plumas rápidamente.
El rabino tomó la almohada y con un cuchillo la cortó por varios lugares. El hombre quedó asombrado, no entendía la relación entre la almohada y su problema.
Entonces el rabino le regresó la almohada y lo invitó a salir por todo el pueblo con su almohada de plumas. Cuando regresó cansado de las vueltas que había dado, el rabino le dijo que volviera a salir para juntar todas las plumas y guardarlas en la almohada. Primero el hombre se enojó con el rabino, creía que estaba loco, y comenzó a gritarle:
-¿Es qué tu crees que yo puedo regresar para que la almohada quede como antes? Con dificultad puedo yo encontrar algunas de las plumas que se volaron, pero todas, nunca, el viento las hizo volar lejos.
Entonces el rabino lo miró a los ojos y le dijo:
-Eso también ocurrió con tus palabras. La fuerza de las palabras que nosotros sacamos de nuestra boca, como las plumas ya se fueron, se dispersaron, se volaron. Y muchas veces es imposible regresar cada una de esas palabras a nosotros.
El hombre entendió la enseñanza del rabino y volvio a su casa determinado a no volver a comentar negativamente de otras personas.
Los seis años buenos
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Los seis años buenos
Sucedió hace muchos años que un hombre pobre y justo estaba en el campo trabajando la tierra con la azada. Con mucha dificultad, trataba de conseguir un poco de comida.
-No te preocupes, pasaremos esta época mala y vendrán tiempos mejores-le decía su mujer.
- ¿Cómo tú sabes eso?, le preguntaba el hombre a su esposa. Hay personas que tienen y hay otras que no tienen. Debemos estar contentos con lo que tenemos y no llorar por lo que no tenemos.
Pero en realidad el hombre no estaba nada feliz.
Un día mientras estaba en su campo, se encontró con el profeta Eliahu vestido como un caminante errante.
- "Shalom Aleijem" le dijo el caminante.
- "La paz sea contigo" le contestó el hombre mientras trabajaba la tierra.
- "Sabes... Te mereces recibir seis años buenos. Y puedes elegir en recibirlos inmediatamente o al final de tus días, cuando ya no tengas tantas fuerzas para seguir trabajando" le dijo el caminante
- "La verdad es que yo no te creo, y no tengo dinero para darte, así que mejor vete en paz" le dijo el hombre justo.
Al día siguiente regresó el caminante y le volvió a decir:
- "Debes saber que te corresponde recibir seis años buenos. ¿Quieres recibirlos ahora o al final de tus días?"
- "Disculpa, pero me cuesta creerte, continúa en paz tu camino" le dijo el hombre
A la mañana siguiente regresó el caminante por tercera vez. Vio el hombre que no desistía.
Entonces le dijo:
- "Iré a consultar con mi esposa"
Y ella le dijo que le pida al caminante que le traiga los seis años buenos ahora, pero el hombre seguía con su pensamiento que "Hay gente que tiene y quienes no tienen y así lo quiso Dios".
La esposa enojada le preguntó:
- "¿De dónde sabes tú, qué es lo que Dios quiere para nosotros? Si Él quiere que tengamos seis años buenos ¿quién eres tú para interferir?"
- "¿Tú crees que es voluntad del Creador la oferta del caminante que pasó con su ropa rota?. Mira lo que haré, iré a pedirle ya los seis años buenos. Así comprobaremos que sus palabras son solo fruto de su imaginación".
Fue entonces el hombre justo al caminante a pedirle los años de bonanza.
- "Regresa a tu casa y antes de llegar a tu puerta te encontrarás con la bendición" le dijo el caminante.
Se rió el hombre y siguió arando la tierra. Y comenzó a pensar que tal vez no debía haberse enojado con su esposa ya que lo que el caminante tal vez quería era darle esperanza a sus corazones. O tal vez, si llegan las bendiciones a su vida. Dejó el hombre la pala y se fue a su casa.
Mientras tanto sus hijos jugaban en el patio de la casa, y excavando en la tierra uno de ellos encontró una moneda de oro . Muy entusiasmado se la mostró a su madre, y en seguida el hermano mayor encontró otra moneda más. Siguieron cavando la tierra y encontraron más monedas. La madre fue guardando las monedas que encontraban y dijo:
- "No nos mintió el caminante".
Encontraron suficientes monedas para poder vivir seis años. Cuando el hombre regresó a su casa, se enteró de las buenas nuevas, comprendió que el caminante, no era otro más que el Profeta Eliahu y agradeció a Dios por su regalo.
En la noche mientras que la familia estaba sentada, la esposa le dijo que tal vez se equivocaron y debían haber pedido la bendición para sus años de vejez cuando ya no tengan fuerzas de trabajar la tierra. Tal vez eso era cierto, pensó el hombre. Pero después de un rato dijo:
- Durante muchos años trabajé la tierra y no vi frutos de mi esfuerzo. Ahora Dios tuvo compasión de nosotros y nos envió está bendición. También nosotros debemos tener compasión por las demás personas. Vamos a ayudar ahora a quienes lo necesitan haciendo Tzedaká y buenas acciones y aportando algo de lo que Dios nos brindó.
Y así hicieron cada moneda que entregaban y usaban lo registraban en una pequeña libreta.
Al finalizar los seis años, llego el Profeta Eliahu hacia ellos y les dijo:
-"Han pasado los seis años buenos, es tiempo de llevarnos la bendición".
- "Cuando nos encontramos por primera vez consulté con mi esposa y por su consejo recibimos la bendición. Ahora también quiero contárselo a ella" dijo el hombre justo
- "Ven, acompáñame a mi casa".
Llegó el Profeta Eliahu a la casa y le dio la noticia a la esposa. Ella le entregó la libreta con todas las anotaciones, esperando que pudieran encontrar alguien más a quien darle la bendición.
Dios tomó consideración de todas las buenas acciones y la tzedaká que hicieron durante los seis años y decidió agregarles algo bueno sobre lo bueno, una bendición sobre cada bendición que ellos hicieron.
Desde esos tiempos, el hombre justo y su esposa continuan realizando de manera silenciosa buenas obras hacia los demás.
Los sabores de Shabat
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Los sabores de Shabat
Una vez los estudiantes del Baal Shem Tov, gran rabino y maestro jasídico, le pidieron que les muestre un verdadero Tzadik, un hombre justo.
Estuvo de acuerdo el Baal Shem Tov, con la condición que los estudiantes puedan observar sin emitir palabra, en absoluto silencio.
Fueron a la sinagoga para el rezo de la noche del Shabat, y el Baal Shem Tov, les señaló un judío pobre, con sus vestimentas gastadas, que rezaba y se lo veía con alegría en su rostro.
Cuando finalizó el hombre de rezar, salió de la sinagoga hacia su casa.
Detrás de él, lo siguieron el Baal shem Tov y sus estudiantes en silencio. Entró el hombre a su pequeña casa, y todos miraron desde la ventana, como con alegría decía:
-Shabat Shalom, esposa mía, mi dulce paloma, Ionatí!!!
-Shabat Shalom, esposo de mi corazón, le respondió.
–Ionatí dame el vino para el Kidush.
La mujer le mostró dos hogazas de pan que estaban bajo una servilleta blanca, y le dijo:
-Mi querido esposo, no tenemos vino para el kidush, toma el pan para bendecirlo.
Santificó el hombre el Shabat sobre el pan y su rostro continuaba irradiando alegría.
-Ahora Ionatí puedes servir el pescado.
La esposa trajo una bandeja de fríjoles, que compartieron. Se sentaron y comieron juntos, cantaron canciones de Shabat con gran placer.
-Ahora, Ionati puedes traer la deliciosa sopa con almendras.
La mujer volvió a servir en los dos platos un poco más de fríjoles. Comieron y disfrutaron con agrado la cena de Shabat. Las canciones que entonaban alegraban la casa, y las bellas melodías salían de la ventana y llegaban hasta el cielo.
-Bendito es Hashem, que nos permite tener un Shabat tan hermoso.
Y la esposa le sirvió un poco más de fríjoles, y comían con gusto como si deleitarán una carne tierna y sabrosa y otro tipo de manjares.
Y sus rostros brillaban aun cada vez más. Después de comer, siguieron cantando y bailando las canciones de Shabat y uno le decía al otro:
"Alegrémonos con lo que tenemos, que agradable es nuestro destino!" (como dice una parte de la plegaria)
Cuando los alumnos del Rabi Baal Shem Tov vieron eso, comenzaron a llorar de la emoción y le dijeron a su maestro:
-Gracias Rabi, que nos mostraste a esta familia que con poco podían alegrarse y transformaron el pan en vino y los fríjoles en manjares de Shabat. La voz de sus plegarias y melodías cubrieron toda la tierra.
Camino corto o camino largo
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Camino corto o camino largo
Un día Rabí Yoshúa Ben Janania debía ir a otra ciudad. Un tiempo prolongado caminó en un sendero largo y pavimentado. Pero cuando vio de lejos los techos de las casas, llegó justo a una bifurcación en el camino: dos senderos delante suyo, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno se veía de fácil andar, y el otro se veía cubierto de piedras y arena.
No sabía que hacer Rabi Ioshua, qué camino tenía que elegir?
Miró para todos lados y vio un niño sentado cerca sobre una piedra. Se acercó a él y Rabi Yoshúa le preguntó:
-Hijo, cuál es el camino que conduce a la ciudad?
-Por los dos caminos se llega a la ciudad.
-¿Y por cual de ellos llegaré más rápido?
-Ese, dijo el niño señalando uno de los caminos "es un camino corto, pero largo"
Después señalando el otro camino agregó:
-"Y ese es un camino largo, pero corto"
No entendió Rabí Yoshúa el propósito del niño y pensó:
No debe haber una gran diferencia entre los caminos. Iré por el camino corto que es el que parece más fácil, y podré llegar más rápido a la ciudad.
Comenzó a caminar Rabí Yoshúa y aunque el camino se veía corto y fácil, rápidamente se acercó a la ciudad cuando vio de repente que el camino no tenía salida. Delante suyo había jardines y plantaciones de flores y frutos. Para seguir iba a tener que treparse a los cercos y buscar senderos y pasajes y quién sabe, cuando llegaría finalmente a la ciudad.
Volvió Rabí Yoshúa al cruce de caminos y el mismo niño a quien le preguntó seguía sentado ahí, le dijo:
-"Niño, ¿me dijiste que ese era un camino corto?"
-"Pero también le dije que era largo", le contestó el niño.
Acarició Rabí Yoshúa con respeto la cabeza del niño y le dijo:
-"Dichoso Israel, que está lleno de sabiduría, desde los grandes a los pequeños. Algo muy importante aprendí hoy: Hay caminos que se ven cortos y en realidad son largos y dificultosos, y hay caminos que se ven largos pero en realidad son más cortos y directos"
Fue entonces Rabí Yoshúa por el segundo camino. El comienzo no era muy fácil y también fue un poco largo, pero por ese camino llegó finalmente a la ciudad.
El bien común
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El bien común
Sucedió una vez que un señor estaba quitando las piedras de su campo.
Hacía muy bien el hombre que alejaba las piedras que evitaban que crecieran las plantaciones que tenía. ¿Pero qué es lo que este señor hacía? En vez de juntar todo en una esquina del campo, o construir con ellas una cerca a su alrededor, las tiraba al lugar que le era más cómodo, un camino que pasaba al lado de su campo. Esto lo hacía solo porque era muy haragán.
Por ese camino que estaba pegado a su campo pasaban todos los días muchas personas que estaban en camino a sus casas o trabajos.
Por supuesto que las piedras molestaban el recorrido, pero en eso no se preocupaba el dueño del campo, ya que solo pensaba en su necesidad y comodidad.
Un día pasó por el lugar un hombre muy bueno y piadoso. Cuando vio como se comportaba el dueño del campo, se preocupó con tristeza y le dijo:
-"Señor!! ¿Qué es lo que está haciendo?" Eso es poco inteligente ¿Por qué sacas las piedras de un lugar que no te pertenece a uno que te pertenece?
El hombre interrumpió un momento su tarea, miró al caminante que le hablaba y comenzó a reírse mucho.
-"Poco inteligente eres tu", le dijo con burla ¿Qué estás hablando? Es todo lo contrario. De mi lugar estoy sacando las piedras al lugar que no es mio, el camino!
Y el hombre bueno y piadoso no le contestó. Movió su cabeza y continuó su camino, mientras que el dueño del campo siguió tirando piedras como si nada y riéndose por una hora más, sobre las extrañas palabras que le dijo el caminante.
Pasó un largo tiempo, tal vez meses o años y el dueño del campo, empobreció y tuvo que vender su propiedad, pasando a trabajar un campo de otra persona como un simple trabajador.
Una tarde regresando a su casa de su trabajo, estaba pensando en los días de abundancia cuando era dueño de su propio campo, se distrajo. Se tropezó con unas piedras y se cayó.
Con mucha dificultad se levantó, todo adolorido. Miro a su alrededor, para ver donde estaba, y de repente reconoció el lugar: ese era el camino que pasaba junto al campo que tuvo una vez. También reconoció con seguridad la pila de piedras que el mismo tiró mientras limpiaba su campo.
Y entonces pensó: Cuán inteligente y cuánta razón tenía ese hombre!! Que equivocado estaba yo, y que sabio fue el caminante.
Ese campo del cual saqué las piedras ya no es mio, y el camino en donde las arrojé, es tan mio como de cada una de las personas que transitan por acá. Pertenece a todos.
Al final de cuentas, dañe a todos, inclusive me dañe a mi mismo.
Saber pedir prestado
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Saber pedir prestado
Esta historia la contó Rabi Aja
Hace muchos años en una aldea pequeña vivían dos señoras. Eran vecinas, y muy diferente era una de la otra. En lo alto de la colina vivía una señora muy flaca y alta, muy seria y muy enojada. Hablaba muy groseramente y poco amable.
Las palabras «gracias» y «por favor» ni las conocía. En lo bajo de la colina, en una casa de ladrillos rojos y un patio pequeño, vivía una señora muy alegre y regordeta. Sonreía a todo el mundo, ayudaba a todos y era educada y muy agradable.
«si, si y mil gracias», eran palabras que siempre salían de su boca.
Entre las dos casas pasaba un camino largo y angosto, cubierto de piedras, pequeñas y grandes, algunas que sobresalían y otras que no. En el camino siempre había niños pequeños y grandes saltando y jugando.
Un día de la casa en lo alto de la colina salió la señora muy flaca y alta, muy seria, enojada y muy apurada. ¿Y el enojo por qué era? Es que estaba preparando una gran cena, e iba a recibir muchos invitados, cuando vio que le faltaban sillas. ¿De dónde iba a sacar esas sillas? Pensó y desde adentro se contestó: Debo tomar prestada de las vecinas.
Rápidamente corrió por el angosto camino de piedras pequeñas y grandes que recorre las casas de la aldea.
"Fuera del camino, niños, no ven que estoy apurada", gritó a los niños que jugaban.
Al lado de una casa se paró. La puerta estaba cerrada y sin golpear, ni pedir permiso, entró.
"Necesito sillas, rápido, ya!! Estoy muy apurada".
La vecina le contestó, "no tengo ahora, lo siento".
Así pasó la señora muy seria y muy apurada de vecino en vecino sin conseguir ninguna silla. Se sentó en una piedra en el camino pensando "¿Cómo es que no queda ni una silla en el pueblo?"
En ese mismo momento de lo bajo de la colina, en la casa de ladrillos rojos y un patio pequeño, salió la señora muy alegre y regordeta. También ella estaba muy apurada, yendo por el camino, sonriendo a todo el que veía, y alegrándose con ella los niños que jugaban.
Una niña le pregunta hacia dónde iba y ella con detalle contestó que tenía que preparar una cena para varios invitados dándose cuenta que le faltaban sillas, es por eso que iba a pedírselas prestado a algunos vecinos.
Llegó a la casa de la primera vecina, golpea la puerta y le abre la dueña de la casa.
"¿Buenos días, cómo está?" preguntó la señora muy alegremente.
Contestó la vecina dueña de la casa, "Bien, gracias!"
"¿y su esposo, cómo se siente?"
"Excelente!"
"¿y los niños?"
"Traviesos ellos, jugando en el patio. Pero entre por favor, ¿qué es lo que necesita?"
"Necesito algunas sillas para la casa, tengo invitados a cenar".
"Tome las sillas que necesite, por favor".
En lo alto de la colina entre las casas de la aldea pasa un camino largo y angosto. Un camino cubierto de piedras, pequeñas y grandes, algunas que sobresalían y otras que no. En el camino siempre había niños pequeños y grandes saltando y jugando.
Por el camino van dos señoras, una alegre y en sus manos lleva sillas. La otra con cara seria y sus manos vacías.
Joni, el hacedor de círculos
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Joni, el hacedor de círculos
Eran los días de Shimón ben Shétaj y Joní HaMeaguél (el hacedor de círculos). Llegó el 20 de Adar cuando la gente estaba desesperada por lluvia, se abrieron los cielos y cayó lluvia para ellos.
¿Pero qué fue en realidad lo que sucedió?
La Tierra de Israel había sufrido sequía y hambruna durante tres años, y aunque rezaban, la lluvia no caía. Entonces las personas acudieron a Joní HaMeaguél y le dijeron: "Reza para que caigan las lluvias, sin las lluvias nuestros sembradíos se secarán"
Joni rezo y rezó, pero aún no llovía. Ni una gota cayó.
Entonces Joni tomo un palo, trazó un círculo y se colocó en su interior, como lo había hecho el Profeta Jabakúk, y dijo: "Ribono shel Haolam, Tus hijos han recurrido a mí ya que me consideran miembro de Tu casa. ¡Juro por Tu gran Nombre que no me moveré de aquí hasta que Te apiades de ellos!"
Entonces comenzaron a descender gotas de lluvia. Una llovizna suave cayó. Sus discípulos le dijeron: "Rabí, esto no es lo que queremos. Esta lluvia no alcanza para nada, nuestras plantas y ganados morirán".
Entonces Joni mirando hacia el cielo, dijo: "Amo del Universo, esto no es lo que Te pedí. ¡Te suplico que hagas caer lluvias que llenen las cisternas, los canales y los pozos!"
Ni bien terminó su plegaria las lluvias comenzaron a caer a cántaros. Se inundó todo, los pozos se desbordaron. Los Sabios estimaron que cada gota tenía la medida de un log (¡una medida de líquido que supera el contenido de una taza!)
Entonces le dijeron: "Joni, esto no es lo que pedimos, no queremos morir! ¡Esta lluvia destruirá todo! Qué pare ya!"
Joni les respondió: "Hijos míos, no moriréis". Luego dijo "Ribono shel Haolam, esto no es lo que Te pedí. Te ruego hagas caer lluvias buenas que traigan abundancia".
Las lluvias comenzaron a caer entonces como de costumbre. Sin embargo, los habitantes de Jerusalén tuvieron que ascender al Monte del Templo porque todas las casas estaban inundadas.
Le dijeron: "Así como has rezado para que comiencen las lluvias, reza para que se detengan".
Entonces Joni les respondió: "Se supone que uno no puede rezar para que el bien se detenga. Tráiganme un buey como ofrenda de agradecimiento a Hashem.
Fueron y trajeron el buey. El posó sus manos sobre la cabeza del buey y rezó: "¡Amo del Universo! Observa a Tu pueblo Israel, a quien Tú has sacado de Egipto con Tu brazo fuerte, poderoso y extendido. No pueden resistir Tu enojo desmedido ni Tu enorme bondad. ¡Sea Tu voluntad que haya alivio para ellos!"
Inmediatamente comenzó a soplar el viento, las nubes se dispersaron, el sol brilló, y la tierra se secó. La gente del pueblo bajó a los campos y con alegría vio que de la tierra habían brotado trufas y hongos.
La buena y mala lengua
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La buena y mala lengua
Cuentan una historia acerca de Rabi Shimon Ben Gamliel, quien era uno de los grandes sabios y presidente del Sanedrín, discípulo de Hillel y estudioso de la Torá. Muchos alumnos tenía Rabi Shimón y todos siempre estaban aprendiendo de su gran sabiduría. Tobi era su ayudante y aprendía junto a ellos.
Un día Rabi Shimón llamó a Tobi y le pidió que vaya al mercado y que compre la mejor comida que encuentre. Fue Tobi al mercado y le compró a un vendedor lengua de vaca y se la llevó al rabino.
-"Aquí tiene el mejor manjar que encontré en el mercado", dijo Tobi
-"¿Lo mejor? ¡qué bien! Gracias", dijo el Rabino al ver la lengua
-"Ahora Tobi, ve al mercado y por favor consigue la peor comida que encuentres", dijo el rabino nuevamente
Tobi se sorprendió y no entendió mucho el porque del pedido, pero regresó al mercado para cumplir el encargo. En el camino Tobi trató de pensar el por que del pedido, tendrá Rabi Shimón alguna lección que enseñarnos?
Pensó mucho Tobi y cuando creyó haber entendido el próposito de su maestro, entró al mercado directamente al puesto donde compró la vez anterior. Al llegar donde el rabino le entregó nuevamente una lengua de vaca.
Entonces Rabi Shimón al ver nuevamente la lengua le preguntó:
"¿Qué es lo que hiciste Tobi? Cuando te pedi que trajeras lo mejor del mercado trajiste lengua y al pedirte lo peor nuevamente me trajiste lengua". "¿Es acaso una broma?"
"No Rabi, no es ninguna broma, la lengua puede llegar a ser lo mejor si de ella salen palabras buenas y de aliento. Pero si utilizamos la lengua para palabras duras, que destruyen y dañan, la lengua es muy mala".
Rabi Shimón estaba feliz con la explicación de Tobi y fue a relatar lo sucedido a sus alumnos.
Pescado para víspera de Iom Kipur
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Pescado para víspera de Iom Kipur
Contaba Rabí Tanjuma que en la antigua Roma vivía un sastre judío.
Trabajaba muy duro y vivía simple y modestamente. La mayoría de sus ahorros, producto de las ganancias de toda la semana, los gastaba en compras para Shabat y las fiestas, momentos que honraba y estimaba mucho.
Un día, en vísperas de Yom Kipur, el sastre fue al mercado para comprar pescado para la comida especial del día, a sabiendas que era una gran mitzvá honrar el día con un buen festín, y el pescado era una cosa especialmente adecuada para la ocasión.
Buscó por todo el mercado pero no había en ningún lugar pescado para comprar. Finalmente encontró un pescador que tenía un enorme pescado en venta.
El sastre estaba muy contento y extrajo su monedero para pagar por él cualquier suma que el pescador pidiera. En ese preciso momento apareció un hombre vestido de uniforme y con apariencia de ser muy importante.
"¡Oye, pescador!", gritó el extraño.
"¿Cuánto quieres por el pescado?"
"El sastre judío llegó antes, mi señor. Lo venderé a él si está dispuesto a pagar mi precio", contestó el pescador.
"¿Acaso no sabes quién soy? ¡Soy el mayordomo del gobernador! Además, yo te pagaré más que el judío", dijo con firmeza el hombre uniformado.
El pescador no sabía qué hacer. Mientras tanto, se había reunido en el lugar una gran cantidad de personas que observaban con enorme curiosidad la discusión.
Alguien, de entre la gente, gritó:
"¡Véndeselo a quien pague más!"
"¡Yo te doy todo un dinar!", exclamó el mayordomo, con la esperanza de silenciar al sastre judío e impresionar al público al mismo tiempo.
"¡Toda una fortuna por un único pescado!", exclamaron algunos muy asombrados.
Pero antes de que superaran la sorpresa, el sastre hizo su propuesta.
"Dos dinares", dijo tranquilamente.
"¡Dos dinares!", rugió el público. "¿Has escuchado alguna vez algo así? ¡Dos dinares!
"¡Tres!", propuso el mayordomo.
"¡Cuatro!", respondió el sastre.
"¡Cinco!", ofreció el mayordomo, mostrando simplemente su irritación y desconcierto.
"¡Seis!", fue la oferta del sastre.
Así prosiguió el remate hasta que el sastre ofreció ni más ni menos que doce dinares por el pescado. En ese momento el mayordomo desistió de su intento de comprar el pescado, temiendo que su amo pensara que estaba loco si pagaba por él una cifra tan absurda como esa.
El sastre entregó el dinero, recibió el pescado, y se fue a su casa para prepararlo para el festín de vísperas de Iom Kipur.
Cuando el mayordomo regresó a su amo sin traer consigo pescado, y le contó lo que había sucedido en el mercado, el gobernador ordenó que trajeran al sastre judío a su presencia.
"¿Por qué has pagado semejante precio por un pescado?", preguntó el gobernador.
"Hoy es un día sagrado para nosotros, los judíos, señor gobernador", contestó el sastre.
"Es el día anterior a Yom Kipur, cuando nuestro Dios perdona todos nuestros errores si nos arrepentimos con sinceridad. En Yom Kipur ayunamos, pero el día anterior debe ser honrado con comidas especiales. Doce dinares era todo lo que yo había logrado ahorrar, pero cuando se trata de una mitzvá, eso no puede medirse en términos de dinero"
La sinceridad del sastre judío y su devoción hacia su religión impresionaron profundamente al gobernador y éste le dejó volver a su casa sin hacerle daño.
Poco imaginaba el pobre sastre qué recompensa lo esperaba allí. ¡Cuando su mujer abrió el pescado para limpiarlo, encontró en su interior una inmensa perla!
"Dios realmente nos ha recompensado", dijo el sastre.
A partir de entonces vivieron cómodamente por el resto de sus vidas, y cada año, cuando llegaba la víspera de Yom Kipur, la observaban todavía con mayores honores que nunca antes.
Rabi Shimón y la piedra preciosa
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Rabi Shimón y la piedra preciosa
Hace muchos años vivía un rabino llamado Shimón Ben Shetaj. El rabino tenía muchos alumnos que venían a estudiar con él Torá ya que era muy sabio. Disfrutaba mucho de estudiar, pero para poder conseguir el sustento para mantener a su familia trabajaba en el campo.
Todos los días al terminar sus estudios iba al campo a trabajar en la recolección del algodón llevando sobre su espalda lo cosechado al dueño del lugar. Según el peso del algodón que llevaba era la paga que le correspondía.
Como el trabajo era muy pesado, tampoco era mucho lo que lograba cargar y era poco el dinero que recibía.
Un día pasaron sus alumnos y vieron el trabajo duro que tenía Rabí Shimón Ben Shetaj y cada uno se quedó pensando:
-El Rabino siempre hace tanto por nosotros, qué podremos hacer por él?
Al final tuvieron un gran idea. Decidieron comprarle un burro, para que pueda cargar más algodón cada día, así su paga sería mayor.
Los estudiantes fueron al mercado y uno de los vendedores tenía un burro fuerte y muy trabajador para ellos. Les dijo: este es el burro más fuerte y fiel que tengo. Seguidamente el burro asintió con su cabeza. Entonces lo compraron y se lo llevaron de regalo al rabino.
Rabí Shimón se alegró mucho, agradeció y bendijo a sus estudiantes. De repente distinguió una cadena que tenía el burro con una piedra grande y preciosa. Quedaron todos sorprendidos y maravillados de esto. Los alumnos le dijeron que era una recompensa por su sabiduría y sus buenas acciones.
Pero Rabí Shimón no se alegró, miró a sus alumnos y les dijo: Ustedes, me compraron un burro, no una piedra preciosa, seguro el vendedor se olvidó que estaba la piedra sobre el burro. Debemos llevarle la piedra de regreso.
Los estudiantes junto al rabino fueron al mercado, regresando la piedra preciosa. El vendedor agradeció la honestidad y rectitud de Rabí Shimón Ben Shetaj.
"Regresar algo perdido es una gran Mitzva, muchas gracias que nos permitió cumplir este precepto".
El sabio y el rico
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El sabio y el rico
Una vez llegó un hombre sabio a una ciudad. Las personas le contaron que en esa ciudad vivía un señor muy rico, a quien le gustaba recibir a todos los visitantes, tratandolos muy bien y ofreciendoles comida deliciosa.
Entonces el hombre sabio pensó: "Iré yo también a la casa del hombre rico". Pero el sabio decidió presentarse con ropas viejas, gastadas y rasgadas.
Al llegar a la casa del hombre rico, tocó la puerta y escuchó pasos acercandose, sin embargo demoraron mucho en abrir la puerta. Cuando la puerta se abrio, no lo recibieron de manera amable, ni siquiera le ofrecieron una silla para sentarse, vo la comida en la mesa, pero nadie lo invitó a servirse.
Cansado de sentirse ignorado, el hombre sabio decidio marcharse, se dirigio a la puerta y nadie le dijo nada.
Al día siguiente decidio hacer una prueba, se vistió con ropas bellas y nuevas y regresó a la casa del hombre rico. Está vez fue recibido por el dueño de la casa con gran respeto. Lo invitó a sentarse a su lado en la mesa y lo honraron con todo tipo de manjares.
El hombre sabio decidió darles una lección. Se sentó sobre la alfombra y comenzó a guardar la comida en los bolsillos de su vestimenta.
¿Qué estás haciendo?- le preguntó el dueño de casa sorprendido.
A lo que el hombre sabio le respondió: Ayer vine con mis ropas gastadas y viejas y no te acercaste a mi y ni una migaja de pan recibí. Hoy me recibes y brindas todo tipo de manjares por mi bellas ropas.
Por eso yo las honro a ellas, ya que gracias a mi bella vestimenta recibí todas las buenas cosas que me has brindado hoy.
Con pena y dándose cuenta de su comportamiento incorrecto, el dueño de la casa agachó su cabeza y se disculpó.
Billetes o piedras
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Billetes o piedras
El señor Jaime era un hombre de negocios, dueño de una fábrica de calcetines. Un día se puso a pensar en la enorme fortuna que gracias a Dios había logrado y decidió subir al techo de la fábrica para observar en toda su magnitud, como sus trabajadores empaquetaban y subían las cajas de calcetines a los camiones que los llevarían a las diferentes ciudades del país.
Muy feliz se sentía el señor Jaime, tanto que ni se dio cuenta que un fuerte viento cerró la puerta que le permitiría bajar del techo. Cuando quiso bajar, se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada por dentro, la altura hacía imposible descender de cualquier otra forma.
El señor Jaime era un hombre inteligente, así que rápidamente ideó un plan para llamar la atención de sus trabajadores para que fueran a rescatarlo, les gritó muy fuerte "¡Auxilio!" pero no lo escuchaban, probó gritando por su nombre a cada trabajador que reconoció, pero ellos miraban para cualquier parte, menos hacia donde él estaba.
Entonces se le ocurrió lanzar dinero, abrió su maletín y dejó caer cientos de billetes, se imaginó que sus empleados se iban a preguntar "¿De dónde viene el dinero? Alguien lo debe haber dejado caer..."
Pero grande fue su decepción cuando los trabajadores recogieron el dinero muy entusiasmados celebrando su buena suerte, sin siquiera preguntarse de dónde venía el dinero.
Entonces el señor Jaime ideó otro plan, recogió pequeñas piedras del techo y comenzó a lanzarlas a los trabajadores, inmediatamente levantaron sus cabezas reclamando "¿Quien está tirando piedras?" Miraron hacia el techo de la fábrica y vieron al señor Jaime saltando de alegría.
Esta historia representa cómo nos relacionamos con Hashem, Él nos da vida, sustento, seres queridos y muchas otras bendiciones, pero muchas veces creemos que solo es suerte o ni siquiera lo valoramos, entonces Hashem tiene que utilizar otra estrategia para conectar con nosotros, nos lanza pequeñas piedras.
¿Y tú, qué prefieres? ¿Billetes o piedras?
El secreto de las Jalot
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El secreto de las Jalot
Cada día viernes la mamá de Nili está en su cocina y prepara una masa dorada y suave. Sonríe frente a su bandeja y sus labios entonan una canción.
Todos los viernes está Nili en la cocina en silencio, observando los movimientos suaves al amasar y escuchando como su mamá también canta y los pajaritos las acompañan con su melodía desde afuera.
La mamá de Nili pone dos trenzas en el horno caliente, y en pocos minutos el aire se impregna de su aroma y cuando salen del horno las jalot frescas, Nili siente que la santidad del Shabat ingresa en sus corazones.
En la noche del viernes se ponen las Jalot en la mesa de Shabat, y todo el que prueba de ellas se llena de felicidad y amor inmediatamente. Todos sienten en sus bocas un sabor especial, como del jardín de Edén. Entonces le preguntan a la mamá todos al unísono: ¿Qué es lo que pones a las jalot, qué tienes en tus manos?
Ella les contesta sonriendo: "Hay algo aquí muy especial, las especias de Shabat".
Un viernes frío y lluvioso, estaba la mamá de Nili en la cocina. Ella cocinó y cocinó y el tiempo pasó y se olvidó que la harina se terminó, y cuando quiso hornear las Jalot vio que ya era tarde. Con gran decepción se dio cuenta que no iba a llegar a preparar la casa y hornear las jalot.
La mamá le dijo a Nili: Ve rápido a la tienda, debes comprar las jalot, antes que cierre. Nili la escuchó con tristeza, ya que toda la semana ella espera al Shabat para probar la jalá especial de su mamá.
De repente Nili tuvo una idea: Yo vi muchas veces como mi mamá horneaba las jalot. Yo se casi exactamente como preparar jalá para Shabat, y puedo prepararla en lugar de mi mamá.
Corrió Nili rápidamente a la tienda de comida antes que cerrara. Compró harina, levadura y huevos. Luego le preguntó al vendedor: ¿Tiene usted las especias de Shabat?
El vendedor se rió y confundido le dijo a Nili: Ese es un condimento muy especial y está agotado. Pero para que no estés triste te daré a ti un dulce de color amarillo. Tomó Nili el caramelo, pagó por los ingredientes que compró, corrió a su casa y todo el camino muy afligida se preguntó: ¿Cómo prepararé la jala con ese sabor tan especial, si no tengo las especias de Shabat?
Al llegar Nili a su casa fue a la cocina directamente, con mucho cuidado ya que su mamá recién había limpiado los pisos de las escaleras. Comenzó Nili a mezclar y amasar con suavidad y emoción. Agregó cada uno de los ingredientes como aprendió de su mamá, cantando canciones de Shabat. Dejó la masa reposar, mientras tanto se sentó a cuidarla en la cocina.
Cuando la mamá entró a la cocina vio a Nili muy preocupada, y le preguntó qué le pasaba. Nili le contó que no tenía las especias de Shabat para preparar la jalá. Y le relató todo lo sucedido. Acerca de su decepción porque no estaban las Jalot y que había decidido hacerlas ella misma, que compró los ingredientes, los mezcló, amasó, esperó que leudara. Ya había decidido pedirle a sus papás que la pusieran en el horno. Solo le faltaba el condimento especial de Shabat.
Su mamá se sonrió de una manera única y le dijo: Yo te daré las especias de Shabat. En el momento que preparas la jalá, desde tu corazón debe salir una plegaria con mucha devoción, y decir "Lijvod Shabat Kodesh, Shabat Hamalka", (En honor a la Santidad del Shabat, la Reina Shabat).
"¿Ese es todo el secreto?" "¿Eso es lo especial?" "¿Esas son las especias del Shabat?" Preguntó Nili y su mamá con una sonrisa le contestó.
¡Qué linda se ve esta masa! Ahora juntas desde el corazón vamos a agregar las especias de Shabat. La mamá de Nili cerró los ojos y Nili la siguió, y juntas casi en silencio, las dos agregaron las especias de Shabat. Logró hacer Nili dos trenzas hermosas de la masa, y la mamá las puso en el horno. Pasó media hora, justo antes que entre el Shabat, y la casa se impregnó de ese aroma tan único. La mamá sacó las dos trenzas, frescas, doradas, maravillosas.
Cuando las pusieron en la mesa se veían muy bien, y todas las personas de la familia, cuando las probaron acordaron que esta vez tenían las jalot algo mucho más especial, y solo Nili y su mamá conocían el secreto. Esta vez tenían las jalot el doble del condimento único del Shabat.
Sobre un pie
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Sobre un pie
Hilel y Shamai eran dos sabios muy importantes en su época. Pero eran muy diferentes uno del otro. Hilel era suave y flexible en sus respuestas, su rostro siempre resplandecía.
Shamai era estricto y duro en sus contestaciones y de cara firme.
Cuando alguna persona llegaba a ellos para pedirles ayuda, sus respuestas siempre eran diferentes.
Por ejemplo una vez llegó una persona no judía frente a Shamai y le preguntó :
-¿Es que puedes enseñarme la Torá toda mientras que yo estoy parado en un solo pie?
Shamai frunció su ceño, y lo echo del edificio, sin decirle una palabra.
Fue entonces la misma persona hasta Hilel y le preguntó:
¿Y Tu, puedes enseñarme la Torá toda mientras estoy parado en un solo pie?
Sonrió Hilel y le dijo:
– Escucha bien, lo que tu odias que te hagan, no se lo hagas a las demás personas, esa es toda la Torá en un solo pie. Para el resto ve y estudia.
Hilel, un estudioso de la Torá
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Hilel, un estudioso de la Torá
Cuenta el Talmud acerca de los comienzos de los días del sabio Hilel, en la época del Beit Hamidrash de Shemaia y Avtalion. Hilel era un hombre simple y se esforzaba duro para conseguir su pan.
Todos los días salía a trabajar y del dinero obtenido una parte la usaba para su familia y otra le pagaba al cuidador del Beit Hamidrash, la casa de estudios más importante para poder escuchar una clase de Torá.
Era un viernes, y era el invierno. En Jerusalén hace mucho frío y en ocasiones cae nieve. Y ese día no consiguió ningún trabajo para ganar su sustento. Hilel estaba muy preocupado de como iba hacer para escuchar un poco de las enseñanzas de la Torá esa noche.
Llegó a la puerta del Beit Hamidrash y le suplicó al cuidador que lo deje entrar, pero no lo logró. Dio vueltas por el Beit Hamidrash y de repente vio una ventana en el techo e Hilel pensó que bajo esa ventana eran las clases de Shemaia y Avtalion. Es así que se subió al techo y por ese lugar pudo escuchar las palabras de Torá.
Fueron pasando las horas y comenzó a caer la nieve sobre Hilel, pero aun asi se quedó toda la noche escuchando desde afuera, en el techo, sobre la ventana. Las personas regresaron tarde en la noche a a sus casas. Pero Hilel estaba ahí, no tenía frío y se quedó pensando en las enseñanzas que había escuchado.
A la mañana siguiente de aquel helado viernes, en shabat, después de que habían estudiado toda la noche, Shemaia le dijo a Avtalion: “Que oscuro que está el salón esta mañana”, y al mirar por la ventana, vieron que el cuerpo de un hombre cubierto de nieve obstruía la entrada de la luz. Salieron de inmediato y se encontraron con el cuerpo medio congelado de Hilel.
A pesar de que era Shabat, lo recogieron e hicieron un fuego para calentarlo, untándolo después con aceite y ofreciéndole abundante comida. Dijeron ellos: “Hemos roto el Shabat, pero hemos salvado una vida que guardará muchos Shabatot por el que acabamos de romper.”
Desde ese día Shamaia y Avtalion hicieron que Hilel sea parte de la casa de estudios. Pasaron los años e Hilel pasó a ser uno de los grandes sabios de Israel por todas las generaciones y nunca se olvidó de esa noche fria que las enseñanzas de la Torá le dieron calor y fuerza a su cuerpo.
Hubo una vez una melodia
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Hubo una vez una melodia
Cuenta el relato que Rabí Baal Shem Tov fue la chispa que salvó a muchas familias de hundirse en la oscuridad y el vacío y así la chispa se convirtió en una inmensa llama que vencía las tinieblas.
Era conocido dentro de su comunidad como un hombre muy piadoso, justo y bondadoso. Se decía que Hashem escuchaba sus palabras cuando hablaba.
Desde entonces, cada vez que el gran Rabí Baal Shem Tov veía que se acercaba un decreto muy malo al pueblo judío, tenía la costumbre de ir a sentarse en un rincón determinado del bosque; allí encendía un fuego, recitaba una determinada oración con una especial melodia y se realizaba el milagro, desaparecía la desgracia.
Años más tarde, cuando su discípulo, el célebre Maguid de Mezritch, debía intervenir ante el cielo por idénticos motivos, se iba al mismo rincón del bosque y decía: "Señor del universo, escucha".
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"Yo no sé encender un fuego, pero todavía soy capaz de recitar la oración". Y se realizaba el milagro.
Posteriormente, el rabí Moshé Leib de Sasov, para salvar a su pueblo, iba también al bosque y decía: "Yo no sé cómo encender un fuego, tampoco me sé la canción, pero puedo localizar el rincón y esto debería bastar". Y bastaba, también allí se realizaba el milagro.
Luego le llegó el turno de enfrentarse ante las amenazas al rabí Israel de Rizhyn.
Sentado en su sillón, ponía su cabeza entre las manos y tarareaba unas palabras: "Yo soy incapaz de encender un fuego, no conozco la oración y ni siquiera puedo localizar el rincón en el bosque. Lo único que sé hacer es cantar la melodia"
Y este es nuestro tiempo, nosotros no sabemos prender el fuego, y nunca aprendimos la oración. Tampoco sabemos el lugar en el bosque, ni tampoco sabemos la melodía de esa historia. Pero hay una cosa y seguramente no es suficiente, pero al menos es algo. Nosotros sabemos que hubo una vez una melodía.
Y dicen que a Hashem le gustaba tanto esta historia, que con que una persona la cuente, Él está contento y complacido.
Este relato aparece en varias recopilaciones, y como la mayoría de los relatos se fueron transmitiendo de rabino a rabino, de generación a generación sin poder aseverar su origen pero con una fuerza increíble.
El Rey Salomón y la abejita
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El Rey Salomón y la abejita
El rey Salomón, tercer rey de Israel, vivía en su hermoso palacio rodeado de jardines y flores muy coloridas y de buen aroma.
Un día mientras el Rey estaba sentado en sus jardines pensando en grandes proyectos, sintió un gran dolor en su nariz. "¡Ouch!" Gritó el Rey Salomón, tocándose su roja nariz.
"¡Creo que fui picado por una abeja imprudente!" dijo el Rey
Es muy importante recordar que el Rey Salomón, reconocido por su sabiduría sabía hablar el lenguaje de los animales también. Entonces se dirigió a una joven abeja que estaba cerca de una flor.
"¿Por qué le hiciste esto a mi nariz?"
La pequeña abejita quería esconderse y desaparecer. Pero con mucha valentía le respondió:
"Su Majestad! Esto es lo que sucedió. Yo estaba volando por los árboles frutales, y de repente vi la flor más hermosa de este jardín real. Volé rápidamente para llegar a ella, pero su nariz se apareció en mi camino. Sin querer me choque y lo piqué" respondió con mucha pena la abeja.
El Rey salomón todavía dolorido, pero se sonrió y dijo: "Muy honesta y valiente eres. Te perdono por eso"
La abejita le respondió: "Muchas gracias Su Majestad! Algún día espero poder devolverle su generosidad".
El rey pronto se olvidó de la abejita, ya que la vista de la Reina de Saba estaba por suceder. Ella conocía acerca de la sabiduría del rey y quería ponerle una prueba para confirmarla.
Hizo que sus sirvientes trajeran 40 ramos de hermosas flores, pero de esos ramos solo un ramo era de flores verdaderas, las demás eran muy bellas pero artificiales.
"Ahora Su Majestad, frente a usted hay 40 ramos de flores, pero solo uno es hecho de flores naturales. Mírelas y dígame cuál es".
El Rey quedó paralizado. Cada ramo era igual al otro. Era una prueba muy difícil. Quiso acercarlas pero la Reina no lo permitió. El rey seguía muy preocupado, porque sin poder estar cerca y sentir su perfume iba ser casi imposible descubrir la verdad.
De repente escucho un zumbido cerca suyo, era la pequeña abeja que tiempo atrás pico su nariz. Nadie prestó atención en su presencia que señalaba el ramo de flores reales.
El Rey Salomón señaló las flores. Y mirando con una sonrisa a la abeja, le sonrió agradeciendo su ayuda y presencia.
Cuentan los sabios que el Rey Salomón nunca olvidó que cada criatura y ser viviente tenía algo para contribuir a la creación.
La pared Occidental
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La pared Occidental (Hakotel Hamaaraví)
Hace muchos años atrás en la ciudad de Jerusalén, durante el reinado del Rey Salomón, se realizó la construcción del Templo Sagrado, el Beit Hamikdash, un lugar para la plegaria de todo el pueblo de Israel.
Comenzaron a buscarse grandes piedras y árboles fuertes para el Templo. Todos los reyes de los países vecinos también ayudaron enviando arboles y piedras.
Una noche el rey Salomón tuvo un sueño muy extraño. En el sueño se le aparecía un ángel y le decía:
Salomón, Rey de Israel. Este Beit Hamikdash debe ser para todo el pueblo de Israel, por eso todos los habitantes deben participar en su construcción de acuerdo a sus posibilidades.
Al levantarse el Rey Salomón recordó sus sueño, y pensó cuan justas eran las palabras del ángel. Entonces el Rey Salomón juntó a todo el pueblo, los ricos y los pobres, los ministros y los oficiales, los Cohanim y los Levim y les dijo:
Pueblo de Israel, quiero cumplir con el mandato de construir un Templo para todo el pueblo de Israel, y es por eso que quiero que todos participen, construyendo con sus propias manos de acuerdo a sus posibilidades.
Entonces el Rey escribió en cuatro papeles: Norte, Sur, Este y Oeste.
Cada grupo escogió un papel: las personas ricas del pueblo sacaron el papel que decía Este, y Salomón los envió a construir la pared oriental. Los oficiales y ministros sacaron el papel que decía Norte y el Rey los envió a construir esa pared.
Los Cohanim y Levim sacaron el papel que decía Sur y el rey les dijo: Ustedes construirán la pared Sur.
Las personas pobres del pueblo sacaron el papel que decía occidente y el Rey Salomón los mandó a construir la pared occidental.
El trabajo comenzó y los ricos, oficiales, ministros, los Cohanim y los Levim contrataron trabajadores especializados para que construyan bien y rápido lo que les correspondía a cada uno.
Ellos pagarían por un trabajo muy bien diseñado y construido con mucho cuidado. El grupo de personas pobres del pueblo no podían pagar a constructores por su trabajo, pero también querían un trabajo bien hecho. Así que observaron como construían los expertos y fueron haciendo su parte de manera cuidadosa y muy bien terminada también.
Todos participaron en su construcción con mucha alegría y orgullo de realizar su parte en la construcción del Templo de Jerusalén, los hombres, mujeres y niños.
Los oficiales y ministros, las personas ricas y los Cohanim y Levim terminaron primero su trabajo, las paredes sur, norte y oriental estaban listas. Las personas pobres fueron los últimos.
Cuando estuvo listo, cuenta la historia que Dios le dijo a sus ángeles: "Que bella es mi casa, el Beit Hamikdash de Jerusalén. Pero de todas sus partes, es la muralla occidental, la más preciada para mi ya que la construyó el pueblo con sus propias manos".
Muchos años después cuando el Templo fue atacado por los enemigos de Israel, los ángeles con sus alas protegieron el Kotel Hamaaraví, para que no sea destruida. Y aunque el Templo fue quemado y destruido, el muro quedó, hasta hoy día fuerte y erguido en la ciudad de Jerusalén.
Rabí Akiva y Rajel
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Rabí Akiva y Rajel
En sus comienzos era Akiva pastor de Kalba Sabúa, un hombre muy rico y generoso. Kalba Sabúa tenía una hija muy hermosa y justa, llamada Rajel. Vio Rajel, que Akiva era un hombre sencillo pero muy honesto y le preguntó:
"Si me caso contigo, ¿irás a estudiar la Torá?"
Si, contestó Akiva, el pastor.
Después de eso se comprometieron en secreto.
Cuando Kalba Sabúa se enteró, expulsó a su hija de la casa y prometió desheredarla.
Rajel y Akiva se casaron igualmente y eran muy pobres, tan pobres que en el invierno dormían en un pajar. Akiva miró a Rajel y le dijo:
"Si pudiera, te regalaría una medalla de Jerusalén de oro".
A lo que Rajel respondío:
"Para mí seria más valioso que fueras a estudiar en el Bet Hamidrash, como prometiste"
Fue Akiva y estudió con los grandes maestros de aquella generación. Durante doce años estudió y reunió a doce mil estudiantes. En ese momento decidió volver a casa, pero antes de entrar escuchó a su esposa diciendo:
"Sí mi esposo viniera le diría que puede irse por doce años más"
Entonces se dio media vuelta y regreso a estudiar. Luego de veinticuatro años, regreso a casa con veinticuatro mil estudiantes.
Cuando el pueblo supo que un gran sabio venía a visitarlos, salieron todos a su encuentro, y también Rajel.
Las vecinas dijeron a Rajel:
"Toma prestadas ropas finas para estar muy hermosa delante de tu esposo".
Pero ella les respondió:
"Conoce el justo el alma de su animal doméstico" Una cita de proverbios.
Rajel se acercó a él y cayó al suelo para besarle sus pies. Los discípulos del maestro quisieron alejarla, pero Rabí Akiva les dijo:
"Dejenla. Mi Torá y la vuestra, a ella se la debemos todos".
Kalba Sabúa se enteró que un Rabino muy importante llegó a la ciudad. Y sin saber que era el esposo de su hija Rajel, pensó: "Iré a verlo, así tal vez este gran sabio sea capaz de anular lo que prometí hace años con mi hija".
Le dijo Rabi Akiva a Kalba Sabúa : "¿Si hubieras sabido que el esposo de tu hija se convertiría en un hombre importante, hubieras hecho esa promesa?"
Le contestó Kalba Sabúa: "Si él hubiese sabido un solo capítulo o una sola ley no hubiese hecho yo la promesa".
Le dijo entonces Rabi Akiva: "Yo soy aquel hombre, tu promesa queda anulada".
Entonces se abrazaron después de mucho tiempo.
El tesoro bajo la estufa
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El tesoro bajo la estufa
Una mañana, el piadoso Rabino Eizik Ben Jekl de Cracovia despertó sobresaltado, habia tenido un sueño de los más particular, en su sueño le aconsejaban viajar a la ciudad de Praga y excavar debajo del puente que conduce hacia el palacio real, pues allí encontraría un gran tesoro escondido para él.
Ese sueño se repitió varias noches, tanto fue que el Rabino decidió viajar a pie a la capital de Bohemia. Cuando llegó al puente, vio allí a un guardia real caminando de ida y vuelta. Todo el dia se quedó el rabino buscando el momento oportuno para empezar a excavar.
El guardia notó la presencia del rabino y comenzó a sospechar de sus intenciones, es por esto que se acercó y le preguntó sobre el motivo de su visita. El rabino con temor le reveló toda la verdad con respecto a su sueño y su deseo de comprobar si era cierto.
El guardia estalló en risa.
"¿Quieres decir que tú has recorrido un camino tan largo por un sueño?"
-Parece que ese es el destino de aquella gente que cree en ellos. Si yo creyera, también ya hace tiempo tendría que haberme ido a la ciudad de Cracovia, buscar la casa de un judio llamado Eizik Ben Jekl y excavar debajo de su estufa, ya que según mi sueño allí se encuentra un tesoro muy importante. ¡Eizik Ben Jekl!
"La mitad de los judíos de esa ciudad se llama Eizik y la otra mitad se llama Jekl. Eso significaría que tendría que excavar debajo de cada casa de la ciudad!"
Así habló el guardia y no dejó de reír. Cuando Eizik Ben Jekl escuchó sus palabras, se despidió de él y regresó a su casa. Apenas llegó, excavó una fosa bien profunda debajo de su estufa y descubrió allí un tesoro de mucho valor, con el que construyó una sinagoga, que siguió existiendo durante muchos años.
Este cuento se basa en la enseñanza del Talmud que dice "Un sueño que no es interpretado es similar a una carta que no es leída".
Parientes cercanos
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Parientes cercanos
Aquel hombre llegó a la ciudad de Berdichev lleno de esperanza. Había hecho un largo viaje, que le costó todo el dinero que tenía, pero pensaba que valía la pena, pues estaba por recuperarlo, y además alzarse con la suma que necesitaba tan urgentemente.
Tocó la puerta de aquella casa, y lo atendió su dueño.
El hombre preguntó si el dueño de la casa responde al nombre que le dieron, a lo que recibió una respuesta afirmativa.
"¿Puedo pasar? He venido de muy lejos, y necesito hablar con usted".
"Adelante. Dígame de qué se trata".
Cuando estuvieron sentados uno frente al otro, el hombre empezó a hablar: "Vivo en una aldea muy lejana de aquí, donde me cuesta mucho conseguir mi sustento. Y ahora, por un lado tengo que agradecer a Hashem que mi hija se ha comprometido. Pero por otro lado, no tengo el dinero para casarla...".
El dueño de la casa se quedó en silencio, mirándolo como diciéndole: "¿Y?".
Entonces el hombre prosiguió:
"Tengo entendido que usted es mi pariente, y además Hashem le dio una posición económica acomodada, por lo que es el presidente de esta Comunidad".
"Por eso he venido a apelar a su generosidad, para que me proporcione la suma que necesito".
"¿Cuánto es lo que necesita?".
"Sesenta mil rublos…".
"¡Sesenta mil rublos!" repitió el dueño de casa mientras se levantaba de su asiento, "¡Eso es mucho dinero!" Y dígame: "¿Por qué dice usted que somos parientes?".
El hombre le explicó la relación familiar que los unía, y luego el dueño de casa dijo:
"Bueno. No somos parientes tan directos que digamos… Tenemos un vínculo de quinta generación…".
Lo pensó un poco y agregó: "En vista de ello, le voy a dar sólo una quinta parte de lo que me pidió: Doce mil rublos".
"¡Pero no me va a alcanzar! ¡Si no reúno esa suma no podré casar a mi hija!".
"No discutamos. O la toma, o la deja".
El hombre se levantó, y respondió apesadumbrado:
"No, gracias…" y se retiró inmediatamente.
Desesperado, sin saber que hacer, se le ocurrió ir a la casa del Rab de la ciudad: El renombrado tzadik Rabí Leví Izjak de Berdichev, el "Baal Kedushat Leví". Cuando estuvo allí, le contó al Rab todo lo que había pasado. Luego de escucharlo, el Rab le dijo:
"Déjalo por mi cuenta. Mañana es el primer día de Selijot, y tengo una idea que puede solucionar tu problema".
Al día siguiente, todos los hombres de la ciudad se dieron cita en el Bet Hakneset a la madrugada, para dar comienzo al primer día de Selijot. Estaban todos, pero extrañamente el Rab aún no había llegado. Esperaron un rato, y el presidente de la comunidad se preocupó por la tardanza del Rab, por lo que tomó la decisión de ir personalmente a su casa a ver qué le pasaba.
Tocó la puerta, y lo atiende el Rab.
"¡Rabí! Pensé que le había pasado algo. Lo estamos esperando para comenzar a recitar los Selijot".
"No voy a ir", anunció el Rab.
"¿No va a venir? ¿Es que no se siente bien o hay algún problema?".
"No. No es eso. No voy a ir porque Hashem no va a escuchar nuestros pedidos".
El hombre se quedó perplejo.
"¡Jas Veshalom! ¿Por qué dice usted eso, Rabí?".
"Te voy a explicar: En los Selijot, nosotros le hacemos a Hashem muchos pedidos, e invocamos el nombre de Abraham Abinu. Imagínate: ¿Cuántas generaciones hay desde Abraham Abinu hasta hoy?
¡Cientos de generaciones!"
¡Tú le quisiste dar a una persona la quinta parte de lo que te pidió, porque es pariente tuyo de quinta generación! Con ese criterio, ¿cuánto nos tocaría a nosotros, de lo que le pedimos a Hashem por ser hijos de Abraham Abinu? ¡Una parte insignificante! ¡No! ¡No vale la pena ir a Selijot!".
El hombre captó el mensaje, y bajó la cabeza avergonzado. Entonces el Rab lo tomó del hombro, y le dijo:
"Hijo mío: Todos los Yehudím somos parientes cercanos, y este hombre, aunque no te una a él ningún vínculo familiar, es tu hermano, por lo que debes ayudarlo a casar a su hija. Demuéstrale a Hashem que aunque pasen las generaciones, todos los integrantes del Am Israel somos como un solo cuerpo, con un solo corazón, y cuando invoques los nombres de Abraham, Izjak y Iaacob, te dará todo lo que le pidas...".
¿Quién hizo todo esto?
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¿Quién hizo todo esto?
Extraido de Maase Abot, Relatos jasídicos.
En un país lejano, muy lejano, vivía un rey que era bondadoso con los judíos y los habitantes de aquella nación no los molestaban por el hecho de ser judios.
El rey vivía tan bien con ellos por una razón: había dedicado mucho tiempo a la lectura de libros hebreos, y a otros que trataban sobre los judíos y sabía bastante de Torá.
Admiraba en secreto el amor con que los judíos vivían entre sí, su paz, su armonía. Por eso el rey había elegido como amigo intimo nada menos que al Rabino de la Comunidad.
A menudo el rey llamaba a su amigo a su oficina privada, donde discutía con él sobre toda clase de temas, pero especialmente sobre filosofía y religión. El rabino, que era profundo conocedor de la Torá, contestaba todas sus preguntas, resolvía sus dificultades y le explicaba los conceptos confusos.
Un día el rey lo llamó para preguntarle sobre algo que lo preocupaba.
"Estudiando vuestra religión aprendí que para ser un judío ortodoxo hay que creer en un Dios, Creador de la tierra y del cielo. Y, mi querido erudito, antes de Creer en Dios debemos estar seguros que existe. ¿Por qué aceptar su existencia?
Y si lo aceptamos ¿por qué creer que, fue Él quien hizo el universo? ¿Por qué no poder decir que se hizo sólo? ¿Qué pruebas puede darme usted de que realmente Dios creó el mundo?"
El rey, entusiasmado por sus propias palabras, se inclinó ligeramente hacia su interlocutor. Accidentalmente volcó con el codo un tintero que se encontraba sobre el escritorio, manchando varios papeles blancos que estaban allí apilados. El soberano pegó un salto, murmurando algo sobre su propia torpeza. Avergonzado por su descuido no llamó a sus criados, pidiendo disculpas a su amigo por abandonarlo unos momentos.
Ni bien el rabino quedó solo tuvo una idea brillante. Rápidamente pasó al otro lado de la mesa, tomó los papeles manchados y los arrojó al canasto. Luego, sobre una hoja limpia comenzó a dibujar un paisaje con montañas, árboles, y casitas. Debido a su habilidad en el dibujo logró terminarlo en poco tiempo.
Lo colocó al lado del tintero volcado dando así la impresión de que aún goteaba tinta sobre el papel. En ese preciso instante el monarca regresó a la habitación y pidió perdón al Rabino por haberlo hecho esperar tanto tiempo. En el momento en que iba a tirar los papeles del escritorio, vio el dibujo bajo el tintero volcado.
"¿Qué es esto?", preguntó. "¿Cómo llegó aquí?"
Estaba sorprendido al encontrar un hermoso paisaje en el lugar en que recordaba haber dejado unos cuantos papeles manchados. Como entendía mucho de arte, notó que estaba hecho por una mano hábil.
El rabino sonrió, mientras decía: "¡Oh, no es nada! Se hizo solo". "Al caer la tinta, los papeles se mancharon de ese modo".
"¡Por favor!" exclamó el rey. "Usted no puede decir esas tonterías. ¿Cómo puede sugerir algo así?
Nada se hace solo. ¿Así que estas montañas, los árboles, y la simpáticas casitas se han hecho solas? ¡Es claro como el día que alguien ha hecho este dibujo!"
"Bueno" admitió el rabino "Acompáñeme por favor a la ventana, quisiera mostrarle algo".
Ambos se asomaron a la ventana, que daba a los jardines del palacio y de la cual se tenía una vista de la ciudad y de las montañas. Señalando los altos árboles, el sabio judío dijo: "Su majestad, podría usted decirme de dónde han venido estos magníficos árboles? ¿Y quién creó las montañas? Observe ese jardín, mire esas fragantes flores. ¿Quién las ha hecho? ¿Cree Ud. posible que se hayan hecho solas?"
"Claro que no. Usted mismo dijo hace un momento que nada se hace solo. ¿verdad?"
"SI, su alteza, yo he dibujado el paisaje que encontró en el escritorio. Lo he hecho con el fin de contestar a la pregunta que me había formulado".
"Le he probado que Dios existe; porque sino ¿Quién hizo los cielos, el sol, las estrellas, quién llenó los océanos y formó las montañas sino El?" y continuó "No sólo creó Dios el universo hace miles de años, sino que lo mantiene existente en este mismo momento".
El monarca quedó satisfecho e impresionado con la respuesta. Le preguntó entonces qué podía hacer por él en agradecimiento a su brillantez.
Y el erudito hebreo repuso: "Lo único que puedo pedir a su majestad es que siga mostrando su benevolencia hacia mi pueblo, como lo ha hecho hasta ahora, permitiéndole seguir adorando a Dios como lo indica la Torá".
Amén y milagros
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Amén y milagros
Extraído de "Sólo una palabra: Amén"
Un alumno del Rab Elie Lopián, acompañó una vez a su Rab en un viaje en tren desde Jerusalén a Haifa. Luego de recitar Tefilat HaDerej, Rab Elie se disculpó y se ausentó unos instantes. A los pocos minutos regresó y le pidió a un policía que estaba parado a su lado que reuniera a todos sus colegas, que viajaban con él. Cuando estuvieron todos a su alrededor, Rab Elie anunció:
"Ahora voy a recitar la bendición de Asher Yatzar. Escúchenla, y cuando termine, por favor, respondan Amén".
Todos los policías, que no eran religiosos, aceptaron.
Entonces el Rab Lopián comenzó a recitar la bendición en voz alta, lenta y meticulosamente, palabra por palabra. Cuando concluyó, los hombres respondieron Amén al unísono.
A los pocos minutos, hubo una frenada estridente y el tren se detuvo en forma abrupta. Los policías saltaron de sus asientos y salieron rápidamente del tren.
Durante media hora los pasajeros, nerviosos, permanecieron sentados, preguntándose cuál era la razón de la misteriosa demora. Finalmente, el tren empezó a andar nuevamente, y a tomar velocidad. Entonces se abrió la puerta del vagón y los policías regresaron a sus asientos con los rostros rebosantes de emoción.
Los pasajeros, curiosos, rodearon a los policías, exigiendo una explicación y el sargento todavía con voz temblorosa por lo que había presenciado, dijo:
"Descubrimos una bomba en los rieles. Si hubiera explotado, ni ustedes ni nosotros habríamos vivido para contarlo. ¡Nos salvamos por un milagro!".
Los pasajeros miraron a Rab Elie y recordaron cómo había insistido en que todos respondieran Amén luego de su berajá. De repente quedó claro por qué había querido que todos tuvieran ese mérito.
Con el tiempo, uno de los policías relató que le bastó solamente escuchar al Rab recitar aquella berajá para retornar a las fuentes y hacer teshuvá.
La araña del Rey David
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La araña del Rey David
Antes de ser el famoso Rey de Israel, David era el arpista del Rey Saúl. Cierto dia, practicaba una nueva melodía en su arpa. Se estaba preparando para tocarla frente al rey.
De repente una araña cayó frente a sus narices.
"Hola, mi nombre es Beny". Y señalando un rincón del techo, continuó diciendo:
"Nosotros somos vecinos, yo vivo en ese sector y me gusta mucho escuchar cuando tocas el arpa, siempre te sigo".
David y Beny se volvieron amigos. Cuando David tocaba su arpa, Beny tejía su telaraña. Las manos de David y de Beny se movían constantemente.
David un día le dijo: "Beny, tu tejes tu red tan rápido como yo toco el arpa".
Y Beny respondió: "Yo lo hago mucho más rápido".
Tiempo después, el Rey Saúl se enojó con David porque este era muy querido y el Rey se puso celoso.
Yonatán, el hijo del Rey Saúl le dijo: "Debes irte del palacio y esconderte de mi padre".
Esa noche corrió David fuera del palacio y cuando el Rey se enteró salió con sus soldados a perseguirlo. David buscó donde esconderse y después de unos días encontró una cueva.
Muy cansado de escapar entró a la cueva. De pronto al mirar sobre su hombro se encuentra a su amigo araña.
"¡Beny! ¡Qué contento que estoy de verte, amigo!". "Los soldados y el rey me están buscando y yo quiero esconderme, pero no creo que lo logre aquí por mucho tiempo". "Tan pronto vean la cueva, me encontrarán y me llevarán preso".
"David, no tengas miedo", dijo Beny. "Tù descansa y yo mientras tanto voy a tratar de hacer de esta cueva un lugar mucho más seguro…"
David repentinamente se despertó por el ruido de los soldados.
"Ahí llegaron", murmuró con miedo. "No tengo escapatoria".
"Nuestro Rey, ¡encontramos una cueva!", gritaron los soldados
"Muy bien, busquen a David que debe estar escondido", dijo el Rey
David con miedo escuchó pasos, estaba muy quieto, y dijo para sí: "Ya me van a encontrar"
Pero entonces escuchó "David no puede estar aquí. Miren esta red, esta telaraña tan grande... Nadie entró aquí por mucho tiempo".
Y qué fue lo que sucedió: Mientras David dormía, la araña Beny rápidamente tejió la red para que toda la entrada quede cubierta.
Así fue como Beny la araña salvó a David del rey Saúl y sus soldados.
Tiempo después, David fue Rey de Israel.
"Está bien, lo admito", dijo David a su amigo, la araña Beny. "Tú eres más rápido".
"¡Lo sé! ", dijo Beny y sonrió.
Esta divertida historia nos enseña la importancia de la amistad y de tratar a otros con respeto y amabilidad. Cada parte de la creación tiene un propósito y no sabemos cúando algo incluso muy pequeño nos puede librar de grandes problemas.
El niño del Talmud Torá
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El niño del Talmud Torá
extraido de El Baron Rothchild
Siendo aún niño, podía apreciarse en Rab Jaim de Voloshin su aguda inteligencia.
Su padre, Rab Itzjak, uno de los más grandes y adinerados comerciantes del pequeño pueblo Voloshin, tenía estrecha relación con el feudal de ese lugar.
Un día, mientras el pequeño Jaim de 11 años estaba almorzando a su regreso del Talmud Torá, se oyó de pronto el ruido de caballos.
Un carro con cuatro arrogantes corceles se detuvo frente a la casa, descendiendo del mismo el Feudal del lugar que fue muy bien recibido por Rab ltzjak quien lo invitó a pasar a su casa.
Después del saludo y primera conversación, se dirigió el feudal a Rab ltzjak diciendo:
“Hoy no vine a verte por asuntos comerciales, sino simplemente para pedirte opinión acerca de un cálculo complejo, por el cual hace ya muchos días vengo rompiéndome la cabeza sin llegar a conseguir el resultado exacto”.
“A sus órdenes, señor", contestó Rab ltzjak.
“Tú sabes", dice el feudal, "que mi padre falleció hace dos años". "Dejó mucho dinero y riquezas".
"También dejó un testamento que de acuerdo al mismo obramos, repartiendo la herencia como era su voluntad.
Sin embargo, había una cláusula que de ninguna manera podemos cumplir”.
"Se trata de lo siguiente: mi padre tenía diecisiete caballos de categoría, los cuales eran su orgullo ante sus amigos".
Escribe entonces en su testamento que de esos caballos, ni siquiera uno sea vendido, sino que sean repartidos de esta forma:
1) El mayor de los hermanos debe recibir la mitad de los caballos.
2) El segundo hermano recibirá la tercera parte de los mismos,
3) El menor heredará una novena parte.
"Vamos, pues, a repartir los caballos entre los tres hermanos, pero… ¡no hay caso! ¡Es totalmente imposible!"
He aquí mi problema: "Tengo que recibir ocho caballos y medio.
¿Cómo puedo recibir la mitad de un caballo mientras que de acuerdo al testamento no se puede vender ni uno?"
Por otra parte, mis dos hermanos deben recibir una tercera parte uno y una novena parte el otro.
"¿Cómo es posible repartir diecisiete en tres ó en nueve partes?"
La pregunta fue planteada a abogados y jueces y nadie la supo contestar. Se enredan y no encuentran la solución, que nos permita cumplir la voluntad de nuestro padre.
Decidí entonces dirigirme a ti. "Dicen que los judíos son inteligentes, quizá tú encuentres la solución a este problema, o tal vez quieras consultar a tu rabino sobre ello”.
A todo esto el pequeño Jaim que estaba cerca escuchó las palabras del feudal. Cuando éste terminó de hablar el niño intervino diciendo:
“Si yo tuviera uno de los caballos del carro del feudal que está junto a nuestra casa, contestaría de inmediato la pregunta”.
Rab Itzjak enrojeció de vergüenza al escuchar las palabras de su hijo.
Pero el feudal dijo al gracioso niño:
“Si me contestas la pregunta, recibirás uno de los caballos"
Con una amplia sonrisa contestó Jaim:
“Yo no necesito caballos, pero te voy a aconsejar lo que debes hacer". "Toma uno de los caballos de tu carruaje y agrégalo a los diecisiete de la herencia y sumarán dieciocho".
Así podrás cumplir el testamento. El señor feudal tomará para sí la mitad, o sea nueve caballos, quedando nueve. "¿Cuántos debe recibir el segundo hermano?" Una tercera parte, ¿verdad?... Dale seis caballos, o sea un tercio de dieciocho.
"Quedan tres caballos de los cuales darás dos al tercer hermano, que debe recibir una novena parte de dieciocho".
Y de esa forma, tú has recibido nueve caballos, el segundo seis y el tercero dos sumando un total de diecisiete. Es decir que sobra un caballo... "El caballo que habías tomado del carruaje para agregar a los diecisiete"... "¡Retíralo de vuelta!”.
El feudal quedó estupefacto ante la inteligencia del niño.
La cara del padre, resplandecía de orgullo y el pequeño Jaim se escapó alegremente rumbo al Talmud Torá.
El feudal dijo entonces a Rab Itzjak:
“Dios te bendijo con un niño muy agradable y con aguda inteligencia, sería una lástima que sus aptitudes sean desaprovechadas en este pueblito. Debes enviarlo a una gran universidad y estoy seguro que en el futuro será uno de los grandes sabios de la humanidad”.
“Con ayuda del Todopoderoso", contestó Rab Itzjak, "muy pronto lo enviaré a estudiar con uno de los más eminentes en Torá de esta generación". Y mi deseo y esperanza es que con el tiempo sea uno de los más grandes sabios de la Torá”.
Efectivamente R’ ltzjak llevó a su hijo a estudiar con el gran Gaón Rabi Arie Leib quien era en esa época el Rab de Voloshin.
Con el correr del tiempo el niño se distinguió como Gaón y fundador de la mundialmente conocida “Yeshivá de Voloshin”.
Las letras estaban volando
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Las letras estaban volando
En 1988 Rav Moshe fue diagnosticado de un linfoma en el bazo. Los médicos explicaron que en su caso había un dilema operativo: querían emplear la quimioterapia para la reducción del tumor, pero el bazo estaba tan agrandado que no sería efectiva.
Lo mejor que se podía hacer era operar, pero también aquello era demasiado peligroso pues recientemente se le había detectado agua en los pulmones.
Antes de intentar una operación tendrían que esperar hasta el fortalecimiento del rabino.
Entretanto, se eligió la quimioterapia como una medida temporal que al menos podría comprar un poco de tiempo. Debido a este diagnóstico, un pariente del Rav sugirió que se le enviara una carta al Rebe de Lubavitch.
Rav Weiss accedió y, así, pronto se envió una carta por fax pidiendo por él. El pariente explicaba en la carta que Rav Weiss había sido alumno del Minjas Elazar, y mencionaba la importante posición rabínica que ocupaba en Bnei Brak. Si bien la llegada de una respuesta de la oficina del Rebe normalmente tomaba varios días, el Rebe respondió a las pocas horas. Su mensaje decía: "Lo mencionaré en la tumba de mi suegro". El Rebe añadió que Rav Weiss debía revisar sus tefilín y mezuzot.
Esto se hizo de inmediato. Se descubrió que las mezuzot eran pasul, así como los tefilín de Rashi. En cuanto a los tefilín de Rabenu Tam (el segundo juego que se ponía todos los días), el escriba tenía un informe fascinante. Las palabras de los rollos que había dentro de los tefilín de Rabenu Tam eran viejas, pero estaban bien. De hecho, eran hermosas. Las había escrito el rabino Jaim Sofer de Munkatch, un gran escriba a quien muchos rabinos jasídicos acudían en busca de tefilín. No obstante, el sofer que había hecho la inspección determinó que las cajas ya no eran más casher.
Al igual que muchas otras cajas elaboradas antes de la Segunda Guerra Mundial, eran muy grandes y hechas con dakot (cuero de cabra). Debido a que el cuero de cabra es más delgado que el de vaca, es más propenso a perforarse y perder forma. Con el tiempo, las cajas habían desarrollado una falla: ya no eran cuadradas, un requerimiento de los tefilín casher, llamado revuá. Mientras se estaban reescribiendo las mezuzot y los tefilín de Rashi, un proyecto de varios días, uno de los hijos del Rav le prestó a su padre sus propios tefilín.
Desde el momento en que empezó a usarlos, los médicos descubrieron que contrariamente a lo que esperaban, el bazo se estaba empequeñeciendo. Al poco tiempo lo enviaron a su casa. En aquel momento, Rav Weiss recibió sus tefilín, con los viejos rollos en cajas nuevas. Cuando se los puso, de repente las cosas empeoraron. Le diagnosticaron una neumonía y lo llevaron sin demora al hospital Hadasa, demasiado débil para hacerle una quimioterapia.
El pariene del Rav decidió enviarle al Rebe una segunda carta, una actualización de la situación. Y, a las pocas horas, el Rebe respondió. "Oraré por él en la tumba de mi suegro". Y añadió: "Debe revisar sus tefilín". Incrédulo, uno de sus hijos preguntó: "¿Por qué? Acabamos de hacer una inspección". Estaba escéptico y, sin estar familiarizado con el Rebe en aquel entonces, pensaba que el Rebe estaba dando una respuesta estructurada. "Y otra vez, reflexionó, la faxearon tan rápido que el Rebe debe sentirse involucrado personalmente".
Entonces le consultaron a un segundo sofer y, cuando se volvieron a revisar los tefilín, quedaron atónitos con el informe. El sofer dijo que cuando abrió las cajas de los tefilín de Rabenu Tam, las letras estaban literalmente "volando en el aire". ¿Guardaba esto alguna relación con la repentina enfermedad en los pulmones de Rav Weiss? El primer sofer había tomado los preciados antiguos rollos de los tefilín de Rabenu Tam y los había puesto en cajas nuevas. Las cajas contemporáneas más grandes eran más pequeñas que las usadas comúnmente en los tefilín de antes de la Segunda Guerra Mundial. Fue necesario apretar un poco los pergaminos para meterlos en las cajas nuevas y, sin que el primer sofer se diera cuenta, las letras habían empezado a desprenderse de la superficie del pergamino.
De inmediato, se adquirió un juego nuevo de tefilín de Rabenu Tam para el enfermo Rav. ¡Y empezó a sentirse mejor al mismí simo día siguiente! En última instancia, nunca necesitó la operación y a los pocos meses estaba completamente curado.
Tiempo al tiempo
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Tiempo al tiempo
Un campesino, pobre pero sabio, trabajaba la tierra duramente con su hijo.
Un día el hijo le dijo:
-¡Padre, qué desgracia! Se nos ha escapado el caballo.
-¿Por qué le llamas desgracia?, respondió el padre, veremos lo que trae el tiempo…
A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo.
-¡Padre, qué suerte!, exclamó esta vez el muchacho, nuestro caballo ha traído otro caballo…
-¿Por qué te apresuras a llamarlo suerte?, repuso el padre, veremos lo que trae el tiempo…
A la semana siguiente, el muchacho se propuso montar en el nuevo caballo, pero éste, que no estaba domado, se encabritó y arrojó al muchacho al suelo quebrándole una pierna.
-¡Padre, qué desgracia!, exclamó el muchacho, me quebré una pierna. El padre, retomando su experiencia y sabiduría sentenció:
-¿Por qué le llamas desgracia?, respondió el padre, veremos lo que trae el tiempo…
El muchacho, no se convencía de la filosofía de su padre, sino que gemía en su cama. Pocos días después, pasaron por la aldea los enviados del rey, reclutando jóvenes para llevárselos a la guerra. Entraron en la casa del anciano campesino, pero al ver al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo.
El joven comprendió entonces que nunca hay que dar como absolutas la desgracia ni la fortuna, sino que siempre hay que darle tiempo al tiempo, para ver si algo es malo o bueno.
La moraleja de este antiguo cuento, es que la vida da tantas vueltas, que lo malo se hace bueno y lo bueno, malo. Es por eso que lo mejor es esperar al día de mañana, pero sobre todo confiar en que todo sucede con un propósito positivo para nuestras vidas.
No se equivoca el pájaro que ensaya el primer vuelo y cae al suelo, se equivoca el que por temor a caerse no abandona el nido y renuncia a volar.
Todos tenemos grietas
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Todos tenemos grietas
Extraído de Relatos para Reflexionar
Shlomi, que estaba en 6 grado, era consciente de sus limitaciones. Había nacido con dificultades en el habla y con una leve desviación en su cadera que hacía que no pudiera caminar bien.
Lógicamente se sentía distinto a los demás, eso era algo que no podíamos evitar en la escuela, pero lo que yo no estaba dispuesto a permitir era que eso lo hiciera sentir menos. Es por eso que cuando Shlomi y su familia debieron tomar la decisión de si continuar en la escuela normal o pasarlo a una escuela de discapacitados, les conté la siguiente historia:
Un cargador de agua tenía dos grandes vasijas que colgaba en los extremos de un palo y que llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua al final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón. Pero cuando llegaba, la vasija rota solo tenía la mitad del agua.
Durante dos años completos esto fue así diariamente, desde luego la vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para los fines para los que había sido creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable porque sólo podía hacer la mitad de todo lo que se suponía que era su obligación.
Después de dos años, la tinaja quebrada le habló al aguatero diciéndole:
-Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas sólo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir.
El aguatero apesadumbrado, le dijo compasivamente:
-Cuando regresemos a la casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino. Así lo hizo la tinaja.
Y en efecto vio muchísimas flores hermosas a lo largo del camino, pero de todos modos se sintió apenada porque al final, sólo quedaba dentro de sí la mitad del agua que debía llevar.
El aguatero le dijo entonces:
-¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas. Tú todos los días las has regado y durante dos años yo he podido recoger estas flores para regalar cada Shabat a mi esposa. Si no fueras exactamente como eres, con todos tus defectos, ello no hubiera sido posible.
Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados.
Finalmente, Shlomi permaneció en la escuela y junto con unos compañeros crearon la cooperadora de ayuda a los alumnos con problemas. Esto ayudó a los demás chicos de la escuela a ser sensibles a los problemas de sus semejantes. La cooperadora funcionó tan bien que el alcalde de la ciudad lo tomó como proyecto modelo.
Shlomi, sigue estudiando y además, en el marco del proyecto modelo, pasea por las distintas escuelas explicando el proyecto y ayudando a los demás colegios a establecer una cooperadora de ayuda.
El Rambam y el Sultán de Egipto
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¿Cómo se enteró el Sultán de Egipto del Rambam?
(Extraido de "El Rambam")
Hay una leyenda que cuenta cómo conoció el sultán al Rambam, que dice así:
Al llegar el sabio a Egipto, pocas personas sabían de su grandeza y de su saber, si bien bastaba con mirar los nobles rasgos de su rostro para apreciar que irradiaba conocimientos y dignidad.
Un día en que cruzaba la plaza del mercado, atestada de gente, se le acercó un judío y le preguntó:
-¿Puede usted, distinguido señor, indicarme lo que debo hacer?
Guardo en el sótano de mi casa un tonel de miel de abejas de primera calidad. Alguien de la casa bajó al sótano, tomó un poco de miel que puso en un frasco y salió corriendo. En su apuro olvidó tapar el tonel y lo dejó abierto. Días después fui yo a buscar miel. Me encontré con un insecto muerto medio hundido en el contenido del tonel. Quiero saber si está permitido o no comer del resto de la miel.
-Cuando haya sacado el insecto del barril podrá utilizar la miel.
Tras haber dictado su fallo, el Rambam prosiguió, dirigiéndose al hombre que lo escuchaba atentamente:
-Ahora, señor mío, quiero pedirle algo a mi vez. Dentro de un momento los musulmanes saldrán de la mezquita. Espere a que se acerquen y cuando le haga una señal, pregúnteme en voz alta en árabe lo mismo que acaba de preguntarme. Después de que le responda, siga: "En el sótano de mi casa hay un barril de vino. Un árabe que pasó cerca del barril lo tocó sin querer. ¿Qué debe hacerse con ese vino? ¿Puede utilizarse? ¿O entra en la categoría de nésej?"
El judío aceptó obrar como se le pedía y ambos esperaron con paciencia a que los musulmanes salieran de la mezquita.
La calle volvió a llenarse de gente. El Rambam hizo la seña convenida y al verla el hombre comenzó a llamarlo a voces: "¡Jajam! ¡Jajam!" Ante esos gritos, el Rambam se dio vuelta y lo miró, movimiento que imitaron muchos de los presentes. El hombre repitió su pregunta y recibió la misma respuesta. Después hizo la interrogación que el Rambam le había pedido, a la que éste contestó en voz alta: "Un vino que ha sido tocado por un no judío no debe beberse, porque se ha convertido en vino nésej".
Dicho esto, se escabulló rápidamente entre el gentío. Los musulmanes, se sintieron muy ofendidos. Estaban furiosos porque acababan de enterarse de que, para los judíos, el hecho de que ellos tocaran el vino era mucho peor que el contacto de un alimento con un insecto muerto. Quisieron matar a quien así había hablado, pero había desaparecido. No les quedó otra alternativa que la de plantear la situación al sultán.
En su huida, el Rambam llegó a la casa de una viuda que lo había albergado cuando él acababa de arribar a Egipto. Desde ese refugio seguía con atención todos los intentos que se hacían para hallarlo.
Enterado el sultán de lo que estaba pasando, envió a sus propios policías para buscar al hombre que tan gravemente había injuriado a los seguidores del islam. Quería llevarlo a juicio. Al ver que el tiempo pasaba y no aparecía, ofreció una importante recompensa a quien informara del lugar donde se escondía el ofensor, es decir, el Rambam.
El Rambam lo supo. Llamó a la dueña de la casa y le pidió: "Prepáreme agua caliente, porque deseo bañarme". Al cabo de un rato la viuda cumplió con lo que le pedía y al cabo de un rato le trajo un enorme recipiente de cobre lleno de agua. El Rambam tomó una piedra grande y la colocó en el centro del recipiente. Cerró la puerta, se sentó en la piedra y esperó.
El sultán había convocado para esa hora a un astrólogo a su palacio. El astrólogo comenzó su tarea e investigó todo el territorio de Egipto buscando al Rambam. Lo descubrió por fin y comunicó al sultán: "Lo veo. Está en una isla rodeada de una muralla de cobre, no lejos de aquí".
"¿Es que hay cerca de aquí una isla tan rara y nosotros no lo sabíamos?", se extrañaron el rey y sus sabios. El astrólogo se equivoca, pensó el sultán y llamó a otros. Pero no hicieron más que confirmar las palabras del primero.
La curiosidad del Sultán se hizo más y más viva. Se desesperaba por conocer el paradero del Rambam. Hizo anunciar: "El Rey pide al hombre que se esconde que aparezca ante él, prometiéndole una amnistía total y que no le ocurrirá nada de malo".
El Rambam supo también del anuncio del sultán y resolvió presentarse ante él.
-Soy el hombre que Su Alteza busca.
-¿Por qué ha hecho usted esto?
-Quise ser el médico del sultán y ganarme así la vida. De este modo logré atraer su atención.
-Revéleme cuál ha sido su escondite.
-Cerca de aquí, en una casa muy próxima a este palacio.
-¿Por qué dijeron los astrólogos que estaba en una isla rodeada de una muralla de cobre?
-Era verdad. Estaba en un recipiente de cobre repleto de agua -explicó el Rambam, con una sonrisa en los labios.
El sultán se dio cuenta de que tenía frente a sí a un hombre de inteligencia superior y conversó con él de diferentes temas. Resolvió agregarlo a su equipo de asesores y hacerlo su médico personal.
Una larga vida
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Una larga vida
Extraido de "Y digamos Amén"
Todos los habitantes de Boro Park conocían a Abraham. Boro Park es un barrio interesante: está situado en la gran ciudad de Nueva York, en los Estados Unidos, y muchos de sus habitantes son judíos observantes. En este barrio vivía Abraham, quien era una persona muy especial.
¿Qué había de especial en él? Abraham tenía muchas virtudes, y en este relato les contaremos acerca de una de ellas. Abraham y todos los miembros de su familia ponían mucho hincapié en recitar las bendiciones en voz alta.
De este modo, todas las personas que se encontraban en la casa podían cumplir con la mitzvá de contestar Amén a cada bendición.
Siempre que venía alguien a su casa, Abraham solía servirle un pequeño refrigerio y le pedía muy gentilmente:
“Por favor, permítanme cumplir con la mitzvá de contestar Amén”.
Los huéspedes satisfacían su pedido con alegría y no se olvidaban de bendecir en voz alta. ¡Abraham no quería perderse ni siquiera un solo Amén!
Los compañeros de sus hijos ya sabían que en la casa de ellos se debía recitar las berajot en voz alta.
Al principio, tenían un poco de vergüenza, pero Abraham los incentivaba con ternura y cariño. él ayudaba a sus hijos a servirles un refrigerio y no se movía de allí hasta escuchar la bendición por la rica galleta o por el refrescante vaso de bebida.
Los jóvenes huéspedes aprendían de él y también comenzaban a contestar Amén después de cada berajá.
Una vez, uno de los amigos de Abraham le dijo a él:
“¿No te parece que estás exagerando? Tu pedido puede causarles incomodidad a tus huéspedes.
¿No te parece que debes conformarte con las bendiciones de los miembros de tu familia y no molestar a otras personas?”.
Abraham estaba muy sorprendido. No podía creer que alguien pudiera hablar así. Sin embargo, no se enojó con su amigo, sino que le dijo con delicadeza y calidez:
“¡Creo que vale la pena que reflexiones nuevamente acerca del valor que tiene incluso un solo Amén!”.
Su amigo permaneció en silencio. Las palabras de Abraham, que habían salido del corazón, entraron en su corazón...
Abraham, esta persona tan especial, tuvo el mérito de vivir por muchos años.
Después de que Abraham falleció, sus hijos dijeron muy emocionados:
“Papá vivió hasta los noventa y un años: ¡exactamente el valor numérico de la palabra Amén!”.
Boleto de primera categoría
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Boleto de primera categoría
Físhel era un simple granjero que nunca había visto una ciudad más grande que su pequeño pueblito. Una vez decidió que viajaría en tren para conocer la gran ciudad.
Se dirigió a la estación de tren y preguntó dónde podía comprar un boleto. Entonces alguien le mostró el camino hacia la boletería.
"Quiero viajar a Grossville", le dijo al empleado.
"¿En primera clase?", le preguntaron desde el otro lado de la ventanilla.
Físhel no sabía qué contestar. Desconocía la existencia de tres compartimentos distintos en el tren, y tenía vergüenza de revelar su ignorancia turística pidiéndole al empleado que le explicara la pregunta.
Entonces respiró profundamente y dijo: "¡Sí!", esperando no estar cometiendo una equivocación.
El empleado selló un gran boleto blanco y se lo entregó a Físhel diciendo: "Son cuatro coronas y media".
Físhel pagó y se alejó de la boletería siguiendo a la muchedumbre que se dirigía hacia la plataforma, esperando ansioso divisar el tren lo más rápido posible. En el andén, no faltaban granjeros y trabajadores simples, como él. Físhel decidió seguirlos y hacer lo mismo que hicieran ellos.
Al rato, un silbato anunció la llegada del tren y Físhel quedó asombrado ante la gran visión y todo el ruido de ese imponente "caballo de hierro" que se había detenido frente a él.
Con una mezcla de emoción, miedo y curiosidad infantil, se dejó llevar por la multitud hacia el vagón más cercano, y al ver que las personas se empujaban unas a otras para ocupar los asientos disponibles, Físhel hizo lo mismo.
Diez minutos más tarde, otro silbato anunció que el tren pronto comenzaría a andar. El corazón de Físhel latía al unísono con el traqueteo de las ruedas que comenzaron a moverse lentamente sobre las vías. Al rato, el tren ya estaba haciendo su camino a través de valles y praderas, mientras Físhel observaba el paisaje pegado a la ventanilla, extasiado.
De pronto, se abrió la puerta del vagón de Físhel y entró el guarda.
"Boletos, por favor. Todos los boletos, a todos los destinos. Boletos, por favor", pregonaba.
Fishel miró nerviosamente a los otros pasajeros. Todos buscaban los boletos en sus bolsillos o billeteras. Enseguida, Físhel se dio cuenta de que todos los demás tenían boletos azules y él estaba seguro de que el suyo era blanco. Por miedo a meterse en problemas, él ni siquiera quiso sacar su boleto.
De pronto, el hombre que estaba sentado frente a Físhel notó que éste estaba sumamente nervioso. "¿Conque no tienes boleto, eh?", preguntó con una sonrisa cómplice. "No te preocupes. Sólo tienes que esconderte debajo del asiento hasta que el guarda termine su ronda", le dijo haciéndose a un lado. "Métete debajo de mi asiento unos minutos y yo te diré cuando puedes salir".
Físhel esperó a que el guarda se diera vuelta y entonces se esfumó, tal como le habían indicado. Pero incluso debajo del asiento, demostró ser un aficionado: Físhel dejó los pies demasiado estirados y enseguida el guarda se tropezó con ellos.
"Sal de allí", le dijo el guarda en tono poco amigable.
Aterrorizado, Físhel obedeció, sin saber qué le haría ese hombre uniformado.
"¿Conque viajas sin boleto, eh?", bramó el guarda, observando muy seriamente al supuesto transgresor.
"Tengo un boleto, pero...", comenzó a decir Físhel.
"¿Dices que tienes un boleto? ¡Entonces muéstramelo!".
Lentamente, Físhel sacó su boleto blanco y se lo entregó al guarda.
"¡Pero éste es un boleto de primera clase!", exclamó. "¿Dónde lo conseguiste?".
"Lo compré en la estación", susurró Físhel con las rodillas temblándole de miedo.
"¿Lo compraste en la estación?", repitió el guarda incrédulo.
"¿Y por qué te estabas escondiendo debajo de los asientos en un vagón de tercera clase?"
"Con este boleto, podrías estar en un vagón de primera clase, reclinado en un elegante asiento tapizado, disfrutando del paisaje a través de una enorme e impecable ventana, y hasta con una mesa propia". "¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo aquí?".
El Jafetz Jaim dice que a veces nosotros actuamos en forma necia, igual que Físhel. Podríamos estar viajando en primera clase y, en cambio, vamos escondidos debajo de asientos de madera en el vagón de tercera clase.
¿Cómo podemos comprar boletos de primera clase para el viaje de la vida?
La llave maestra que consigue abrir todas las puertas es responder Amén, que no solamente abre las puertas del Mundo Venidero, sino también las de este mundo. Es como un boleto de lotería garantizado para ganar. Quien lo sepa utilizar, saldrá ganador tanto en este mundo como en el Venidero.
La grandeza del Rambam
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La grandeza del Rambam
La sabiduría de Rabí Moshé Ben Maimón no abarca solo Torá, sino también medicina y demás ciencias.
Se hizo famoso como médico, en las tierras vecinas.
El rey de Egipto, Saladino, al escuchar la grandeza de Rambam en el campo de la medicina, lo nombró su médico personal.
Los ministros de la corte tuvieron mucha envidia por la encumbrada posición a la que ascendió Rambam, aumentada por el hecho que éste era judío.
Todas las denuncias y calumnias contadas acerca de su consejero judío, fueron rechazados por el rey.
También los médicos egipcios fueron atacados por la envidia y empezaron a confabular, para demostrar que no eran tan grandes sus conocimientos de medicina.
Le llevaron un petitorio al rey diciendo que querían debatir con Rambam sobre medicina.
Sabía el rey que muy grandes eran los conocimientos de Rambam en el campo de la medicina, por lo cual le informó, que los médicos de Egipto están interesados en hacer con él un debate profesional y le pidió que acepte la propuesta, ya que seguramente los vencería.
El debate se desarrolló largas horas y al final hubo diferentes opiniones entre las dos partes, en relación a la pregunta, si era posible curar a un ciego.
La opinión de Rambam fue que era posible curar a un ciego, sólo si perdió la vista después de nacer, más quien nació ciego, no tenía curación.
Los médicos egipcios, en cambio argumentaron que con «su gran sabiduría» podrían curar incluso a quien nació ciego y que estaban listos a demostrarlo.
Al final del debate se decidió, que si durante ocho días traerían los médicos un ciego de nacimiento y lo curarán se considera que vencieron a Rambam y podrán hacer con él lo que deseen.
Salieron los médicos a la calle de la ciudad y buscaron a un hombre que perdió la visión después de su nacimiento.
Después de larga búsqueda encontraron un joven de catorce años, que hace un tiempo perdió la visión.
Se acercaron a él los médicos y le preguntaron «¿estás interesado en que te curemos?», «Seguro», contestó el joven con alegría.
Le dijeron los médicos: «lo haremos pero con una sola condición, que digas delante del rey que eres ciego de nacimiento. También le dirás a tu madre y los vecinos que digan lo mismo».
Se alegró mucho el joven al escuchar las palabras de los médicos y corrió a contarle las novedades a su madre y también ella aceptó la condición.
Fue la mujer a hablar con los médicos, expresó su aceptación a la condición y los médicos la dirigieron acerca de lo que ella y sus vecinos tenían que decir.
Tomaron al joven y después de ocho días de tratamiento intensivo, lograron que el joven recupere la vista.
Al pasar ocho días vino el Rambam frente al rey y llegaron los médicos con el joven ciego.
Dijeron los médicos: «Su majestad, hemos traído un joven que era ciego de su nacimiento, de acuerdo al testimonio de su madre y sus vecinos y lo hemos curado de su ceguera».
Preguntó el rey a la madre y a los vecinos, y estos confirmaron las palabras de los médicos, diciendo que el joven sufría de ceguera congénita y hace unos días los médicos empezaron a tratarlo y lo curaron.
Pudo comprobar el rey, que la verdad estaba con los médicos y que era posible curar la ceguera congénita.
Se dirigió el rey a Rambam y le preguntó: «¿qué puedes decir sobre esto?, nuestros ojos confirman que es posible curar a un ciego de nacimiento».
«Yo no creo que este joven fue ciego de nacimiento, debido a que la ceguera congénita no puede ser curada».
Aceptó el rey y Rambam salió apresuradamente al mercado y compró siete papeles de diferentes colores y los trajo en su mano al palacio real.
Todos los presentes estaban desconcertados y no sabían que pensaba hacer el Rambam.
Llamó Rambam al joven y le dijo: «Hijo mío, deseo preguntarte algo: en este momento ves bien y puedes distinguir entre un objeto y otro».
«Sí, puedo ver y distinguir claramente entre las cosas», contestó el joven. Sacó Rambam los papeles de colores y preguntó:
«¿Puedes distinguir entre los colores? Dime que color es cada uno de estos papeles».
«Este es rojo, el segundo verde, el tercero azul…», señaló el joven.
En ese momento se dirigió Rambam al rey y dijo con una sonrisa: «puede observar su majestad, que los médicos, el joven, la madre y los vecinos mintieron al decir que el ciego no vio nunca luz».
El rey y los médicos siguieron atentamente la palabras de Rambam y éste continuó con voz segura y suave:
«Si fuera verdad que el joven era ciego congénito, ¿cómo supo distinguir entre los colores?».
«Si supo el nombre de cada color, señal que el joven vio durante varios años y sólo en una etapa posterior perdió la vista».
Al escuchar los médicos, la prueba irrefutable de Rambam quedaron con la boca abierta y avergonzados delante del rey.
Quiso el rey castigarlos severamente por sus mentiras, pero el Rambam pidió que sean perdonados.
El nombre de Rabí Moshé Ben Maimón, se difundió por todo el mundo por su gran sabiduría y por su gran piedad con todas las criaturas.
Bar Kapara y el banquete
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Bar Kapara y el banquete
Era en los tiempos de Rabí Yehudá Hanasí, uno de los sabios más importantes en nuestro pueblo, el editor de la Mishná. En esos días su hijo Shimón estaba pronto a casarse. Eran momentos muy alegres y un gran festejo estaba organizando Rabí Yehudá para su hijo. Todas las personas notables de la tierra de Israel y todos los hijos de los sabios habían sido invitados. A todos los sabios invitó, pero Rabí Yehudá Hanasí olvidó invitar a uno de sus alumnos, a Bar Kapara.
Cuando Bar Kapara se enteró, se ofendió y decidió escribir un letrero en la puerta de la casa de Rabí Yehudá Hanasí que decía así: "Después de la alegría, la muerte. ¿Para qué, servirá tu alegría?."
Se preocuparon todos al ver el letrero, y a la mañana siguiente Rabí Yehudá quien estaba apenado por su error al no invitar a Bar Kapara, realizó otro festejo al cual invitó a todos los sabios, estudiantes y a Bar Kapara. Rabí Yehudá se ocupó que este sea también un festejo lleno de manjares y que nada falte.
Cuando todos los invitados se sentaron a la mesa, Bar Kapara se sentó entre ellos y entre plato y plato, comenzó a relatar fábulas de animales, como la del zorro que entró por una puerta al viñedo y cuando quiso salir una semana después como había comido tantas uvas no podía pasar por la puerta...
El pobre tuvo que ayunar tres días para poder salir del lugar.
Y fábula tras fábula, relato tras relato Bar Kapara seguía hablando y nadie probaba los manjares que habían sido preparados. Los sabios pedían más historias de Bar Kapara.
Y las personas que servían regresaban a la cocina con los platos sin probar y fríos… Rabí Yehudá preguntó asombrado por qué nadie comía y le contestaron:
-Hay un invitado que está contando fábulas e historias sobre cada plato e ingrediente que aparece.
Entonces Rabí Yehudá Hanasí se acercó a Bar Kapara y le preguntó:
-Por qué me haces esto? Deja que todos puedan comer.
Después de un largo silencio Bar Kapara le contestó:
-Hice esto para que puedas comprender que no por la comida es que vine, sino por la compañía, los amigos y los momentos compartidos.
Rabí Yehudá Hanasí, el gran sabio y presidente del Sanhedrin, comprendió muy bien a Bar Kapara. Se estrecharon las manos y dijeron:
"Antes del próximo relato, !todos a comer!"
Joni Hameaguel y el algarrobo
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Joni Hameaguel y el árbol de algarrobos
Cuenta el Talmud que cierta vez, el sabio Joni Hameaguel caminaba por un sendero y vio a un hombre que plantaba un algarrobo. Se acercó y le preguntó: “¿Buen hombre, cuánto tiempo tardará en dar frutos este árbol?”.
“Setenta años” respondió el hombre.
Entonces Joni volvió a preguntar: “¿Estás seguro que vivirás setenta años más para disfrutar de los frutos de este árbol?”
A lo que el hombre replicó: “Cuando llegué a este mundo, encontré un algarrobo que mis padres plantaron para mí, es entonces que ahora yo planto uno para mis hijos”
Joni se sentó para comer y luego se quedó dormido. Una formación rocosa lo rodeó sin que nadie lo pudiera ver y Joni siguió durmiendo por setenta años.
Al despertarse vio a un hombre recogiendo frutos del árbol de algarrobo.
Y Joni le preguntó: ¿eres tu el hombre que plantó este algarrobo?
-No, yo soy el nieto- contestó el hombre.
Joni Hameaguel suspiró y dijo: Es claro, he dormido por 70 años.
La pequeñez de la luna
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La pequeñez de la luna
Todos conocemos al sol y la luna. Son la calidez y la blancura. El sol redondo, calienta y alumbra todo el día, y la luna nos ilumina en la noche con una luz más débil, que se va empequeñeciendo y desaparece al final.
Hace muchos años vivía en Israel un hombre que se llamaba Rabí Shimón Ben Pazi, que nos contó como fue que la luna y el sol fueron cambiando hasta ser diferentes uno del otro.
La historia de Rabí Shimón comienza con la creación del mundo, en donde Dios creó las dos luminarias, la cálida y la blanca para iluminar el cielo. Vio la blanca que ella era igual de tamaño a la cálida y dijo: Creador del mundo, las dos luminarias son iguales en tamaño. ¿Cómo puede ser que dos reyes gobiernen la tierra y utilicen juntos la misma corona?
Pensó El Creador: La luz blanca tiene razón, Yo soy Rey y Único en grandeza. ¿Pero puede ser qué yo esté equivocado? Si yo soy el Rey...
Le dijo Dios a la luz blanca: Si es así, sal y hazte tu misma pequeña! tú recibirás la luz.
La dote que se fue por el desagüe
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La dote que se fue por el desagüe
Los hijos y nietos del rabino Shneor Zalman de Liadi, el primer rabino del jasidismo de Jabad, conocían muy bien la opinión de su padre y abuelo: "No se deben gastar grandes sumas de dinero en ropa". Si compraban ropa cara, intentaban no usarla delante de él.
Cuando su nieto, compró un costoso cinturón cuyo precio era de quince rublos, se lo quitó antes de visitar a su abuelo. Pero una vez su abuelo lo llamó inesperadamente y él olvidó quitarse el cinturón. Cuando el abuelo lo vio se dió cuenta inmediatamente.
-"Llevas un cinturón caro, ¿Cuál es su precio?" Preguntó.
El nieto no mintió. "Pagué quince rublos por el."
-"¿Tan rico eres que puedes permitirte un cinturón tan caro?" El abuelo expresó su descontento.
-"¿Cuánto dinero recibiste como regalo de tu boda?"
-"Dos mil rublos".
-"¿Qué piensas hacer con una suma tan grande?"
-"Los invertiré con una persona rica y leal para ganar un poco de dinero".
-"¿Y que pasaría si él perdiera todo el dinero y tú te quedaras sin ganancias y sin fondos?"
-"No tengo miedo, es un gran hombre; Rico y digno de confianza".
-"¡Sin embargo, es posible que él pierda sus bienes y tú pierdas todo tu dinero!"
-"¿Entonces qué haré con el dinero?"
-"Te sugiero que pongas el dinero en esta caja" dijo el Admur Hazaken mientras señalaba la caja de caridad que estaba permanentemente sobre su escritorio.
"Si el dinero se dona a obras de caridad, se quedará para siempre".
El nieto estaba seguro de que su abuelo estaba bromeando, pero el Admur Hazaken volvió a repetir que en su opinión, el lugar más seguro para el dinero sería donarlo a la caridad. Como el nieto no quería contribuir con la cantidad total, de alguna manera eludió el tema y puso fin a la conversación.
Poco tiempo después llevó a cabo su plan e invirtió el dinero, pero la predicción del abuelo se cumplió: La casa del hombre rico se quemó, todas sus posesiones se fueron por el desagüe y con ellas el dinero del nieto. La siguiente vez que el abuelo le preguntó sobre el asunto, su nieto le contó lo sucedido: Había perdido todo su dinero.
-"¿Por qué no escuchaste mis palabras? ¡Te lo advertí!" Dijo el Admur Hazaken.
Te contaré una historia sobre la fe de los sabios que vi con mis propios ojos:
"Cuando era estudiante del Maguid de Mezrich, una vez llegué a un albergue dirigido por un anciano judío. Me interesaba saber dónde rezaba y me dijo que la sinagoga más cercana estaba a poca distancia en coche y, por tanto, los sábados y los días festivos rezaba solo.
"¿Cómo puede un judío vivir lejos de una comunidad judía? ¿Sin rezar en el minian o escuchar la lectura de la Torá?", le pregunté al dueño del albergue.
Me explicó que vive allí desde hace cincuenta años y que no sabe si podrá encontrar una fuente de ingresos en el área de la comunidad judía.
-¿Cuántos judíos viven en la comunidad? Le pregunté.
-"Cien familias", dijo.
-"Si Dios puede cuidar de cien familias, él también puede mantenerte a ti", le dije, y también mencioné que yo era un estudiante del justo Maguid de Mezrich.
"Media hora después de nuestra conversación, vi que había carros llenos de pertenencias cerca del albergue y que el dueño del albergue se dirigía a alguna parte. Cuando le pregunté, me dijo que se mudaba a la comunidad judía. como sugerí!"
"¿Lo ves?" El rabino Shneor Zalman terminó su historia. "Este es el poder de la fe. Ese judío abandonó su fuente de sustento sin dudarlo, mientras que yo te lo advertí una y dos veces y tu no me creiste".